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miércoles, noviembre 24, 2021

novedad



«Somos las abejas de lo invisible», escribió Rilke al final de su vida. Y a este libar «desesperadamente la miel de lo visible» para alimentar la gran colmena de la imaginación se dedica el poeta en cuerpo y espíritu, en un ejercicio de diálogo con el mundo que va revelando sus formas, colores y relieves, abriendo con los sentidos un espacio para la conciencia. Todo esto será tuyo, publicado justamente diez años después de Perros en la playa (2011), su predecesor, es el cuaderno de notas de un poeta que no abdica de la viñeta narrativa, la excursión ensayística o el aforismo perspicaz para estar a la altura de las cosas y hacerse digno de ellas; sólo así, tal vez, nos darán a conocer su secreto, que es también el de quienes convivimos con ellas. Jordi Doce se pasea como un detective distraído por entre lo cotidiano visible y observa el acontecer del mundo, el aquí y ahora de sus gentes, el modo en que las cosas se despliegan ante nosotros a poco que les prestemos atención. Una mirada hacia afuera que no descuida las sombras de interior ni el sondeo curioso y hasta extravagante sobre un puñado de obsesiones musicales y literarias. Todo esto será tuyo es el retrato algo borroso de alguien que insiste en no llamar la atención; alguien que ha elegido dar un paso atrás para que las palabras hablen por él.

 

Más información, aquí.


Lectura del poeta Álvaro Valverde en su blog.


Imagen de cubierta: Segimón Vilarasau, Delta de l'Ebre. Óleo sobre tabla. 2017.


lunes, enero 06, 2020

la ignorancia luminosa





En un escrito reciente sobre su disco I Trawl the Megahertz, mi admirado Paddy McAloon recuerda cómo «en la era anterior a Internet, no siempre podíamos encontrar, o costearnos, mucha de la música sobre la que leíamos, [pero] teníamos tiempo de sobra para imaginar cómo sonaba o debía sonar. Curiosamente, de este modo era posible sentirse inspirado por música que uno en realidad no había escuchado. Se trata de una idea que aún me agrada». Y es así, desde luego. Mi yo adolescente lo supo muy pronto, cuando pudo comparar las páginas que Ramón de España dedicaba a Eno en su biografía de Roxy Music con la experiencia misma de escuchar los discos, que siempre eran bastante más o menos de lo que esperaba. No digamos ya cuando empecé a adentrarme en el mundo del free jazz y otras lindezas. Lo curioso es que leía –y sigo leyendo– mucha crítica: me encanta saber lo que otros construyen desde la obra ajena. En realidad, me basta con que estén bien escritas o sostengan el vuelo de la imaginación. Que a menudo no casen con mi experiencia de la obra me importa poco.

Por lo demás, la idea de McAloon podría extenderse fácilmente a otras artes, y de modo muy particular a la poesía: de cuántos poetas latinoamericanos oyó hablar uno que no conocía, o no había leído apenas, y cómo a través de las descripciones de terceros nos íbamos haciendo una imagen, siempre brumosa o aproximada, tal vez, pero capaz de nutrir una admiración razonable. Cuando por fin lográbamos leer media docena de poemas, el desconcierto nos impedía valorar el mérito real de la propuesta. Había que amansar los prejuicios iniciales, por favorables o exaltados que fueran, para entender cabalmente lo que allí ocurría.

Por no hablar de las traducciones: hay poetas, en verdad, que uno ha leído con más fe que convicción. Uno miraba el logo de la editorial o el nombre del traductor y pensaba: si usted lo dice… Era una lectura hipotética, por aproximación. Nos decíamos: el poema real está aquí, detrás o delante de la imagen desenfocada de la página. Y luego esa grieta, ese decalage, nos permitía justamente imaginarnos a un poeta más cierto o sugestivo que el del libro. Lo recreábamos, vaya, y de ahí surgían sentidos imprevistos, que ni estaban en el original ni nosotros habríamos sido capaces de convocar sin ayuda. Un poeta, en fin, podía ser un poema o un puñado de versos memorables: el fervor que dedicábamos a esos fragmentos compensaba de sobra nuestra incomprensión del resto.

De todo esto nos íbamos alimentando, y la ignorancia y la imposibilidad de acceder a ciertas experiencias culturales ampliaba sensiblemente nuestro campo de actuación. Paradójico, quizá, pero real… iba a decir como la vida misma, pero nuestra vida misma nos parecía irreal, o asunto menor, comparada con todo aquello que desconocíamos y que sin embargo nos tentaba, nos atraía fatalmente, por estar fuera de nuestro alcance (bueno, estaba ahí, pero no siempre y desde luego no de manera simultánea, porque había un límite claro de tiempo, de dinero, incluso de energía…). Lo dice de nuevo McAloon en ese mismo escrito cuando habla del «espíritu atrevido de mi juventud, cuando la música parecía misteriosa, y nueva, y llena de posibilidades». Esa riqueza de posibilidades es tal vez lo que uno más echa en falta de aquel tiempo. Digamos también apertura, hospitalidad activa, ese adelantarse al acontecimiento o ir a su encuentro para teñirlo de los deseos y las expectativas de uno. Y sí: «se trata de una idea que aún me agrada».

