martes, marzo 31, 2020

cuaderno del encierro / 14

martes, 30 de marzo

Algunas de las cosas que haré cuando acabe la cuarentena (no necesariamente en este orden):

Ir al peluquero.

Frecuentar al sauce del Parque del Oeste en cuyo tronco, hace dos veranos, vi ascender en forma de anillos los reflejos del sol en el arroyo.

Pedir una copa de vino blanco bien frío en una terraza de las Vistillas.

Bajar a Gijón y abrazar a mi madre y ver el mar.

Dar mis clases en el Hotel Kafka y dejarme invitar por mis queridos Olga Muñoz y Juan Hermoso, que solo comparten lo mejor.

Bajar a Cádiz y visitar la Torre Tavira y ver el mar.

Saludar a la estatua del poeta Carlos Edmundo de Ory.

Saludar a las encinas y los algarrobos de la Casa de Campo.

Comprar libros. Muchos.

Descansar.

Bajar al puente del monumento a Goya y ver pasar los trenes de cercanías que van al norte atestados de viajeros.

Abrir la botella de Glenfiddich Select Cask que compré hace dos meses en el aeropuerto de Heathrow.

Darme de baja del servicio de notificaciones de Idealista.

Enmarcar una pequeña postal pintada que me envió Melquiades Álvarez la pasada primavera y que ahora preside mi escritorio.

No quejarme cuando la afluencia de gente en la oficina de correos de Martín de los Heros sea excesiva.

Echar de menos el círculo perfecto de setas que vi una mañana fresca de julio mientras volvía con Layla del Puente de los Franceses.

Visitar a Alexandra Domínguez y Juan Carlos Mestre para estudiar con ellos los ritmos sibilinos y los arcanos léxicos de Saint-John Perse.

Seguir mirando a los gatos del patio interior.

Pasar una tarde charlando con mi amigo Luis Burgos en su galería.

Dar mi taller de lectura en la librería Alberti y tomar el camino más largo para volver a casa.

Corregir mi afición al cine catastrofista.

Seguir jugando al Scrabble, manque pierda.

Seguir mirando con recelo a la policía.

Abrir, por fin, los Cuadernos de Emil Cioran.

Como el Miguelito de Mafalda, darme el gusto de quedarme un día en casa porque yo quiero, no porque me obliguen.

Volver sobre esta lista y darle al menos dos vueltas por semana.



De camino al supermercado de la calle Quintana (unos setecientos metros), he visto: tres ambulancias del SAMUR, una ambulancia privada, tres patrullas de la policía municipal (dos de ellas apostadas a la salida del pequeño túnel que va de Bailén a Irún), dos coches de la policía nacional y un furgón con todas las luces encendidas. También a dos muchachas gitanas vadeando el parque entre risas, ajenas a todo (para ellas no hay confinamiento que valga). La estridencia de sus voces. Su ropa de punto, sucia y multicolor. Y me ha parecido que hasta la lluvia –fría, desapacible– les daba un respiro y se negaba a mojarlas.

lunes, marzo 30, 2020

cuaderno del encierro / 13

lunes, 30 de marzo

Cambio de hora. Ayer fue la primera sesión de aplausos a cara descubierta, sin la penumbra que oscurecía ventanas y balcones. La luz de las lámparas no creaba claroscuros ni distorsiones. Estuvo bien eso de vernos los unos a los otros, aunque fuera en la distancia. Sin controles ni revistas militares. Solo la alegría de aplaudir y saludarnos mutuamente. Y esta vez, por suerte, sin música radiada.


La vigilancia sube un grado: ahora la policía que patrulla el parque va de incógnito. Me lo dijo Marta esta mañana, en el desayuno, y confieso que no la creí: «Ya está la gente con sus rumores –dije–. Ni que fuéramos delincuentes…». Qué ingenuidad la mía. Media hora más tarde estaba en el parque con Layla, abrigado hasta el cuello y haciendo mi ronda habitual (un circuito de veinte minutos a paso vivo), cuando un coche oscuro, de alta gama, se paró a mi altura. Pensé que era un conductor de Cabify que estaba perdido, así que yo también me detuve. Pero no era ningún taxista, sino un policía de paisano que en rápida sucesión me preguntó que adónde iba, dónde vivía y qué hacía en aquella parte del parque… a cien metros de mi casa. Casi no tuve tiempo de pedirle que se identificara. Sacó la placa de mala gana, me amenazó con la multa de rigor y me mandó de vuelta a mi cubil. Todo en medio minuto y sin contemplaciones (es lo que tiene la práctica). Quise pensar que era un joven con ínfulas que aprovechaba el camino a la comisaría para predicar su evangelio, pero no: era demasiado coche para él, y esa calle en particular no coge de paso ni lleva a ningún sitio. Así que van a ser ciertos los rumores. Policías de paisano. Qué honor. Ni siquiera los muchachos que se han pasado el invierno trapicheando delante de nuestra ventana han despertado tanto interés.


