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lunes, marzo 08, 2021

ciudad irreal

 


Es un libro esbelto, de pequeño formato. La cubierta está un poco apagada por los bordes, pero la tinta azul del título (The Waste Land and Other Poems) resalta con elegancia sobre el fondo color salmón. Es la tercera impresión (1942) de una edición hecha originalmente dos años antes, al comienzo de la guerra. Lo compré en 1989 por libra y media en una librería de viejo de Liverpool y viajó en mi mochila durante las tres semanas de Interrail que nos separaban de casa. Su bajo precio (típico de la colección de Faber & Faber a la que pertenecía, Sesame Books) me hace pensar que fue una edición popular en la época, de la que sigue habiendo muchos ejemplares, y, en efecto, las páginas de respeto abundan en notas escolares hechas por su antiguo dueño. Yo también era o seguía siendo un estudiante, pero aquel librito no fue nunca una lectura obligatoria, sino la imagen misma de la poesía, su enseña más nítida. Y ahí recalaba cada poco no solo para aprender, sino para cobrar fuerzas y asentar mi vocación, que es como decir quién era o podía ser.

 

Ochenta páginas tan solo, pero ahí aparecen algunos de los poemas centrales de la modernidad: «The Love Song of J. Alfred Prufrock», «Gerontion», «Marina» y, claro está, «The Waste Land», esa tierra baldía y mítica que ha configurado nuestra forma de leer y comprender la ciudad del siglo XX. Concebido como una muestra de Collected Poems. 1909-1935, la selección –asumo que del propio Eliot– es impecable salvo por una tacha: falta «Los hombres huecos» y sobran las cuartetas de «Sweeney entre los ruiseñores», con ese sarcasmo forzado que no tarda en volverse contra su autor. Habría estado bien añadir «Rapsodia de una noche de viento» y «Retrato de una dama», pero no se puede tener todo. Para compensar, hacia el final se incluyen tres de los cinco «Paisajes» que Eliot escribió a principios de la década de 1930 y que tienen mucho de reverso pastoral y onírico de sus «Preludios» de juventud.

 

Ochenta páginas, sí, pero ahí está la poesía más alta del siglo, con permiso de Rilke, Lorca o Ajmátova («pero no hay competencia», como escribiría el mismo Eliot años después). Un estilo a la vez fragmentario y memorable, narrativo y gnómico, capaz de sintetizar una emoción o una idea en versos indelebles gracias al poder de esa imaginación auditiva que gobierna su creatividad. Pocos poetas han legado a sus lectores un arsenal tan opulento de imágenes y aforismos: «Cuando el atardecer se extiende contra el cielo / como un paciente anestesiado sobre la mesa» «Abril es el mes más cruel»; «He medido mi vida en cucharadas de café»; «Paso las noches leyendo, y en invierno voy al sur»; «un manojo de imágenes rotas donde el sol bate»; «te mostraré el miedo en un puñado de polvo»; «cada poema un epitafio»; «así termina el mundo / no con una explosión sino con un sollozo»… ¿Debo seguir?

 

Sin embargo, más allá de esta facilidad asombrosa para grabarse en nuestro recuerdo, la poesía de Eliot acoge las inquietudes centrales de su siglo y plasma una versión feroz y precisa, casi quirúrgica, de la carencia de centro y de convicción del sujeto moderno. Ahí comparecen la lucidez y sus hijos, Inacción y Hastío; la ciudad hormigueante de Baudelaire convertida en galería de espejos donde el yo se pierde sin remedio, escindido en mil reflejos; la Babel de lenguas y mitos originarios que conviven bajo el mismo techo celeste; el tiempo cíclico de la naturaleza y la fuerza destructiva del sexo, que nos obligan a morir y regenerarnos casi por decreto; el carro del progreso llevando en procesión al muñeco de trapo de la esterilidad y la ruina ecológica; y todo, en fin, envuelto en una fascinación amorosa por «las mil imágenes sórdidas / de que estaba constituida tu alma».

 

Cien años después de su aparición, la «Unreal City» de Eliot sigue siendo, en gran medida, nuestra ciudad. No hay forma de escapar de ella ni de conjurar su rara belleza. Y cada día que pasa vemos que las palabras que la erigieron se vuelven más reales, más palpables y ciertas, que la sombra de nuestros pasos desorientados.