lunes, diciembre 30, 2019

cuenta atrás





Los veo en la cancha, jugando, insistiendo en jugar a pesar de la hora y la oscuridad creciente. Los veo y no los veo, medio escondidos por los árboles que envuelven el rectángulo vallado, las canastas, las dos farolas que vierten su luz tibia sobre el pavimento. Hasta que se abre un claro y el ruido del balón me llega nítido, inmediato, y los gritos que avisan y se buscan y se dan órdenes… Que celebran, también. Es un sábado de finales de año, un sábado de libertad, sin horarios, y la noche no va a sacarlos de quicio. No importa si son amigos o si el azar los ha reunido aquí para jugar un partido improvisado. Desde fuera es difícil saberlo. Pero yo sé que fui uno de ellos hace tiempo, jugando, insistiendo en jugar a pesar de la noche, o quizá fuera mejor decir contra la noche, como si la oscuridad fuera el relevo natural de los padres aguafiestas, de esa espera irritable que nos ataba en corto con solo mirarnos.

Esas tardes infinitas. Esos partidos que se prolongan sin que ninguna de las partes se atreva a ponerles fin. Ese temor de que cada jugada sea la última. Afinábamos los pases, los intentos de lanzamiento, los bloqueos, y todo para desmentir la falta de luz. Negar la evidencia podía ser un arte. Y la ilusión del virtuosismo –agacharse para estudiar la jugada, buscar o esperar el desmarque, dar el pase con la mano cambiada–, nuestra forma de apurar cada minuto. La cuestión era forzar prórrogas, dilatar el tiempo hasta lo inverosímil, hasta que solo quedara irse. Y no pensarlo. Como ahora.

lunes, diciembre 02, 2019

apetito



Tanto o más importante que el libro, en ocasiones, es la expectativa que despierta su lectura, la atmósfera que va creando conforme lo leemos. Esa expectativa nace en el acto mismo de hojearlo en la librería y abrir sus tapas. Vamos con él por la calle como quien lleva una delicatesen, una sorpresa suculenta que luego compartiremos en casa. Así que hay ese elemento de gula, de apetencia pura, pero también algo más: una apertura de posibilidades, un presagio feliz, la idea o mejor la ilusión –y cómo nos revolvemos si el libro defrauda esa ilusión– de que en esas páginas hay una clave, una voz, algo, que nos permitirá sentirnos menos solos… o menos desorientados. Esto sólo pasa con muy pocos libros, claro; o pasa muy de vez en cuando. Es una cuestión de química, de simpatía animal.

El juego de las afinidades es misterioso y a veces paradójico –suele ocurrir que apreciamos autores que se ignoran o se detestan mutuamente–, pero también es cierto que todos tenemos nuestros libros, nuestros autores, esos nombres propios que buscan o llaman a otros nuevos hasta formar constelaciones. Y que son esas constelaciones, esos dibujos astrales, los que nos orientan a la hora de optar por un camino u otro. Dicho de otro modo: son los libros los que nos eligen, los que deciden por nosotros y nos lanzan su reclamo desde la mesa de novedades o la página de un suplemento cultural. Y ello explica, por ejemplo, por qué, sin saber nada o casi nada de Dorothea Tanning, la pintora y poeta norteamericana, cedí sin pensarlo al impulso de comprar sus memorias, Between Lives. Bastó un leve vistazo, el examen curioso de algunas páginas –la sintaxis, el tono de voz, pero también la tipografía, la extensión de algunos párrafos–, para hacerme con el libro. De ahí pasé a sus poemas, a sus cuadros, y me sumergí durante semanas en el mundo artístico de la Francia de posguerra. Es un ejemplo. Me pasa igual con los libros de notas de Julien Gracq –que, a veces, lo diré, han podido irritarme por su evidente altivez o sus lítotes endemoniadas, pero que siempre contienen alguna perla, destellos inconstantes de su inteligencia.

Con todo, quizá lo mejor de la lectura es cuando el libro se apodera del día y las obligaciones cotidianas, digamos, quedan supeditadas a su atmósfera, el ritmo de sus frases o el parloteo de sus personajes. Todo –lo de dentro y lo de fuera, el verso suelto del pensamiento y la prosa de la rutina exterior– sucede en el espacio abierto por el libro. Es algo que hemos aprendido a evitar, hasta cierto punto, porque el grado de interferencia es tan alto que choca frontalmente con la exigencia de productividad del mundo. Así que la consignamos a los días de vacaciones o a los puentes festivos, como si fuera un adorno para ocasiones especiales. Algo inevitable, supongo, porque la mayor parte de la gente trabaja fuera de casa y no tiene tiempo para estas «delicadezas»; y porque ya muy pocos leen en el metro o en el autobús, por ejemplo, o pueden abstraerse y tomar distancia de su trabajo –que los agota y los aliena– en las páginas de un libro. Pero yo tengo la suerte –que no siempre es afortunada– de trabajar en casa, y más de una vez ha sucedido que, arrastrado por un libro, me descubro sentado en un sofá a media tarde, vagamente culpable, leyendo y subrayando y anotando frases en un cuaderno. Y esas lecturas son más intensas –también en el recuerdo– que ninguna otra. Son una supervivencia de los maratones lectores de nuestra juventud, de ese dominio tiránico que los libros ejercían sobre nosotros. Las recordamos muy bien, hasta con afecto, porque por un momento la vida se volvió otra cosa, una extensión maleable que se doblaba o curvaba al contacto de la imaginación ajena.