«Paralizada toda la actividad no esencial», decía ayer el titular de El País con una foto velada de la Gran Vía que parecía un cuadro de Antonio López. Presuntamente, la que quedó paralizada con la declaración del estado de alarma hace dos semanas era todavía menos esencial, como la capa de espuma que decora el café. Y pienso, no por primera vez, en la naturaleza de mi trabajo, del trabajo que desempeñan muchos de mis colegas que siguen editando, ilustrando, maquetando, traduciendo… Aquí no se ha parado nada: sigo con mi traducción de Plath, con la entrevista a Ana Blandiana que me encargó Turia, con la revisión textual de los libros de Vallejo y Saint-John Perse para Galaxia Gutenberg (que a saber cuándo saldrán). Por no hablar de estas notas, que nadie me ha pedido, pero que han ido cobrando vida propia y tienen ya su espacio-tiempo particular en mi rutina. Nuestra labor, lo sabemos muy bien, no es esencial: no cuida al enfermo ni repone los supermercados ni surte de electricidad los hogares. Está fuera de los circuitos de la necesidad inmediata y el gran mundo puede pasarse muy bien sin ella, al menos por un tiempo. Pero tampoco, por lo visto, es no esencial, o no al modo que estipula el BOE. Así vivimos, sustraídos al control de las máquinas de fichar y los horarios programados. Es todo lateral y furtivo, como si este cristal que me separa del frío fuera la ventanilla de un tren que se desplaza a su ritmo, en su propio vial, y que está exento de respetar (durante la travesía, al menos) las señales y semáforos de las demás vías. Así pagamos –se dice– tener una vocación, hacer lo que nos gusta. Veremos qué pasa al llegar a destino. De momento, ni esenciales ni no esenciales sino todo lo contrario. En otro lugar, siempre.

domingo, marzo 29, 2020

cuaderno del encierro / 12

domingo, 29 de marzo

El escritor Ernesto Hernández Busto se hace eco –es un comentario de Facebook– «de la abundancia de los pájaros, fuera y dentro de tus diarios» y me recuerda un hermoso verso de Emily Dickinson: «‘Hope’ is the thing with feathers». Literalmente, «‘Esperanza’ es la cosa con plumas», aunque una traducción mejor o más musical sería tal vez: «‘Esperanza’ es aquello que tiene plumas». Así empieza el poema 314 según la edición de R. W. Franklin (la más reciente). Lo releo como si hablara con un viejo amigo. Y me veo traduciéndolo casi sin darme cuenta. Es una versión utilitaria, para salir del paso, pero me basta:

«Esperanza» es aquello que tiene plumas –
Y se posa en el alma –
Que entona una canción sin las palabras –
Y no cesa – jamás –

Y más dulce – en el Temporal – se oye –
Que amarga fuera la tormenta –
Capaz de acobardar al Pajarillo
Que a tantos dio calor –

Lo he oído en la tierra más glacial –
Y el más ignoto Mar –
Sin embargo – jamás – en ningún Trance
Una miga siquiera – me pidió.

«Amarga» es la tormenta, en efecto. Pero el quid del poema está en el verso final, en esa «esperanza» en forma de «Pajarillo» («little Bird») que no pide nada, que no exige alimento, que solo necesita cantar y ser oído, pues «no cesa – jamás». Tampoco es mala cosa buscar ayuda en la poesía de Emily Dickinson, que algo sabía de encierros y confinamientos. Y tengo la sensación de que estos versos se han deslizado hasta mi mesa como aquellas labores de punto que ella dejaba a la puerta de su dormitorio, en el descansillo, para que su familia o sus vecinos las recogieran.