 

[Publicado en la revista Quimera, núm. 445, enero 2021, págs. 20-21]

 




lunes, noviembre 18, 2019

novedades

   
Quiere la casualidad que una parte importante de los trabajos que he ido haciendo estos meses vean la luz ahora, en noviembre, ¡todos a la vez! Hago recuento por si algún lector curioso tiene interés o ganas de acercarse a esas páginas:
 


En el número 431 de la revista Quimera aparece un extracto de un libro de notas en preparación –supongo que el sucesor de Perros en la playa– con el título de «Poética del sonámbulo».

El dossier central del nuevo número de Turia está dedicado al gran poeta polaco Zbigniew Herbert. El dossier, coordinado magistralmente por Xavier Farré, recoge el trabajo de hasta quince autores, incluido mi artículo «La piedra y la perla» (en la sección de inéditos aparece también un poema reciente, «Secuela»).




El poeta Carlos Iglesias Díez me entrevista por extenso –una entrevista más escrita que hablada, en realidad– en la revista asturiana Anáfora a propósito de mi libro de ensayos La puerta verde.

He escrito el prólogo del nuevo libro de Raúl González García, su segundo poemario, Fuga de nieve, que acaba de ver la luz en Verbum. Un libro que preserva como pocos la frescura y la intensidad casi alucinatoria de las visiones juveniles, y que profundiza en el surco abierto por los poemas de Los fuegos del agua.

También es de ahora mismo la antología bilingüe (español / inglés) Streets Where to Walk is to Embark. Spanish Poets in London (1811-2018), editada por Eduardo Moga y traducida por Terence Dooley para la editorial Shearsman Books, que recoge una muestra amplísima de los poemas que escritores españoles de dos siglos hemos dedicado a Londres. Mi trabajo aparece representado con el poema «Días de 1998», que recuerda la hospitalidad –y la compañía– de mis viejos amigos Maria Cristina Fumagalli y Jon Dean.




miércoles, julio 13, 2016

entrevista en quimera



 


El escritor Álex Chico pasó por casa hace unos meses, creo que hacia mediados de diciembre, y me interrogó largo y tendido delante de una grabadora. El resultado, después de pasar por el filtro de la transcripción, la edición sintética y hasta un poquito de reescritura, ve la luz en el número doble de verano de la revista Quimera (el título, «El poema es un apagar el mundo para encender la memoria», es en realidad una variación sobre un viejo verso de mi libro Lección de permanencia). A punto estuvo de perderse (la entrevista, aclaro), porque esa misma noche Álex se dejó la mochila con sus libros, cuaderno y grabadora en el maletero de un taxi. No diré cómo logró recuperarla, porque eso lo cuenta él mismo con mucha gracia en la introducción de nuestra charla. Por lo demás, me alegra coincidir en sus páginas con las entrevistas a Jordi Gracia, Érika Martínez y Francisco Fuster, y con los poemas inéditos de Ana Gorría, entre otros contenidos de un número más que recomendable. La existencia de Quimera tiene mucho de milagroso, pero esa renovación periódica en manos de gente joven llena de ideas y entusiasmo ha sido como un seguro de vida: para empezar, ha evitado su anquilosamiento y permite que siga siendo un buen observatorio crítico desde el que mirar el presente, el aquí y ahora, de la creación literaria.



miércoles, marzo 23, 2016

elias canetti / contra la muerte




Los apuntes de Elias Canetti se dieron a conocer en España en 1982 con la publicación de La provincia del hombre. Carnet de notas 1942-1972 en la colección de ensayo de la editorial Taurus. En el marco de una serie que dio a conocer libros de Adorno, Eliade, Ricoeur o Benjamin, este «carnet de notas» representaba una cierta anomalía. No se estaba ante un ensayo ni un estudio sistemático, ni siquiera ante un compendio más o menos coherente de piezas sueltas, sino ante un enjambre de apuntes, ocurrencias, notas de lectura y aforismos ordenados cronológicamente que, para colmo, se presentaba como subproducto de una obra mayor (Masa y poder, 1960) cuya primera edición española había pasado desapercibida (Métodos vivientes, Barcelona, 1977). El libro, pues, tenía un aire testamentario que no hacía sospechar que era el primer capítulo de un proyecto más vasto (en el volumen de las Obras completas dedicado a sus Apuntes, La provincia del hombre ocupa un tercio del total). A lo que contribuía el que su autor no dudara en pronunciarse a menudo ex cátedra, con la autoridad que le otorgaba una vida de intensa actividad intelectual.