He escrito antes «vagamente culpable». Una tontería, o una muestra de debilidad por mi parte, como si tuviera que hacerme perdonar el haber protegido ese tiempo de lectura –ese espacio vital– de la agresión exterior. Pero esa es la escala de valores que va apoderándose del mundo y que, como se descuide uno, termina infiltrándose en la conciencia. El tiempo lineal de la eficacia, del trabajo productivo, no soporta ese otro tiempo curvado por la fuerza de gravedad del libro. No lo quiere incordiando por ahí, zumbando a su alrededor como las moscas «familiares» del poema de Machado.

Leer a sorbos, a trompicones, leer en los ratos libres, es algo que a nadie puede bastarle y que tarde o temprano terminamos pagando. El espíritu –a falta de una palabra mejor– necesita esas inmersiones periódicas, esas borracheras de tinta de las que salimos perplejos, mareados, como quien ve la luz del día después de pasar tiempo en una habitación a oscuras. O como quien salta a tierra después de navegar durante horas. El vaivén del agua en la sangre. El rumor de las palabras, como insectos en torno a un farol encendido. Y todo, en esa atmósfera abierta por el libro, se distorsiona ligeramente para cobrar su apariencia más veraz, más persuasiva.

domingo, noviembre 24, 2019

la lección


M. me cuenta pequeñas historias de crueldad de su infancia: niños que prendían fuego a hormigueros, un amigo de su padre empalando un grillo con un junco, la visión de un perro desnutrido en la trasera de su casa… Recuerdos de un pueblo del Maresme en los años setenta. Mi infancia fue enteramente urbana –a diferencia de muchos compañeros de clase, yo no tenía una «aldea» a la que ir en verano o los fines de semana– y mis primeras experiencias de crueldad con los animales son algo posteriores, de la primera adolescencia: pedradas certeras a las lagartijas que corrían por las tapias de los chalecitos de Viesques, excursiones a los descampados de La Camocha para fumar y tirar piedras –siempre las piedras– a los aguarones o ratas de agua que asomaban entre la maleza o en la base de las zanjas, cosas así… Pero hay un recuerdo anómalo, casi pueril, que no logro quitarme de la cabeza. El apartamento en el que vivíamos, un noveno piso, estaba pegado a un sector de la azotea que mi madre había convertido en jardín, y en aquel jardín, cada cierto tiempo, aparecían los caracoles. El voladizo de la azotea era un plano inclinado tapizado de azulejos diminutos –teselas blancas que pronto, con el viento y la humedad, empezarían a desprenderse, para desesperación de la compañía de seguros– y una tarde de verano mi padre, que esperaba visita, se puso a «jugar» con los caracoles: primero los colocaba por parejas en la pendiente, a media altura, y daba inicio a la carrera; luego, cuando el caracol ganador había avanzado los centímetros de rigor, lo levantaba de su sitio y lo ponía de nuevo en la línea de salida. Hizo esto cuatro o cinco veces. La lección de Sísifo en riguroso directo. Yo tenía once o doce años y no comprendía, la verdad, cómo mi padre, ese hombre tan serio y poco expresivo, parecía divertirse con aquel juego. Pero el caso es que sonreía, eso lo recuerdo bien. Y que alguna vez, cuando empujaba al caracol perdedor al vacío, soltó una risita nerviosa. La cosa debió de durar diez o quince minutos, no más –hasta que llegó la visita y mi padre entró en casa. Sería exagerado llamarlo crueldad, lo sé, pero tampoco se me ocurre otra palabra. Y sólo desde ella puedo explicarme la persistencia del recuerdo.

martes, noviembre 12, 2019

el resplandor


Subo con Layla al parquecillo del Templo de Debod. El día es hosco y frío, con ráfagas de un viento húmedo que se mete en la ropa y en la piel. La bobina del cielo se deslía y arrastra nubes inconstantes, que a veces se acumulan en forma de bolsa gris y proyectan una luz plateada que agrava aún más el frío. Las grandes piedras del monumento respiran con indiferencia. Paseo contraído, con las manos en los bolsillos, mientras la perra se dedica a perseguir a las palomas y a olisquear los arbustos. Las palomas echan a volar sin queja ni aspavientos, asumiendo el acoso perruno como parte del orden natural de las cosas. Se apartan y siguen con su paso tranquilo y su zureo.

Arriba, la claridad del cielo parpadea sobre las ramas oscilantes de los árboles y va alternando franjas de luz con otras de sombra. Es como si las destrenzara o les sacara brillo. Ventadas. Pienso en la palabra inglesa gust, que es justamente eso: racha, ráfaga (de viento). Una palabra glotal y oscura, que se forma casi en la nuez, y que más parece la exhalación de un fuelle gastado. Veo las ramas de los árboles, esas puntas que por momentos brillan cuando el sol se impone, nunca por mucho tiempo. Y tengo la impresión de que ahí, por alguna razón, ha asomado tímidamente la desnudez del mundo, su presencia, ese modo que tiene de hablarnos cuando se desprende de sus nombres. Ahí está, en el dorado de las piedras egipcias o en la humedad de la tierra negra o en lo más alto de esas ramas iluminadas. Como una cucaña por la que tendré que trepar y arrastrarme si quiero un poco de su resplandor.