A cada semana sus renuncias. Al principio eran los bulos, los memes idiotas, los mensajes de voz de WhatsApp que no hacían sino transmitir inquietud y tontería. Ahora son las noticias mismas, o mejor dicho su exceso, porque ni siquiera los medios «serios» son capaces de ponerse de acuerdo y enlazan artículos y reportajes y columnas de opinión en una carrera constante –y apabullante– por estar a la última. El hecho de que la pandemia se halle en etapas distintas en los países de nuestro entorno hace que las novedades se solapen o que veamos repetido en otro país lo que ya hemos vivido en el nuestro. Y sucede que el virus lo ocupa todo. Como la actividad social ha quedado reducida a su mínima expresión y la vida que llevamos en nuestros hogares carece de interés o picos de conflicto, solo se habla del virus; solo se puede hablar de él, porque hasta sus efectos –ya sean remotos o inmediatos– llevan su apellido. Solo él tiene derecho a ocurrir. Voy leyendo y tratando de concertar lo que dicen unos y otros y rara vez lo consigo: lo único seguro, al parecer, es que la «distancia social» y el confinamiento son la mejor manera de derrotar al virus, pero tampoco hay consenso sobre el grado de encierro ideal. Por no hablar de las voces, en la prensa angloamericana (siempre tan economicista, tan obscenamente pragmática), que sopesan los pros y los contras de la paralización laboral. La suma de este exceso de datos y palabras me sume en el desconcierto. Peor, en el agobio. Así que he decidido medirme y racionar la lectura on-line, el visionado de los telediarios, esa compulsión que me llevaba de un lado a otro con el hocico en la pantalla. He recuperado el placer y la calma –la cordura– de la lectura en papel: a diferencia de su versión digital, el diario impreso sigue un orden, está paginado, estructurado, es un corte en el tiempo que se mantiene estable durante veinticuatro horas. Y deja claro que en estas circunstancias la exigencia de las cabeceras de actualizarse cada poco es, o puede ser, contraproducente: obra en oposición misma a la necesidad de información, de chismorreo útil, que nos permite actuar o tomar un rumbo deseable. Aunque, bien pensado, tampoco es que tengamos mucha libertad de acción. Solo se nos pide obedecer.

sábado, marzo 28, 2020

cuaderno del encierro / 11

sábado, 28 de marzo

Los vecinos del tercero B pisan con garbo, pisan con fuerza. Bajan las persianas de un tirón y cierran las puertas sin freno, acostarse para ellos es un largo y dilatado proceso en el que todo es sometido a revisión y no queda un ruido por hacer: voces, el runrún de un electrodoméstico que no logro identificar, una puerta corredera, pasos como de fiera enjaulada, el chorro generoso de algún grifo. Parece improbable que hayan adquirido esta destreza en apenas dos semanas de encierro, por lo que debo concluir que ya actuaban así antes y que soy yo, somos nosotros, los que hemos desarrollado una sensibilidad especial hacia su mundo, algo así como un oído vulcaniano capaz de sintonizar cualquier frecuencia de onda. Gracias al silencio, la casa ha recuperado su condición de cosa viva. Gracias al confinamiento, techos, paredes, caños y bajantes son ahora el tejido orgánico del animal que nos guarda, como la ballena de Jonás. Solo que la ballena es también un gran barco de madera que no para de crujir y acomodarse. Tumbado en la cama, escucho el ruido del agua en las tuberías y hasta creo adivinar el eco de una cisterna dos pisos más arriba. El libro abierto me pesa en el pecho, pero espero a que los sentidos regresen de sus inspecciones nocturnas para dejarlo en el suelo y apagar la luz. Cor meum vigilat.


El parlamento de las aves está en su apogeo. La sesión de hoy fue particularmente variada y musical, con abundancia de mirlos, jilgueros y gorriones, quizá también alguna tórtola. No tengo el ojo bien entrenado y me cuesta verlas entre las ramas más espesas (ayer Paula grabó a un pájaro carpintero «atacando» un tronco desde varios frentes: no es una visión habitual, al menos en este parque, y de hecho no aparece entre los pájaros listados por las guías, aunque su picoteo me es familiar de mis visitas a la Casa de Campo). Las únicas excepciones son las cotorras, tan ruidosas y pendencieras como siempre. Tan fuera de lugar, en realidad. Esta mañana dos ejemplares saltaron bruscamente de una rama sin dejar de chillar y picotearse entre ellos. De la trifulca salió asustada una paloma que andaba por ahí y no las vio venir. Y eso que es difícil no verlas… ni oírlas, como a mis vecinos del tercero B. Así lo contaba el poeta José Luis Zerón en un mensaje de hace días: «Vivo muy cerca de los últimos reductos de la huerta de Orihuela, y con el trasiego cotidiano apenas distinguía el canto del mirlo y por las noches el del alcaraván. Ahora oigo con nitidez el canto de la calandria, del verdecillo, del jilguero, del verderón y del petirrojo, más el grito brujil de las garzas». Me encantó la enumeración de José Luis, su gusto visible por unos nombres casi tan sonoros como las aves que designan. Sí, este silencio nos ha devuelto el canto de los pájaros. Y pienso –pero no sé si es pronto para decirlo– que ojalá nos devolviera también el sonido entero de algunas palabras, su sentido, las ganas y el placer y hasta el asombro de decirlas.


