sábado, septiembre 29, 2018

4 esquinas





Cuando vamos al amigo buscando no ayuda ni consejo, ni siquiera un gramo de compañía, sino la absolución.



Admítelo. Lo que quieres es que las palabras hagan el trabajo sucio por ti.



Quien juega a la rayuela con los baches del camino llega más lejos.



Descubre, de pronto, que es zurdo, que siempre lo ha sido y no se daba cuenta. Idea para un relato.

martes, septiembre 25, 2018

igor barreto / calamidad y arrullo





Abro mi ejemplar de El muro de Mandelshtam (Bartleby Editores, 2017), el nuevo libro del poeta y profesor Igor Barreto (San Fernando de Apure, Venezuela, 1952), y me encuentro con una escritura que trata de romper o forzar por lo menos las costuras de eso que entendemos habitualmente por lírica: secciones en prosa que colindan con la narrativa y el documental, diálogos fragmentarios, pasajes oníricos, anacronismos deliberados, ramalazos de crudeza expresiva y casi expresionista, ironía trágica y piedad a raudales, todo un compuesto impuro y lleno de grumos –de extraños pliegues y repliegues– que desafía las expectativas del lector e incluso las que el libro parece crear al desplegarse. De «complejo artefacto poético» lo califica Gina Saraceni en el texto de contracubierta. Sin embargo, si la lírica es –como apunta Eliot Weinberger– «celebración y vituperio, asombro ante el mundo y furia por cómo suele ser», entonces este muro se nos aparece como un ejemplo deslumbrante del poder que tiene la lírica para contar, cantar y plantar cara al mundo. Estamos ante un libro crudo, feroz, perturbador, que invoca zonas muy concretas de la tradición literaria reciente –el ejemplo y la figura de Mandelshtam, desde luego, pero también la Antología de Spoon River de Lee Masters, la inquietud cívica del último Yeats, las iluminaciones de Rimbaud, Pavese, Éluard, etc.–, y que a la vez está intensa, exasperadamente centrado en el daño y el padecimiento humanos, que intenta forjar por todos los medios un relato plausible y poderoso de la existencia en la favela caraqueña –el gueto, se dice aquí– de Ojo de Agua.

En una reseña reciente de la Poesía reunida de nuestro autor, Martín López-Vega decía que «Barreto no es un poeta de la torre de marfil, sino del ágora, y los lenguajes que prefiere aprender y hablar a menudo no son los preferidos por el gremio de los poetas». Podríamos añadir o matizar que en este libro Barreto traslada ese ágora a un cruce de calles cualquiera, una esquina techada por árboles castigados y marañas de cables y transitada por las víctimas de la pobreza, la precariedad y la violencia arbitraria. Un mundo de talleres, colmados y cuchitriles en las lindes de Caracas, «la capital del rencor», «la ciudad quebrada», «sarcófago / de cemento gélido»… Y los sucesos que aquí se cuentan –porque este es un libro con una profunda vocación narrativa, con personajes que van y vienen sin aviso, que surgen y se esfuman dibujando un curioso mapa de calamidades– se tiñen del color de los sueños y las premoniciones, del peligro y la sospecha. Leyendo estas páginas, recuerda uno esos versos terribles de la «Canción última» de Miguel Hernández: «Pintada, no vacía: / pintada está mi casa / del color de las grandes / pasiones y desgracias». Y así son los trazos que levantan este libro. Pero lo hacen sin patetismo, sin incurrir en aspavientos ni excesos sentimentales. La distancia –una distancia en ocasiones irónica, cuando no brutal– es justamente lo que permite mirar de frente ese mundo, verlo en su integridad, capturar sin miedo a la exageración su riqueza terrible, su demasía. Vuelvo a subrayar esta dimensión documental, testimonial incluso, porque es ella la que da espesor verosímil a la lectura y permite luego el trabajo propiamente lírico de la imaginación y el sueño.

Hay una expresión inglesa, the writing is on the wall –literalmente: la escritura está en el muro–, que parece hecha a propósito para este libro. Se refiere a ese momento fatídico en el que ya no hay vuelta atrás, cuando los signos de que algo malo o al menos desfavorable va a ocurrir son evidentes. Y así la escritura que aparece en este muro particular: sus personajes ya no esperan ningún remedio, ningún alivio, han abandonado toda esperanza y se limitan a sobrevivir… y a veces ni eso, porque «total, en el gueto de Ojo de Agua / el inocente es un ser invisible», sujeto a «la cólera sin razón» («La fiesta de Jaiker»). Ese es el tono resignado, inapelable, que impregna muchos poemas, y aun cuando estoy con López-Vega cuando menciona la «ironía tierna y triste, siempre inteligente» de Barreto, «cuya mordacidad nunca es mayor que su ternura», tengo la sensación de que aquí la mordacidad le ha ganado la partida a la ternura; y de que la tristeza, lejos de ser un condimento de la inteligencia, se ha convertido en un veneno que amarga el corazón. No puede ser de otra manera cuando se entiende –se asume– que la precariedad y la violencia son condiciones propias de la vida en el barrio. Hay momentos de solidaridad, sí, de rara tregua (ese partido de fútbol con el que los bravos de Boca de la Virgen y los guardianes de El Estanque resuelven sus agravios y en el que nadie anima demasiado «a fin de no comprometerse con parcialidades que pudieran derivar en otras consecuencias», anota Barreto con humor), pero todo parece colgar de un hilo muy frágil y hasta cuando la belleza de los fenómenos naturales visita el barrio –esa repentina nevada que no sabe uno si sucedió en sueños– lo hace para congelar a los gatos y fulminar a los perros, que «mueren como esculturas acurrucadas / contra el dorso de los escalones en las veredas».