sábado, noviembre 09, 2019

lengua del sueño


Semana de sueños vívidos, extravagantes. Incluido alguno de esos que tengo muy de vez en cuando y que he dado en llamar «sueños lingüísticos». En esta ocasión, estaba en Londres, en un pub enorme –recuerdo que se llamaba The Black Tavern, un local familiar, con muchos niños y zonas de juego–, y al bajar una escalera que sobrevolaba la barra me fijé en unos bocadillos rellenos, algo así como nuestros montaditos, que uno de los camareros iba cortando en dos mitades. Entonces un amigo me comentó que eran una especialidad cockney y que la gente los conocía como «samed equals»…

¿De dónde sacaría yo ese término, que (por cierto) me parecía perfectamente plausible en el sueño? ¿Y por qué en inglés? Para empezar, es un pleonasmo, como decir «los mismos iguales» en español. Solo que la imaginación toma el adjetivo «same» y lo convierte en participio: «samed», «mismado». Así que aquellas mitades de bocadillo no eran sólo iguales, sino que habían sido «mismadas», igualadas activamente. Como pulidas y cepilladas para ser copias perfectas de su otra mitad.

El recurso al inglés me intriga, pero no me extraña. O no demasiado. Al fin y al cabo, es uno de mis idiomas de trabajo, y mi trabajo tiene que ver con las palabras. Aun así, el detalle de que sea un término cockney me hace gracia. Nunca me interesó esa jerga y nunca me molesté en aprenderla. Veo que hasta en sueños hago trampa y busco disculpas para mi ignorancia.

jueves, octubre 31, 2019

octubre


Aquí mismo, en este cruce de caminos donde se juntan una calle cortada, los alrededores de las vías del tren, los retales desastrados de un parque urbano y la fachada de ladrillo de la vieja Escuela de Cerámica, suena de pronto una música de vientos y percusión, un tema de salsa cuyos compases se cuelan entre las verjas oxidadas y hacen ondular extrañamente la luz de finales de octubre. Son los albañiles que faenan en el solar de la esquina. Una pequeña cuadrilla –no serán más de tres o cuatro– ocupada en la reforma de lo que parece un vivero, un armazón de hierro acristalado del que solo distingo mesas con herramientas y montones de tierra incolora. La jornada ha concluido y andan recogiendo sin prisa, tomándose su tiempo, escuchando la música que sale a todo volumen de la radio y vuelve más meloso aún el aire de la tarde. Una coreografía tranquila, tan otoñal como el día.

La perra se ha puesto a hurgar en los matorrales, como si también ella quisiera hacer un alto antes de enfilar el camino a casa. Nadie nos espera. Ellos, en cambio, querrán volver al hogar, estar con los suyos, o eso quiero pensar. Van y vienen entre zanjas y pilas de ladrillos grises y cables enrollados y parece que todo fuera plegándose a su paso, sintiendo la sombra que llega. Pero la alegría de la música hace todo lo posible por desmentirlo.

domingo, octubre 20, 2019

sala 4


Por la puerta de la Sala 4 (Medicina Nuclear / P.E.T – T.A.C) entra y sale gente muy diversa: enfermeras, secretarias –no hay casi varones en estos negociados–, médicos, técnicos de laboratorio, celadores, pacientes en camilla o en silla de ruedas… Los que estamos en la sala de espera, aburridos de esperar, seguimos el ajetreo con más resignación que intriga. Es una resignación egoísta, sin duda. No queremos estar aquí. No queremos ser tantos. No queremos tener que esperar tanto a que nos llamen. Pero la resignación crea su propia burbuja solipsista. Hace años tendríamos la mirada perdida; ahora la hundimos en la pantalla del móvil.

Hoy la Sala 4 está de reformas: tres o cuatro albañiles y una pareja de pintores que van y vienen con botes de pintura y aparejos varios. El mayor de todos, que quizá sea el jefe, me llama la atención porque cada vez que sale o entra por la puerta dice algo. No logro entender lo que dice –es solo una frase, a veces muy breve–, pero que lo hace es indudable. Y también que solo habla cuando entra o sale por la puerta. No lo puede evitar. Es como si supiera por instinto que el trecho de pasillo entre la puerta y la sala de espera es un pequeño escenario. Y que su obligación, o una de ellas, es hablar al respetable, que somos nosotros. Lo hace con voz ronca, atropellada, y más bien para sus adentros, como si repasara verbalmente la faena o se diera instrucciones a sí mismo. Es un albañil con vocación de actor: basta que algunos lo miremos para que tome conciencia de su papel y lo interprete. Y no le falta tarea, desde luego: el trasiego es constante y sus frases se vuelven cada vez más cortantes, casi monosilábicas. Es el archialbañil, en fin, que finge trabajar incluso cuando trabaja. Pero lo hace de manera refleja, sin anunciarse ni darse aires. Ni siquiera se ha dado cuenta de que M. y yo lo miramos con curiosidad. Ahora, mientras escribo estas líneas, le sigo envidiando esa inconsciencia.

lunes, octubre 14, 2019

him


Lo llamaremos «el crítico», porque a eso, a criticar, ha dedicado su vida. Dice que es feliz leyendo, que nunca le faltará la alegría mientras haya libros por leer. Dice ir por la vida con paso risueño, como un personaje de dibujos animados. Ama, así nos lo asegura cada poco, su vida rutinaria y provinciana, de solterón satisfecho de sí mismo.