«A Madrid en Madrid buscas, ¡oh confinado!, / y en la misma Madrid a Madrid no la hallas…». Se puede decir así, a la manera de Quevedo y Du Bellay (y convirtiendo los endecasílabos originales en alejandrinos algo forzados), o como ha hecho Paula este mediodía al salir al balcón y ver la calle desierta: Echo de menos Madrid


Me instalo en la mesa del comedor y empiezo a escribir y responder mensajes de correo electrónico mientras vigilo el horno. Me gusta esta convivencia de escritura y cocina, este levantarme cada poco para ver cómo va el asado y comprobar que no se seca. Aprovecho cada interrupción para pensar de nuevo una palabra, el ritmo de una frase, un giro verbal. Mi forma de cuidar la carne es acercarme al horno, abrir la puerta y verter medio vaso de vino blanco. Mi forma de cuidar la escritura es salirme de ella y pensarla desde lejos. Mientras tanto, el comedor se va llenando de olores: limón, vino, aceite, romero y tomillo, la piel que se dora sin prisa y el jugo que se escurre en la fuente. Todo es cuestión de no despistarse y medir los tiempos. Así también estos días.

jueves, marzo 26, 2020

cuaderno del encierro / 10

jueves, 26 de marzo

La luz de buena mañana en las copas de los pinos. Estos cielos azules y la taza de café en la mano, su calor seguro. Luego los titulares en el móvil, los gráficos, los análisis de última hora. No es solo la impotencia o la sensación creciente de alarma. Es la contradicción entre mundos que comparten costuras, que no paran de tocarse. El disfraz precario pero forzoso de la normalidad. La pura irrealidad de lo real.


Me dice un amigo que ayer me puse estupendo al hablar del libro de Salinas. Puede ser. También (para compensar, supongo) que le gustan estas notas, pero que las ve demasiado cercanas a mis poemas, donde no suele aparecer mucha gente y la vida cotidiana queda reducida a los paseos más o menos melancólicos de un flâneur: «Ahora la atmósfera de la calle se parece a la de tus libros». No sé si en todo esto hay un reproche escondido. Me remuerde no estar hablando de lo que pasa en urgencias o en esa morgue terrible que han improvisado en el Palacio de Hielo, pero no soy periodista y no creo poder añadir nada a lo que nos dice a todas horas la televisión. Prefiero hablar de este rincón del mundo, que no será muy distinto del de quienes me leen. Lo cierto es que las jornadas se encadenan sin solución de continuidad, hasta el punto de que Marta acaba de preguntarme qué día es hoy. Y entonces recuerdo (brisa triste por los olivos) estos viejos versos de Gonzalo Rojas: «¿Y a eso llaman constelación / de vivir?, ¿a esa ciencia / del desperdicio?, ¿a ese escurrimiento / de un viernes a las 3 a otro viernes?».


En relación con esa piedra de la que hablaba hace dos días, estas palabras de Rafael Behr, columnista político de The Guardian: «La democracia ha sido puesta en confinamiento, algo necesario para prevenir la transmisión del virus. Sabemos que el encierro puede salvar vidas. No sabemos aún qué músculos de la sociedad civil se atrofiarán por falta de ejercicio». Son palabras que deben ponerse en el contexto de la política británica, cuyas garantías constitucionales son más vagas o difusas que las nuestras; más dependientes, en cualquier caso, del temple de sus gobernantes. Pero es esa «atrofia de la sociedad civil» lo que me preocupa y me hace dudar (insisto) de las bondades solidarias de nuestro encierro. Veremos.


Así está el patio, literalmente. Esta mañana lo único reseñable es un vecino –rollizo, calvo, en la treintena– que ha salido al balcón mientras se lavaba los dientes. Por lo demás, ropa tendida y un silencio espeso, municipal. Andamos todos tan enfrascados en nuestro mundo que hasta las palomas se han ido con la música a otra parte.