En este infierno del gueto, en esta espiral de callejas y veredas que trepa por las montañas de la ciudad, el guía del poeta, su Virgilio, es un «hombre alto, muy melancólico, que decía llamarse: Osip Mandelhstam». El protagonista no se hace demasiadas ilusiones sobre la identidad de su interlocutor («el rostro verdadero de Mandelhstam, el que había conocido a través de tantas fotografías, su cara ancha de ojos agrisados y juntos, con labios delgadamente rectos, ese rostro se disolvió con nostalgia sobre otro de cabello entrecano que tenía una ligera cicatriz en su boca como la marca de alguna operación de origen leporino ocurrida quizás en su primera infancia»), pero prefiere seguirle la corriente y entrar así en un estado de extrañamiento del que va brotando, casi a su pesar, como quien no quiere la cosa, la totalidad del libro: «Así que me dije: por qué este señor no podría querer llamarse y ser el desterrado poeta que recitaba mirando al cielo colocándose la mano derecha tras la nuca. Era posible, y yo debía abstenerme de ponerlo en duda a riesgo de pronunciar un llamado a las furias que deambulaban por los callejones del barrio con violenta firmeza».

Este texto inicial en prosa, «Rayas sobre el muro», que hace las veces de pórtico, es como la chistera de la que va emergiendo la ristra de pañuelos multicolores (pero en última instancia armónicos) que conforman los poemas de la sección siguiente y central del libro. Mandelshtam va y viene por estas páginas como una figura espectral, a veces actor protagonista, otras interlocutor, otras narrador, otras sombra invisible, pero dotado siempre de una astucia traviesa que le permite leer como nadie las claves de la vida en el gueto. Más que un Virgilio, el Mandelshtam ideado por Barreto es una variante del trickster o pícaro divino definido por Jung, un embaucador que no para de hacer trucos, desobedecer normas de comportamiento y entorpecer o desbaratar los actos del hombre. Entre sus funciones principales está justamente la de abrirnos los ojos a la paradoja y el absurdo del vivir, y esto es algo que sucede una y otra vez, generalmente con carácter trágico, en estos poemas.

Un eco de Spoon River resuena en los epitafios en prosa –también hay alguno en verso, como el estremecedor «Trascendencia»– donde un puñado de difuntos cuenta su peripecia vital y la razón de su muerte. Lo trágico, aquí, deviene a veces tragicómico, pero la piedad y la compasión nunca están lejos y permiten a Barreto contar con sabiduría la historial plural y colectiva del gueto. En esto sigue el ejemplo de esas golondrinas a las que él mismo describe sobrevolando el paisaje y que son capaces, como pequeños diablos cojuelos, de seguir la vida de los habitantes a través de tejados y azoteas.




El lector sale del libro con la impresión de que podría haber sido mucho más extenso, de que el material publicado es sólo una parte de una totalidad que, en rigor, no tiene fin. Y quizá sea cierto. Los títulos de algunos poemas hacen pensar que faltan piezas, que hay lagunas en la transcripción o que el poeta ha preferido pasar por alto ciertas historias. Con todo, el final cobra un cierto aire elegíaco, como si se quisiera suavizar y tal vez redimir la crudeza del conjunto. Si Eliot, en «Los hombres huecos», decía que el mundo acaba «no con una explosión, sino con un sollozo», Barreto nos dice que la ciudad, al llegar la noche, se cierra y se resume en «un arrullo», un habla seductora o un cantar monótono, en voz muy queda, como el que hace dormir a los niños. ¿Pero es realmente así? En ese mismo poema final se dice lo siguiente:

La ciudad
con sus autopistas
y el celaje de sus taxis,
y la tiniebla de una montaña
al fondo
para que Caracas se refleje y brille
en la verdad de su violencia.

Pero ese zumbido de la ciudad
y su atareado caracoleo,
luego…
¿nos dejará dormir?