Quizá lo más anómalo de esa autoridad es que provenía de alguien que se negaba a definirse como filósofo –antes bien, que decía «desconfiar» de los filósofos, digamos, profesionales– o como experto en ninguna de las ramas del saber humanístico. No, Canetti insistía en definirse como un autor de ficciones que había dedicado treinta años a un proyecto titánico: el estudio de la masa como fenómeno ligado a las estructuras de poder y los órdenes sociales. El resultado era un libro desigual, de naturaleza poco académica, que procedía más por el principio de analogía que por el de síntesis, que gustaba más de la anécdota significativa que de la lógica de la argumentación.


Canetti se concibe también como un ensayista puro, empeñado en no dar nada por sabido, jugando a ser un poco el buen salvaje que prefiere hacerse preguntas ingenuas antes que dar por cierto un argumento de autoridad. Por no hablar de la repugnancia que le inspira el cientificismo y cualquier forma de pensamiento dogmático. Su único capital es la curiosidad, la tensión intelectual, su afinidad electiva y una inmensa capacidad para leer y activar con la imaginación la secreta red de correspondencias que rige el mundo. Por ahí se entiende la importancia del mito en su trabajo: el mito como pensamiento originario, como realidad que atrae y repele a la vez las interpretaciones, que genera una plétora de discursos incapaces de agotarlo o de iluminarlo por completo.


Donde Canetti se siente a gusto es en entornos fallidos o incompletos, en el espacio que abren proyectos hiperbólicos como el suyo propio; en este sentido, es un hijo más de Nietzsche, cuya luz recibe mediante el prisma interpuesto, entre otros, por Kraus, Musil o los expresionistas. Lo asistemático alienta también en los relatos de los pueblos primitivos –vivero de incitaciones que encapsulan toda el vigor del pensamiento mítico– o en libros raros como las Vidas breves de John Aubrey, el diario de Hebbel y Specimens of Bush Folklore de los lingüistas Bleek y Lloyd. Hay en él, lector omnívoro, un recelo visceral de la pedantería libresca, de toda forma de afectación destinada a reducir la importancia formativa de la experiencia vital. Y aquí su enemigo explícito es Borges, a quien llama «sus antípodas»: «No me gusta nada Borges. No choca con piedra. La reblandece». De nuevo emerge su vena de buen salvaje que desconfía del intelecto puro y cree ver en sus edificios conceptuales un espejismo. Parece que vislumbraba con claridad –y temía, con una mezcla de espanto y de desdén– el fondo nihilista y disolvente que anida tras la máscara de las ficciones borgesianas.


En sus apuntes, Canetti convierte de manera explícita el odio a la formalización y los sistemas cerrados en odio a la muerte. En rigor, no hay diferencia: el sistema y la muerte son manifestaciones de un mismo fenómeno («Nada hay más horrible que la unicidad. ¡Oh, cómo se engañan todos esos supervivientes!»). Tan pronto trazamos límites o cerramos fronteras, reconocemos la existencia de la muerte y su derecho a actuar sobre nosotros, esto es, a cerrar la frontera de nuestras vidas. El afán de sistematización no es sino deseo de servir a la muerte, despojándola de sus atributos más horrendos, convirtiéndola en un accidente más de la existencia, algo natural y esperado. Se entiende así que dedicara más de treinta años a su estudio de la masa: la magnitud del proyecto impedía un final inmediato y actuaba, en cierto modo, como un seguro de vida. Su resistencia a formalizar datos y extraer conclusiones actúa como razón y fuerza motriz de la existencia: cerrar el libro es rendirse ante la muerte.


La existencia ideal se basa en la agregación. El mapa de los apuntes se asemeja a un racimo o una constelación: todo le rodea, todo excita su curiosidad, todo lo aparta de sí… pero para verlo mejor. Busca la amplitud, la diversidad, pero una diversidad en la que cada elemento se muestre entero, irreducible, sin maquillajes ni artificios. Lo que quiere son frases sencillas pero a la vez duras como pedernales, enigmáticas. Mientras se mantengan a distancia unas de otras, hay esperanza; mientras graviten a nuestro alrededor, la muerte no podrá romper el cerco. Cada frase es un ladrillo en el muro alzado contra la muerte: no sólo ofrecen una resistencia casi obsesiva a ser interpretadas o incluidas en un marco formal que lime sus aristas, sino que el autor vive su distancia de ellas como un retraso forzado del final y, por tanto, como vigilia o motivo de tensión: «Todo lo inacabado era mejor. Te mantenía en vilo y descontento».