Siguen llegando notificaciones de Idealista. Persiste mi perplejidad. Y empiezo a pensar si estos anuncios no serán una ficción destinada a tranquilizarnos. ¿Quién podría comprobarlo? Todo sigue igual, como en la canción. Cuando esto pase, no te olvides de nosotros. Cuando esto pase, busca otras cuatro paredes donde perderte. Cuando todo pase.

miércoles, marzo 25, 2020

cuaderno del encierro / 9

miércoles, 25 de marzo

La pequeña familia de gatos que vive al otro lado del patio ha empezado a tomar el sol y desperezarse en el tejado de uralita del garaje. Los llamo «familia», pero son más bien una banda callejera, todos distintos y sin mucha relación entre sí. Por lo que puedo ver desde el estudio, conviven sin tocarse ni establecer alianzas. Asumo que tienen comida de sobra o que al menos la consiguen sin esfuerzo. El tejado, a dos aguas, es grande y con una pendiente muy suave, ideal para recostarse y mirar el vuelo de los pájaros. Supongo que será una contemplación puramente estética, porque esos pájaros –urracas, palomas, ya no hay gorriones– están demasiado lejos de su alcance. Creo que fue Sánchez Rosillo quien escribió una vez que «mirar es poseer». Es muy posible. Pero a condición, como saben bien estos gatos callejeros (un saludo, Thomas O’Malley del Arrabal), de tener las necesidades cubiertas.


Llevo unos días leyendo Cuando editar era una fiesta, la «correspondencia privada» de Jaime Salinas que acaba de editar Tusquets. El volumen es un rompecabezas, un collage de textos de diversa procedencia en el que destacan las cartas que escribió durante medio siglo a su pareja, el escritor islandés Gudbergur Bergsson, a quien conoció en Barcelona en la década de 1950. La labor de montaje corre a cargo de Enric Bou, que ha resuelto con nota un empeño difícil: contar las diversas vetas o hilos temporales de la vida de Salinas desde su llegada a España y su ingreso en la editorial Seix-Barral. Contarlas, digo, con claridad, deslindando intereses y frentes de acción sin desvirtuar la riqueza de una vida que parece haberse volcado sobre todo en los demás, en lo de fuera: su trabajo editorial, las relaciones con escritores amigos de Madrid y Barcelona, el deber de la gestión política… Al poco de empezar la lectura, subrayé una frase de Salinas a la que sigo dando vueltas: «Pienso con frecuencia que eso del tiempo, del tiempo que le pasa a uno, es algo así como lo que sentía durante la guerra, cuando estaba en el frente y había más o menos peligro; entonces tenía una especie de seguridad infundada, casi fanática de que no me pasaría nada. Para sentir el verdadero peligro, casi tenía que hacer un esfuerzo de imaginación, de cálculos complejos». Me doy cuenta de que la cita, con su referencia a la guerra, puede llamar a engaño (la metáfora bélica de la «lucha contra el virus» solo me parece justificable en el caso de los hospitales, las urgencias sobresaturadas, la morgue en el Palacio de Hielo, los controles policiales, etc., no en el de nuestro encierro, el de los ciudadanos de a pie, tan pasivo como mundano, tan rápidamente normalizado), pero creo que lo que me llamó la atención de la frase fue esa conciencia de Salinas de que la vida, para ser real, para que nos parezca real, tiene que estar filtrada o reelaborada por la imaginación. No basta con vivir; hay que hacerse cargo de este vivir nuestro con un esfuerzo imaginativo, esos «cálculos complejos» de los que habla Salinas, lo que implica también un ejercicio de empatía con el vivir –el hacer y el padecer– de los otros. Esto es fácil decirlo, claro. Las recetas conceptuales tienen ese problema. En mi caso, no basta con mirar, debo llevar esa mirada hacia dentro, entrañarla; y no basta con pensar, debo llevar ese pensamiento hacia fuera, extrañarlo y hacer que se roce –se manche– con el pensar de los demás. Me gustaría pensar que ese movimiento contrapuesto, como de ruedas que se engranan, abre un espacio en el que no hay cabida para el narcisismo, la necedad del postureo, las expectativas falsas o exageradas. Pero quién sabe. Siempre queda el miedo de estar haciendo un «papelón», como diría Mafalda. De momento, y hasta nueva orden, mi quitamiedos más efectivo es seguir leyendo.