¿Por qué, entonces, todo lo entristece y lo hace pequeño, mezquino? No hay reseña en la que no ponga reparos; no hay párrafo en el que no ponga su dedo pueril sobre un fallo presunto o imaginado. Incluso en los libros que le gustan o excitan su entusiasmo –sobre todo en ellos, en realidad, y más si el autor es alguien cercano–, no pierde ocasión de señalar errores, miopías, limitaciones de este o aquel. Nada merece su aprobación si no lo mengua un pellizco y lo desluce con la sombra de su condescendencia.

Eso sí, no cabe enfadarse. Los que han visto sus libros así tratados saben que no importa, que todo es cosa de su exhibicionismo infantil, su impertinencia, como un niño repelente que no para de levantar la mano para llamar la atención de su maestro (quizá es que el maestro, puestos a seguir esa lógica, somos nosotros, que su miseria de espíritu necesita nuestra aprobación). Pero es todo un poco triste, un poco sucio, un síntoma de mezquindad que nos rebaja por asociación. Pobre libro, verse manoseado de este modo… Y la rueda gira y un buen día nos llega el turno: siempre habrá repuestos para el juego triste de este niño grande.

lunes, octubre 07, 2019

5 minutos


Ayer, en la Casa de Campo, septiembre mostraba su mejor rostro. Íbamos subiendo por la carretera de Garabitas, admirando el modo en que la dehesa cambia de aspecto conforme se eleva: primero, los grandes pinos tranquilos que miran al norte; luego, el valle de juguete de las madrigueras, donde los conejos se toman su tiempo entre tocones de encina y pequeños arbustos; más arriba, en las estribaciones del cerro, el encinar propiamente dicho, verde y tupido, salpicado también de negrillos, de robles, de castaños… Las tormentas recientes le han dado vida y color, limpiándolo a fondo hasta darle un aire heráldico, como de tapiz antiguo. El verde oscuro y coriáceo de las hojas contrastaba con el verdín de la hierba corta y el gris austero de los troncos. Holgura para caminar, para respirar… Ni siquiera el sol, todavía intenso a esas horas de la tarde, era capaz de agobiarnos.

En realidad, el sol era una compañía bienvenida. Lo supe más tarde, cuando la brisa fue acumulando nubes hacia el oeste y el sol se perdió en ellas como en una tela de araña. Había luz, sí, pero con la veladura de un eclipse, su pátina rapaz. El aire se volvió escaso, mezquino. Un aire –pensé con intriga– en el que no era difícil imaginar a las malas madres del cuadro de Giovanni Segantini, esas mujeres lánguidas que vi hace poco en el Belvedere de Viena y que parecen flotar o colgar como demonios de las ramas de un árbol pelado. El tapiz se había dado la vuelta y ahora mostraba un paisaje turbio, espectral. No fue más que un instante, pero me agarré a él. El sol volvió a salir de entre las nubes y su luz plana nos señaló el camino de vuelta. No le dije nada a M. No iba a inquietarla, y tampoco quería ponerme a describir el cuadro, ni el modo en que mi reencuentro con él despertó una memoria adolescente que creía enterrada…

No entiendo el sentido de estas alucinaciones, pero tampoco me resigno a descartarlas. Son la forma en que mi imaginación me dice que está ahí, que necesita cuidados. Basta con hacerles un hueco en este cuaderno y seguir camino, como ayer. Cinco minutos pueden dar para mucho cuando están llenos de atención, de ojos y palabras reverentes. Caminar, escribir, esa manera mudable en que los tiempos pierden su rigidez a cada paso, a cada línea. La percepción de que todo es a la vez cercano y remoto, inminente y ajeno. Salir a la calle para empezar a leerse. Volver a casa como quien cierra un libro.

miércoles, julio 10, 2019

el otro mundo


También para quienes vivimos en la ciudad, el verano es la estación de los insectos: dejamos la ventana abierta y tarde o temprano se nos cuelan moscas, mosquitos; las hormigas brotan como por ensalmo de la tierra de macetas y jardineras y la silueta de una araña aparece en el blanco esmaltado de la bañera; va uno por la calle de noche y las cucarachas infestan las aceras en las inmediaciones de fuentes y bocas de alcantarilla… Esta tarde, mientras el cielo se oscurecía con nubes de tormenta y agua pesada, arenosa, volví a ver las alúas u hormigas aladas que salen a fundar nuevos hormigueros: un recuerdo de la infancia que venía a mí intacto, sin mella ni alteración. Sentimos la presencia de una mosca en casa porque los gatos se encogen y erizan y quedan como suspensos, sin atreverse a dar el salto fatal; son la prueba viviente de que la duda o la vacilación constantes –ese mirar hipnotizado a lo alto que es incapaz de rematar la faena– nos convierten en estatuas de nosotros mismos.

En uno de esos sueltos llenos de sugerencia que cultiva últimamente, el ensayista Iain Bamforth cita a Elias Canetti para recordarnos que los insectos son los verdaderos «proscritos», los «únicos seres vivos que matamos sin vergüenza ni reparo». Y añade:

Son lo que el escritor Georges Bataille denominó l’informe, una categoría del ser que carece por completo de derechos. Matar insectos que nos molestan es un reflejo casi universal, salvo quizá entre los jainas y otros grupos religiosos de la India.