Canetti se aparta de manera visible de las vetas centrales del aforismo, signadas bien por un tono sentencioso y cercano a la máxima, bien por el ingenio mordaz, el jeu d’esprit y la observación costumbrista. Esto se aplica no sólo a la tradición francesa –de la que sólo parece salvar a Joubert–, sino a escritores centrales en su formación como Lichtenberg y Stendhal. De Lichtenberg, en concreto, aprecia la sequedad irónica, la dureza de las frases (en las que se «choca con piedra»), su capacidad para juzgarse con la misma impiedad con que mira el mundo. Pero en Lichtenberg las frases, siendo partes de una totalidad conjetural, son autónomas y están completas, contienen las claves que permiten comprenderlas y ponerlas en relación con el mundo al que apostillan. Litchtenberg no amaga: no amenaza con un golpe para luego retirar la mano. En Canetti, en cambio, abunda no sólo la frase incompleta, que amaga un sentido elusivo, sino también la gestualidad pura y dura, esto es: la declaración de intenciones, el brindis al sol, la simple enunciación de un deseo. Sí, los carnets incluyen apuntes muy diversos (notas de lectura más o menos detallada de obras clásicas; mini-cuentos o fábulas truncadas; pequeñas observaciones de este o aquel personaje, convertido en categoría), pero su clave musical es el autor hablando consigo mismo, aplaudiéndose o increpándose, ordenándose decir tal cosa, dirigiendo el movimiento de su conciencia y su deseo. Esta clave se hace más audible conforme pasan los años, acompañada de un gusto creciente por la brevedad y la expresión trunca. El impulso autoexhortativo se alía con una gestualidad que suele complacerse en la mera exposición, frases breves o sintagmas nominales que refieren una realidad desnuda de contexto y desarrollo: «Inventar cosas de poca monta»; «Beneficios de la conciencia»; «Ilusiones como olores»; «Seres vivos hechos de juramentos», etc.


Canetti convierte la nota en un género volitivo: su ser es un querer ser, un acto de fe; y también un movimiento simultáneo de repliegue y de búsqueda del lector, a quien se ignora y se requiere para que complete la propuesta de sentido del texto. Este movimiento alcanza su paroxismo en el libro póstumo Libro de los muertos (Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores, Barcelona, 2010), summa de las notas, fragmentos y aforismos que escribió sobre y contra la muerte y que leemos, en gran parte, como una acumulación reiterativa de frases en las que se limita a exponer o constatar ese odio. Cierto es –siendo justos– que hay un intento accidental de revisar la noción de la muerte en la Biblia y la mitología grecolatina, en ciertas tragedias clásicas, en la configuración del pensamiento cristiano y nuestro modo de contar(nos) la Historia. Pero tan cierto es que nada dice sobre asuntos como la muerte digna, el dolor y la enfermedad terminal, la indignidad de la agonía y la aflicción de la carne, en absoluto marginales para un repensar contemporáneo de la muerte. Las notas de este Libro de los muertos son momentos de un diálogo continuo consigo mismo en el que su autor se exhorta a seguir y se reafirma en la necesidad de un libro semejante. A veces duda, pero sólo para rehacerse de inmediato: «¿Aún más parloteo? ¿Para qué? ¿Consuelo?». Y luego: «Rechazar a la muerte (rechazar la declaración)»; «Más simulaciones. ¿Salvaciones? Ninguna». Y al fin: «Podría ser que nada cuente, excepto tu convicción. // Podría ser que estés destinado a ser verdugo de la muerte y nada más. // Por eso callas durante tanto tiempo: porque no hay nada más que estés destinado a decir».