Siguen las sorpresas. Ahora resulta que los gamberros que se dedicaron a patrullar las calles de Tacoronte, en Tenerife, insultando a los vecinos con un altavoz y echándose unas risas a costa de su encierro, eran «jóvenes de 22 a 37 años». Atención, reporteros de La Sexta: parece que alguien en las islas ha dado con el elixir de la eterna juventud.

martes, marzo 24, 2020

cuaderno del encierro / 8

martes, 24 de marzo

El sol del mediodía –un sol limpio, como de entre tormentas– calienta el gran caldero del patio. Se ve ropa puesta a secar en las traseras de los edificios y gente –poca– faenando en algunos balcones. Otros simplemente salen a tomar el aire o fumarse un pitillo. La luz da de lleno en la ventana y me deslumbra. He tenido que bajar el estor. En la calle hace fresco, pero aquí noto cómo el estudio se caldea en cuestión de minutos. Me dan ganas de saludar al sol, como en el poema de Frank O’Hara, pero aún no tengo la confianza necesaria. Prefiero celebrarlo con palabras.


Me cuenta José Luis en su mensaje de ayer que raro es el día que no le cuesta dormir y que sus sueños «son, como poco, extraños». La frase me ha hecho gracia porque esa es justamente mi vivencia: sueños veloces, turbulentos, con ráfagas ocasionales de violencia que arruinan el aire felliniano del asunto. Por suerte, el malestar no dura mucho. Las mañanas están llenas de obligaciones y me olvido pronto de mis fantasmas nocturnos, esa baba de irrealidad que filtra o depura las preocupaciones cotidianas. Tampoco estaría mal tener los sueños glamurosos de mi hija. Me dice que ayer se encontró con Leonard Cohen, nada menos, y que se pusieron a charlar. Solo que la conversación era la letra de «The Stranger Song»: «It’s true that all the men you knew were dealers / who said they were through with dealing». Es uno de los textos más ominosos de Cohen, y no deja de ser curioso que la lógica del sueño lo reescriba a dos voces. Cada cual procesa su inquietud como puede. Pasamos los días entre cuatro paredes, pero nadie dijo nada de las noches. La «extrañeza» de estos días es como el agua: siempre encuentra el modo de filtrarse y seguir camino.


Tropiezo una y otra vez en la paradoja inicial, esa piedra testaruda que no logro sacar de mi vista, y es que nuestro acto mayor de solidaridad consista en aislarnos mutuamente, mantener la distancia, quedarnos encerrados en nuestro cubil. No hay más remedio, en efecto, y así lo dictan los expertos y el sentido común, así lo hemos acordado y aceptado todos, pero fundar la solidaridad en aquello mismo que la adormece en circunstancias normales –recelo, temor, prohibición del tacto y repliegue en el espacio doméstico, haciendo bueno aquel viejo lema inglés de «mi casa es mi castillo»– no parece el mejor augurio para el futuro. Me consuela pensar que si algo escapa a las leyes de la lógica son las relaciones humanas, la vida social, así que pongo toda mi esperanza en equivocarme.


Iba a escribir que las mujeres que sacan a sus perros suelen ser más amables que sus colegas masculinos, siempre tan secos y huraños, pero el paseo de esta mañana me ha hecho dudar. Me he cruzado con tres y ninguna me ha devuelto el saludo: una iba con el rostro contraído y los ojos puestos en el suelo; otra hablaba por el móvil y se ha ido a la acera contraria al segundo de verme; y la tercera tiraba con agobio de su perro y del carrito del bebé y ni caso. Así que nada de conclusiones antes de tiempo. El estudio de campo se prorroga.

domingo, marzo 22, 2020

cuaderno del encierro / 7

domingo, 22 de marzo

Cosas que veo desde el balcón:
Los trabajos en el bloque de apartamentos de lujo han cesado, al menos por este fin de semana. No hay ruidos, nada se mueve. A media altura, anclada en un ángulo de cuarenta y cinco grados, ondea ociosamente una bandera española.
Hay dos maneras de salvar la altura entre la base del parque y la calle: o por una escalera de piedra bastante empinada que desemboca directamente en el paso de cebra, o tomando una pendiente más suave en la dirección contraria que obliga a dar un pequeño rodeo. Cada veinte minutos o media hora llega alguien con el carro de la compra bien cargado y empieza a bajar laboriosamente los peldaños. Con paradas frecuentes, porque el carro es incómodo y suele pesar demasiado. A nadie se le ocurre tomar el rodeo; todos enfilan la escalera, la línea recta, aun a riesgo de descalabrarse. Ayer una señora entrada en años llegó a reprenderme porque le di una voz señalando la opción de la pendiente. Con estos mimbres, como para seguir confiando en la inteligencia de la especie.
Una urraca cruza con toda la tranquilidad del mundo el paso de cebra de la calle Irún. Así, con esa chulería abstraída, quisiera yo vadear estas semanas.
Más pájaros (por cierto, un leitmotiv en los mensajes de los amigos): He observado que las palomas están crecidas. Ya ni se inmutan cuando los perros –o sus dueños– se les acercan. Buscan la seguridad en la masa y bullen y gorgotean con ostentación, como si la cosa no fuera con ellas. Y así es, en efecto.
La vigilancia sube un grado: una patrulla de la policía nacional está rodeando el parque en contradirección.