Da la impresión de que ese arrullo, lejos de dormir al poeta Barreto, lo mantuvo insomne durante un largo periodo de escritura frenética, enajenada. Un arrullo que fue arroyo sonoro y que vertió en sus oídos las cadencias febriles de la ciudad y sus pobladores. Este libro, surgido del molino de la mirada y la conciencia, es su traducción en palabras.


Igor Barreto, El muro de Mandelshtam, Madrid, Bartleby Editores, 2017.


[El muro de Mandelshtam de Igor Barreto es uno de los libros que más me han impresionado de un tiempo a esta parte. Tuve el honor de presentarlo junto a Marina Gasparini, Manuel Rico y su autor en Casa de América, en Madrid, donde leí una primera versión de este texto. Y, puesto que Igor ha sido una de las personas que más me han animado a retomar esta bitácora, parece oportuno que él sea el protagonista de una de las primeras entradas de mi rentrée.]

viernes, septiembre 21, 2018

estímulos


Lo primero que noté al volver a la consulta del doctor es que había rejuvenecido. El rostro que daba instrucciones estaba más delgado, más atento, tenía mejor color. Solo había pasado media hora desde nuestro último encuentro, pero el apuro al que debía enfrentarse, el dilema que M. le había planteado durante mi ausencia, lo tenía en ascuas.

Perdido ese aire suyo de calma venerable, como de médico de familia del desarrollismo, hablaba y sonreía y atusaba la montura de las gafas con inquietud sincera, cómplice. Había que actuar con rapidez y así se hizo: llamadas a colegas, instrucciones claras y al caso. Me pareció incluso que disfrutaba de la ocasión, feliz de salir por una vez de su reino de plazos y gráficos y horizontes lejanos. El alivio de lo concreto, sí. Esa gimnasia.


lunes, septiembre 17, 2018

encuentros / 2


Son dos y van calle abajo hacia el Centro de Acogida, hablando animadamente. Visten ropa fresca, de buen color, pero en las facciones gruesas se ve todavía la onda expansiva del desastre. Uno de ellos, el que lleva bermudas, se queja con aspavientos de que los bolsillos no son seguros: «Mira, se me caen las llaves», y las recoge dando un saltito. «Estoy por tirarlos», concluye. La frase me escandaliza al principio –parece la expresión misma de la ingratitud–, pero comprendo casi al mismo tiempo que una parte importante de su alivio, de su mejoría, está precisamente en poder contemplar esa posibilidad: tirar unos buenos bermudas como si tuviera el armario lleno de ellos. Como si le sobraran. Y eso es lo que viene a decir con su chulería inofensiva: no dar importancia a las cosas es otra forma de sentirte dueño de ellas.

sábado, septiembre 15, 2018

encuentros


Los veo al subir con Layla el falso llano del Paseo del Rey: tres o cuatro figuras sentadas o encorvadas en un saliente de la fachada del Centro de Acogida, fumando y tomando el fresco; a veces se les suma un hombre en una silla de ruedas al que le falta un brazo y las dos piernas; se da un aire eslavo, como de marino del Báltico, y lleva en la mano una lata de cerveza, siempre la misma, de la que no recuerdo haberle visto beber. Los demás tienen las facciones cóncavas, arrasadas, y la voz estropajosa como quiere el tópico, pero él es robusto, con una barba rubia a juego, y no habla. Eso sí, todos, todos sin excepción, nos miran pasar con una mezcla de recelo y descaro, y sin responder al saludo que aventuro tibiamente; acostumbrado a los gitanos y los yonquis de mi niñez, temo que lo interpreten como una provocación. Toda la hosquedad que despierta su dueño se convierte en ternura cuando ven a la perra: no hay vez que no la saluden con besos o silbidos cariñosos, que ella recibe con alarma, acelerando el paso. Curiosamente, sus admiradores son siempre hombres. Las pocas mujeres que salen del edificio a echar la mañana –puros esqueletos vivientes, comidas más por la droga que por el alcohol– la miran con frialdad, como a una intrusa; y quizá lo sea… El arnés rosa palo es casi una exhibición de feminidad tradicional en medio de esta calle de aceras amplias y despobladas, donde hasta los árboles parecen molestos por el sol. Con el tiempo me he ido atreviendo a dejarla suelta, sobre todo cuando el grupo es pequeño y veo al eslavo con su gorra de visera y la cerveza en la mano. Por alguna razón, me tranquiliza, aunque nunca se mueva ni responda al saludo.

Hoy tenían la radio puesta y sonaba la voz imperial de Rocío Jurado. Me ha parecido una dosis muy fuerte para las nueve de la mañana, pero uno de ellos, el que sostenía la radio, tenía los ojos achinados y se dejaba acunar apaciblemente por la música. Su compañero no se ha olvidado de chistarle a Layla, pero sin convicción; también él estaba abrazado a la música. Y la ola de la Jurado nos ha perseguido calle arriba hasta convertirse en una lengua de agua en la que hemos ido chapoteando un buen rato: mi playa insospechada de este final de agosto.