Creo que Bamforth exagera un poco. Es verdad que los insectos habitan otro mundo que apenas si somos capaces de imaginar. Y que, cuando lo hacemos, como en esas historias de terror o fantasía que pueblan nuestros sueños de serie B (la araña con la que lucha el «increíble hombre menguante», el hombre-mosca de Kurt Neumann y David Cronenberg en La mosca, el personaje de Ella-Laraña en El señor de los anillos, las hormigas gigantes de ¡Ellas!), ese mundo se vuelve monstruoso y repugnante—hasta el punto de que solemos concebir al alien, al ser de otro mundo, con morfología y costumbres de insecto, o al menos de insecto cruzado de reptil, criando huevos o almacenando larvas viscosas y amenazantes… Escribí una vez que «la naturaleza, por lo general, consigna lo horrible al reino de lo diminuto» y que «ha sido [quizá] tarea del hombre ampliar la escala de lo horrible para atender a sus propios miedos». A eso se refiere el propio Bamforth cuando recuerda que las especulaciones futuristas de Lem «rebosan de insectos, a menudo ominosos y repulsivos». Por no hablar de la dimensión supuestamente «robótica» de sus acciones: seres incontables, casi infinitos, que cumplen su función en el ciclo de la vida y hacen lo que deben o se espera de ellos de manera mecánica, sin emoción. (Por eso mismo he dejado de lado, en este recuento, las series o películas de dibujos animados –Antz, La abeja maya–, que tienen más que ver con el afán del adulto contemporáneo de crear un mundo de colores vivos y amables para sus hijos, una fantasía moralizante).

Cualquiera que haya visto a una mosca darse de bruces con el cristal de la ventana sabe que los insectos también pueden expresar miedo y desesperación, por ejemplo. En todo caso, es verdad que nos mantenemos a una distancia prudente de ellos: nos los tocamos, o casi, tendemos a evitar toda intimidad con ellas salvo, tal vez, en la infancia, que es cuando más cerca vivimos de la tierra. No obstante, antes que matar una mosca que ha entrado en casa, prefiero perder cinco minutos animándola a que salga por la ventana abierta. Las arañas en la bañera son más complicadas, pero he renunciado, por piedad, al viejo recurso de ahogarlas con el chorro de la ducha. Un hormiguero está para que lo dejen en paz, y siempre me indignó esa compulsión de ciertos niños crueles de hacerlo arder o humear con un cigarrillo.

(Hablamos de Occidente, claro. En nuestro mundo urbano y aséptico parece que hasta los insectos se hayan domesticado ligeramente, y nos horroriza leer historias de avispas asiáticas que colonizan una granja o son capaces de provocar la muerte con su aguijón. Y hemos dejado de asociar la picadura del mosquito con la transmisión de enfermedades, salvo en el caso de la leishmaniosis en perros).

Quizá porque los insectos son eso «informe» de Bataille, lo radicalmente extranjero según Bamforth, es la poesía la que nos ha permitido cantarlos, alabarlos o simplemente dialogar con ellos. Ahí está, por ejemplo, la célebre pulga de John Donne, que es «el lecho nupcial y el templo» donde se «mezclan las dos sangres» de los amantes. Donne se recrea en sus analogías y llega al extremo de reprochar a su amada que haya aplastado a la pulga con sus dedos: «Cruel y rápida, ¿acaso enrojeciste / tus uñas con la sangre de inocentes? / ¿De qué puede esta pulga ser culpable / excepto de la sangre que te extrajo?» (la traducción es de Carlos Pujol).

Más cerca en el tiempo, Antonio Machado supo ver en las moscas a «familiares inevitables, golosas», «amigas» que, sin laborar como abejas ni brillar como mariposas, son capaces de acompañarnos y, por tanto, de evocar con su sola presencia las vueltas y revueltas de la vida. El poema es, además, una canción que es un diálogo: vosotras, moscas vulgares, etc. El trabajo en las colmenas y la vida de las abejas fueron un motivo de fascinación para Sylvia Plath en el verano de 1962, poco antes de su muerte. Y, todavía entre nosotros, José Corredor-Matheos ha escrito versos inequívocos:

Cuando ves una hormiga
en el camino
procuras no pisarla.
Si acaso la mataras,
por descuido,
habría de menguar el universo…

El poeta es un espíritu franciscano que conoce las lecciones de Buda y percibe a cada paso, como en el poema de Guillén, la integridad del planeta. Yo mismo, con un ojo puesto en Donne, escribí hace quince años un poema en el que, saludando a un mosquito, me resignaba a ser despojado de esa ración de sangre –la dosis, más bien– que necesitaba para vivir: «Y volverás a alzarte por el aire / satisfecho y sin rumbo, algo borracho, / con un pico de sangre adormilada». Claro que una cosa es la idea y otra, muy distinta, el resultado final.        