Cuando hace justamente una semana empecé a escribir estas páginas, lo hice por la necesidad de ordenar la cabeza, de sosegarla, pero también con una voluntad de ligereza, casi de ingravidez, como queriendo quitarle su aguijón a lo real. Pero noto que el tono se ha ido oscureciendo y hasta amargando con los días. Supongo que es inevitable, pero me resisto. No quiero convertir estas notas en un cuaderno contable de agravios y lamentos. Tampoco de ironías a costa de este o aquel, aunque me tiente (ayer fue el Día Internacional de la Poesía y es de admirar la cantidad de boberías exhibicionistas que llenaron la red en su nombre; qué culpa tendrá la pobre…). Cada cual pasa este encierro como puede, que no es poco. Lo demás está de más, como dice la canción. Pero si estas notas trajeran un poco de serenidad a los amigos, un poco de paciencia y buen humor, me daría por satisfecho.


Mi hermano comparte en el grupo familiar de WhatsApp un vídeo que al parecer se ha hecho viral. En él se ve a dos policías que reducen a una mujer, una joven, que no para de soltar aullidos y de gritar «¡Ayuda, ayuda!». Me sorprende –me asusta, la verdad– la voz de la persona que está grabando la escena, o de su amiga, increpando a la muchacha con rencor vengativo: «¡Cómo baje yo entras de una vez!». Todo muy innecesario. Bastante tiene la policía con cumplir con su deber para que los fariseos de turno se quieran colgar medallas. Ni siquiera hay que pensar, como han hecho algunos, que quizá la joven tenía algún trastorno mental. Basta con un grano de empatía (o de algo tan sencillo como la presunción de inocencia). Mi hermano, por lo visto, lo encuentra divertido. No le envidio el gusto.

sábado, marzo 21, 2020

cuaderno del encierro / 6

sábado, 21 de marzo

Ayer los aplausos volvieron por sus fueros después de la (relativa) decepción del jueves. Quizá influyera el cansancio. Pero se debió también a la impaciencia de algunos, que empezaron a aplaudir cuando todavía faltaban tres o cuatro minutos para las ocho. Entre ellos, los hijos de un vecino para los que este ritual es, supongo, una excusa para jugar y distraerse. Y así debe ser. Pero el resultado fue una sesión deslavazada, en la que los vecinos del patio nos íbamos dado el relevo sin convicción. Ayer no; ayer empezamos todos a una y a la misma hora, con la gracia –la frescura– de los primeros días. Como si nos hubiéramos sincronizado sin querer. La idea puede parecer absurda, pero a estas alturas estoy dispuesto a creerme lo que sea.


Me pregunto qué pensarán los pájaros de este barullo. Pienso en los vencejos, que todos los atardeceres de verano vienen a este patio a darse un festín, y me alegra estar aún en marzo.


A cada tiempo sus neurosis. Me descubro restregándome los ojos o mordiéndome distraído una uña, y tengo que hacer verdaderos esfuerzos para no ir al baño y lavarme las manos. No siempre lo consigo.