La dimensión de brindis al sol se vuelve omnipresente y despierta el fantasma de la megalomanía; se llega al extremo de condenar por «abominables» todos los intentos del pensamiento por reconciliarnos con la idea de nuestra muerte inevitable, que configuran una de las vetas más poderosas de nuestra propia tradición intelectual. ¿Es que Canetti pretende decirnos que basta con negar a la muerte, que basta con que él niegue a la muerte, para exorcizar su influjo? Desde luego, tomada en sentido lato, esta pretensión se nos antoja ridícula; pero en sentido figurado, leída a la luz del pensamiento mítico tan querido por él, se vuelve más fértil: el libro como un elenco de enigmas que inducen a la reflexión –y la identificación– imaginativa, pero que a la vez se sustraen a la tarea disgregadora de la razón crítica. Es decir, que se sustraen expresamente a la labor del tiempo: para nuestro autor, lo deseable es que cada una de sus frases tenga la opacidad y la capacidad de sugerencia de un petroglifo.


La lectura de Libro de los muertos arroja, en fin, una curiosa luz retrospectiva sobre la totalidad de los apuntes; nos permite entenderlos mejor y discriminar su calidad genuina. Pero sobre todo aclara el peculiar modo de modernidad de esta escritura: un querer ser, una proyección de futuro que es a la vez huella fósil, un eco del origen que solo siendo hipérbole se ve capaz de proyectarse sobre el presente.

  
Publicado en la revista Quimera, núm. 388, marzo de 2016, pp. 21-23.





lunes, noviembre 17, 2014

un verano con mónica





Releo Casetas de baño, recuperada con esmero y elegancia por Ediciones el Taller del Libro en Madrid –atrás quedan la edición pionera de Seix Barral en 1983 y la reedición de Galaxia Gutenberg en 1997–, con la sensación fascinante, algo incómoda también, de estar espiando una conversación íntima, la charla ante el espejo de alguien a quien no conocí en persona pero que, a fuerza de cruzarse conmigo –en sus propios libros, en libros ajenos–, a fuerza de responder a mi saludo en las calles de la literatura, se ha incorporado a ese diálogo interminable que todo lector lleva consigo. Es el coloquio de la complicidad, de los espíritus afines, que revive o cobra fuerza con cada encuentro.

Si hace apenas medio año me sumergía sin reservas en la biografía que Monique Lange (1926-1996) dedicó en 1989 a uno de sus ídolos, el escritor y artista total Jean Cocteau, este regreso en odre nuevo a la que Juan Goytisolo considera su mejor novela no ha hecho sino restaurar, intacta, la seducción inicial. El relato de la mujer, aún joven, que trueca los añorados veranos mediterráneos por una estancia solitaria en el pueblo bretón de Roscoff vuelve a conmoverme –a hechizarme– con sus frases breves, sus párrafos desenvueltos, su tono acerado y a la vez impresionista, la verdad hiriente de sus ensoñaciones y sus nostalgias. Hay novelas que se ocupan del momento decisivo, ese punto de inflexión en que algo cambia fatalmente para su protagonista. Otras, por el contrario, lidian con las secuelas, la herida que no termina de sanar o que deja una marca visible en la piel. Casetas de baño pertenece a esta segunda categoría. Su verdad pertenece al orden de ese proceso de recuperación y remembranza verbal que, según el poeta T. S. Eliot, sigue al momento de la entrega. Por supuesto, añade Eliot con astucia y también con dolor, «el ser que se recupera nunca es igual al ser que se entrega».

Así, el médico que aparece en la primera línea del libro y que receta a la mujer, aún joven, una cura de aguas en un pueblo de la Bretaña, lejos del sol meridional de sus mejores veranos, no es más que una excusa para empezar a hablar, a contar. El médico dice lo que la mujer, tal vez sin saberlo, quiere oír: una confirmación de su dolencia, una salida plausible. Y la mujer, según vamos descubriendo, es alguien que sólo entiende el amor como entrega, como rendición voluntaria –y paradójicamente orgullosa– de esos espacios de sí misma donde han de habitar sus seres queridos. Si ello implica que sus seres queridos –su hija, su compañero vital– se alejen de ella, buscando espacios que les son propios, siguiendo un impulso que los constituye pero que ella no puede asumir sin aflicción, que hiere incluso su pequeña reserva de vanidad, sea. El amor no espera nada, no asegura nada. El amor, para esta mujer aún joven, debe quedar fuera de los circuitos de interés y cálculo egoísta de la sensibilidad burguesa. Libertad, libertad sobre todas las cosas, aun si la libertad de los demás conlleva mi esclavitud.