Hay más ejemplos, y todos nos recuerdan que la poesía ha sido benigna y hasta atenta con estos «proscritos», como los llamó Canetti. Quizá –siguiendo al autor de La provincia del hombre y su idea de que la poesía es el «espacio de la metamorfosis» (ya la he citado en estas mismas páginas)– la razón estribe en que el poema nos permite convertir al insecto en otra cosa sin dejar de recoger o plasmar su presencia misma, su ajenidad. Nos permite darle una doble vida, por así decirlo. Y en esa segunda vida podemos deslizar algo de nosotros mismos sin los peligros a los que se exponía Jeff Goldblum en La mosca. La transferencia de ADN sólo tiene lugar en nuestra imaginación—que es, como casi siempre, la potencia que se rebela contra nuestros prejuicios o nuestras ideas preconcebidas. Esa idea, en este caso, no es sino la sospecha de Bamforth de que «nuestra decisión, hace mucho, de que los insectos resultaban incomprensibles [nos dio permiso] para dejar de pensar en ellos».

martes, junio 25, 2019

ensaya, que algo queda


Una de las frases que más repito en mis clases –en realidad un tic, un recurso instintivo del que echo mano cuando veo que los cerros de Úbeda no andan muy lejos– es «no sé si me estoy explicando». La frase, a estas alturas, ha quedado amortizada por la repetición y la sordera selectiva –o cómplice– de los alumnos. Ayer, cuando me tocó explicar la greguería y el poder de extrañamiento de la metáfora, volvió a asomar unas cuantas veces…

Supongo que la frase surgió porque no quería recurrir al más agresivo: «¿Me seguís? ¿Se me entiende?» (la responsabilidad de que la clase sea más o menos inteligible no puede quedar en manos de los alumnos, o no sólo). Pero la frase me gusta por su carácter tentativo, de prueba, que tanto me recuerda la actitud del ensayista, ese «¿funciona?, ¿vamos bien por aquí?» con que la escritura misma suele interrogarse a cada vuelta del camino. Ese darse la vuelta o replegar las velas cuando la cosa no marcha y hay que probar otra ruta, otro ángulo de ataque, otro correlato.

No sé si me estoy explicando, es decir, no sé si he desplegado mi manto de abalorios como es debido, de modo que se vea bien de dónde vengo, qué mercancías traigo, qué forma de intercambio puede tener lugar entre nosotros. Quizá incluso deba empezar de nuevo. Y esa, se me ocurre, podría ser una buena definición del ensayo como género: que nos obliga a recomenzar una y otra vez, todo el tiempo, pues sabe muy bien que sólo por tanteo, por aproximación, podemos aspirar a explicarnos.

martes, junio 11, 2019

vigilia

 
Empiezan a reiterarse las noches de insomnio ocasional, en especial a esas horas que la jerga militar define como «tercera imaginaria»: se desvela a las tres o cuatro de la madrugada, al principio de forma muy tenue, como si fuera un sueño –un sueño barroco en el que se despierta, a veces sin remedio–, y luego con una impresión creciente de irrealidad, un mirarse perplejo desde la cama que oscila entre la intriga y la indiferencia, como si su vida pendiera de un hilo que él mismo podría romper fácilmente, o que no le importara ver roto.

Es una rara sensación de desapego; no hay angustia, o es una angustia manejable, que mantiene a distancia como en una redoma. Advierte esa fragilidad, ese hilo que podría ceder en cualquier momento, pero no le inquieta. Es como si el cuerpo se hubiera desprendido de sí mismo y se embarcara en un ejercicio de ingravidez, una liviandad que comprende también el sentir, el pensar. Entonces, como en aquel breve poema de Valente, se siente «muy próximo a la muerte». Son cinco minutos, quizá, pero tan intensos que su recuerdo le vuelve horas después, al despertarse.

A veces vuelve al sueño, un poco a trompicones y sin la sensación de estar durmiendo realmente. Otras, se despabila del todo. El hilo se rompe, pero sigue con vida y con ella comparece la angustia, ahora sí de cara, sin disimulo. Ya no hay desapego ni curiosidad, sólo un malestar nervioso que busca el alivio de un breve paseo, la visita al baño, un vaso de agua en la cocina. Pero ese hilo existió, y fue su existencia lo que le permitió desdoblarse y considerar (¿imaginar, tal vez?) sin aprensión su propia muerte. Que no es tanto un término cuanto una deriva, algo que se apaga. Un soplo y ya. Algo tan natural, o tan sencillo, como salir de la habitación.

martes, abril 09, 2019

yo es otro





Poesía, desde siempre, es lo que hacían otros (lo propio no tenía interés ni misterio, no desprendía el aura que aprendí a vincular, muy pronto, con los libros ajenos). Y eso que ellos hacían me pedía, me reclamaba incluso, que diera un paso al frente: entrar en ellos, habitarlos, o bien traducirlos si se daba el caso. El poema era eso, lo que accedía a ser habitado, y no tanto –no siempre– ese «coser y descoser en vano» (la expresión es de Yeats) que implicaba escribir y que me sumergía en un mar de dudas y recelos, de tanteos sin rumbo. Después de todo, una cosa es creer en la arquitectura del idioma y otra muy diferente dejarse intimidar por los andamios.

Un día lo entendí: la solución pasaba por convertirse en otro, es decir, inventarse el poeta a quien uno pudiera traducir sin vergüenza, o con las mismas ganas que los demás poetas, los de verdad, seguían despertando cada vez que volvía a ellos. Decir «los de verdad» implica, desde luego, que la verdad se inventa –la verdad literaria, claro está, torciendo un poco para mis fines la idea de Machado–, pero también que nadie es del todo real hasta que no decide ser alguien, otro, el mismo y distinto, conforme las palabras asoman a la página.