En las películas catastrofistas que son uno de mis placeres culpables todo sucede en poco tiempo. Puede haber un preludio más o menos breve de días o semanas –una grieta en el Ártico que nadie sino el héroe percibe, una lluvia de pedrisco asesino en un pequeño mercado oriental, un gran géiser que estalla de repente en el rincón más remoto de un parque natural y se traga a un grupo de excursionistas–, pero el grueso de la trama, de la peripecia, se resuelve en pocas horas. El mundo se encamina hacia el desastre a toda velocidad y la gente muere por miles y por millones, pero toda nuestra atención está puesta en los protagonistas, repartidos en dos o tres lugares emblemáticos. La falla de San Andrés se hunde en el Pacífico, una ola inmensa invade Manhattan, grandes ciudades históricas son arrasadas en cuestión de minutos, pero todo va bien mientras los protagonistas sigan con vida (y si alguno de ellos muere o es herido, siempre es por un pequeño error de juicio, o por ser el mejor amigo del héroe, o simplemente por ser negro; pero me estoy desviando del asunto). El caso es que en dos horas largas de metraje el mundo cambia sin remedio, casi siempre para mal, y nosotros apagamos el televisor cansados y satisfechos. Y pienso que sería difícil hacer una película de este encierro, tan tedioso y poco heroico, tan normal en sus rutinas y sus prudencias. Otra cosa es si la acción se desplazara a los hospitales, pero incluso ahí haría falta un buen montador para mantener el ritmo, la sensación de suspense. No estamos acostumbrados –la ficción no ha sabido entrenarnos– a que el caos o el desastre se desenvuelvan a cámara lenta, con esta pátina de normalidad aparente. El caudal de noticias se ha ido amansando. O vemos las justas para evitar sobresaltos. Y todo se frena y ensombrece por momentos. De ahí la abundancia de bulos, de noticias sin dueño y teorías conspirativas. El disparate entretiene mucho, y de alguna manera hay que dar consistencia y realidad a este sentimiento impreciso de fin-de-mundo. El discurso oficial (sin mucha convicción, la verdad, solo hay que ver los apuros del jefe del estado mayor para explicarse) habla de guerra, de lucha contra el virus, pero lo único que vemos tras las ventanas es asfalto, tejados y ausencia de gente.

jueves, marzo 19, 2020

cuaderno del encierro / 5

jueves, 19 de marzo

Llevo guantes, pero al entrar en el portal me sorprendo empujando la puerta con los codos. Y lo mismo al salir del ascensor. También los new habits son duros de pelar.


Buena noticia: José Luis me confirma que finalmente no le tocan la nómina. Parece que la presidenta de la comunidad ha hecho lo correcto y se ha puesto de acuerdo con la empresa de portería. Bien. Por lo demás, seguimos sin ver a nadie ni cruzarnos con nuestros vecinos. Escribo entre la voz recia y matinal del vecino del tercero y el ruido de la ducha en el segundo B.


Han vuelto a subir las temperaturas. Los pájaros cantan a todo gas, como si no hubieran salido del poema de Juan Ramón. Siguen llegando anuncios de Idealista.


Hoy tendría que estar en Oviedo, en la librería Cervantes, para celebrar con César Iglesias la publicación de En la rueda de las apariciones. La idea de que esta semana me tocaba viajar a Plasencia y a Oviedo (con parada en León) me resulta casi inconcebible, dadas las circunstancias. Cómo se me ocurre. Y, sin embargo, son estas circunstancias, tan absolutamente irreales hace apenas dos semanas, las que ahora se imponen y dictan la pauta de lo que es normal y lo que no. Ya lo dice el proverbio: a todo se acostumbra uno. No sé si celebrarlo o preocuparme como es debido.


Hace unos días terminé la relectura de Trastos, recuerdos, la biografía de Wisława Szymborska que Pre-Textos publicó justamente hace cinco años. La había abierto de nuevo para refrescar datos e impresiones con vistas al club de lectura de la librería Alberti –que tuvimos que suspender a última hora– y su compañía me vino bien para calmarme durante las jornadas previas al confinamiento definitivo: hay algo en la actitud de la poeta que inspira confianza. Mientras lo leía, era inevitable pensar en cómo habría abordado Szymborska una situación semejante. O en cómo la habría trasladado al papel. Esas lecturas suyas, no obligatorias, que invitan a tomarse las cosas con humor y hasta con despreocupación dentro de la seriedad. Y que sacan conclusiones poco solemnes o rotundas, capaces de implicar al lector y tomarlo del brazo con una sonrisa. Me gustaría leer su poema, ese poema cómplice y sabio que habría escrito en nuestro lugar. Otra opción es abrir los Cuadernos de Cioran, recién publicados, que me esperan en la mesa del salón y cuya desolación hiperbólica siempre logra estimularme. Es una lectura egoísta y por contraste, lo sé: en comparación con la suya, tan llena de cuitas y lamentos, llevamos una vida bastante apañada. Como diría Szymborska, ni tanto ni tan poco.


He salido el balcón para tomar el café de media tarde y me llega un olor remoto a hierba cortada. Y he recordado que esta mañana los jardineros andaban segando el césped a la altura del Templo de Debod, a unos doscientos metros de aquí en línea recta.