Dicho de otra manera: igual que hacíamos en la escuela, escribimos al dictado, transcribimos, pero antes debemos inventarnos al escritor que lleve nuestro nombre, crear la figura que recorre el pasillo y dice las palabras que nosotros recogemos en la libreta. Algo así. Solo entonces se empieza a entender lo que decía Eliot: «la poesía […] no es la expresión de la personalidad, sino una huida de la personalidad». Una liberación.

jueves, enero 31, 2019

oblicuidades





Mi infancia, entre otras cosas, es un recuerdo de viajes interminables en el coche familiar: de Gijón a Barcelona en verano; de Gijón a Le Havre, en la costa francesa de Normandía, en Navidad. La visita a los parientes catalanes, en concreto, suponía un periplo de dos días por carreteras endemoniadas –las autovías seguían siendo cosa de un futuro improbable– y un estado de aburrimiento que la visión de la España mesetaria bajo el sol de agosto volvía letárgico.

Entre los juegos privados que inventé para entretenerme –debía tener cinco o seis años– estaba el que yo, secretamente, llamaba «el de las matrículas»: consistía en relacionar entre sí las cuatro cifras de las matrículas de los vehículos que se cruzaban en nuestro camino, bien agrupándolas en una serie coherente, bien dividiéndolas en dos grupos que a su vez guardaban algún tipo de lógica interna entre sí. La relación debía establecerse mediantes operaciones aritméticas más o menos simples: era esencial no complicar el proceso, establecer ese vínculo de la manera más rápida y sencilla. Aunque también se valoraba –quiero decir: lo valoraba yo, que era juez, practicante y espectador único de este juego privado– cierta fantasía, la capacidad para llegar a esa relación por caminos extraños, el rodeo sorprendente. El juego se complicó más tarde cuando incorporé las letras de la matrícula–que entonces eran tres–, sustituyéndolas por la posición que ocupaban en el alfabeto, pero las operaciones, las etapas del proceso, no cambiaron sustancialmente.

La cuestión, en fin, era dotar de orden a aquella serie arbitraria de números, entrelazarlos en un patrón que no dejara ninguno fuera y tuviera coherencia interna. No me cabe duda de que aquel juego encarnaba una forma básica o arcaica de pensamiento algebraico –y el álgebra fue siempre mi rama preferida de las matemáticas–, pero ahora veo en él, también, una prefiguración de la poesía, el germen de esa necesidad compulsiva de acotar –palabra mediante– espacios de sentido, celdas verbales capaces de mitigar y esclarecer el barullo de fuera. Entre aquel juego infantil y mi descubrimiento de la poesía median, tal vez, quince años, pero el principio es el mismo: se trata de lidiar con lo dado, lo mostrenco, ordenar las cartas que nos han tocado en suerte y buscar una mano ganadora. Y aquí el verbo «ganar» no significa competición ni victoria sobre otros (ya lo dijo Eliot en «East Coker»: «Pero no hay competencia, / sí una lucha por recobrar lo perdido / y encontrado y perdido tantas veces: y, ahora, en condiciones / que parecen adversas»), sino incremento puro, el esfuerzo («lo demás no debe incumbirnos») por ampliar los cauces de nuestra vida, de vivir más y con más intensidad.

De ahí que la noción popular de la poesía como un arte escapista siempre me haya resultado extraña, aunque entienda su origen. Al fin y al cabo, el juego de las «matrículas» podría muy bien entenderse como una reacción de repliegue ante la incomodidad del viaje: el niño se mete en su concha de caracol y allí sortea o combate el aburrimiento barajando números. Pero no es sólo cuestión de números: el niño que memoriza matrículas está volcado en un acto de atención por el que recibe, a la vez, datos del exterior, impresiones sensoriales, señales de un mundo que no termina de mostrarse. Esta percepción sucede en los márgenes de su concentración; es, digamos, tangencial. Pero la información se deposita en su memoria sin esfuerzo y echa raíces para el futuro. El niño no sortea o se evade del mundo: simplemente, llega a él de manera oblicua, busca un lugar desde el que acecharlo y leer su secreto. Literalmente: uno de los poemas de Gran angular que más prefiero, «Desierto de los Monegros», es una reelaboración ficticia –algo así como un fragmento de road-movie– de mi experiencia infantil de esa comarca. Ya podía estar el niño jugando a lo que fuera, pensando en musarañas de sus propiedad, que los sentidos iban a lo suyo, recogiendo muestras del mundo y guardándolos en los depósitos del inconsciente, haciendo inventario.

Así también la escritura: ningún poema mira de frente al mundo; ninguna palabra puede abarcar la totalidad. Uno se instala en los márgenes y trabaja desde ahí, moviéndose lentamente, volcando su atención en un fragmento y dejando que el acto mismo de atención sea el imán que haga llegar el resto, que lo convoque. Y, con el tiempo, uno aprende a buscar en ese fragmento la ley que rige tras las apariencias. O mejor dicho: un orden posible, el que más conviene a nuestra subjetividad, el que explica la atracción misma que ese fragmento ejerce en nosotros.