A ese primer gesto de entrega le acompaña, desde luego, un sentimiento de pérdida. Y el libro detalla el largo esfuerzo de la mujer por ganarse, por recobrarse, que es también el esfuerzo por recobrar el habla, la palabra: evocar los paisajes familiares del Sentier, rememorar un viaje compartido por Egipto, rendir homenaje a las figuras tutelares de su juventud… Aparece entonces el símbolo de las casetas de baño, ese espacio real que un personaje imaginario, «un señor mayor y descarnado [que] se parece a Clemenceau», le ofrece con anticuada y hasta sospechosa galantería. Es ahí, en esas casetas de baño que son una extensión o un reflejo de su cuarto de hotel, donde la mujer, aún joven, se refugia para rehacerse o gestar un nuevo yo, más libre y ecuánime. En resumen: más capaz de volver al mundo y encarar sus aristas, sus asperezas.

Si tuviera que definir este libro, diría que es el diario de una convalecencia, pero no nos equivoquemos: su tono, la frescura y ligereza de su prosa, tallada por los buriles complementarios de la elipsis y la lucidez –que se traduce en la búsqueda de los fetiches de una vida, de los detalles significativos–, arrancan de cuajo cualquier tentación autocompasiva. No hay lugar aquí para desfogues sentimentales ni quejas infundadas. Se mira a la existencia de frente y se lee el pasado, como apunta Goytisolo en el bello prólogo que ha escrito para esta reedición, con un propósito moral innegable: lo importante es saber vivir, saber vivirse. Por el camino, pinceladas de humor, de ironía, de una tristeza que justamente por eludir las trampas del patetismo se vuelve soportable.

El final del libro son dos simples palabras, una exclamación en sordina: «Cuánta dulzura». Y la prueba del nueve de su verdad –de vida y de palabra– es que el lector no espera otro.


[Revista Quimera, núm. 372, noviembre 2014, p. 65]

lunes, junio 16, 2014

haya paz





Siempre me ha parecido que en el trabajo crítico de Octavio Paz tuvo mucho peso la idea del «Museo imaginario» de Malraux, ese colección subjetiva, hecha a medida, que mezcla épocas y estéticas y cuyo hilo conductor es el afecto, la simpatía natural que uno siente por ciertas obras, las relaciones de contraste y semejanza que las sostienen en el aire como extremos de un imán invisible. Paz se convirtió, por carácter o destino, en un curador experto de su propio «Museo imaginario», capaz de escribir con autoridad sobre los escritores, artistas e intelectuales más variados, de ponerse en su piel y entender sus motivos, sus impulsos secretos, hasta sus desatinos. Digo entender, no justificar las faltas morales ni comulgar con ruedas de molino ideológicas; pero el reproche, cuando surgía de un trasfondo de admiración, se enmarcaba en un contexto argumental que intentaba desvelar la raíz de la obra, su horizonte posible. En este ejercicio desplegó –él, que siempre quiso escribir una novela y que sintió esa limitación como una herida– la empatía de un narrador clásico, el don para desdoblarse en distintas sensibilidades, para verlas desde dentro y deducir sus motivaciones. Empatía de narrador y también, por qué no decirlo, del gran traductor que fue. Sabemos que el otro nombre del traductor es «intérprete», y Paz fue, en efecto, un intérprete espléndido, un actor de singular temperamento dramático capaz de desdoblarse en muchos yoes sin dejar de ser él mismo. Quizá de ahí, en primera instancia, su interés temprano por Pessoa y el juego de los heterónimos; o su reconciliación tardía con Antonio Machado, al que volvió por el lado de sus apócrifos, el cancionero de Abel Martín y los apuntes de Juan de Mairena.

Paz lo mismo era capaz de hablar de Eliot que de Ginsberg, de Cernuda que de D. H. Lawrence, de los Vedas que de un haiku de Bashô, y a todos dedicó páginas que cabría llamar deslumbrantes si no fueran a la vez iluminadoras: en ellas la luz no ciega los ojos sino que permite ver más allá, más adentro. Esta facilidad para pensar lo más diverso, para disfrutar de la poesía y el arte más formalistas y a la vez aplaudir los desarrollos más tensionados por la vanguardia –para admirar, por ejemplo, la conciencia escindida de Baudelaire y emocionarse con el versículo de exaltación democrática de Whitman o el vitalismo nietzscheano de Yeats–, está en Paz desde siempre y anima la escritura de El arco y la lira, uno de sus libros centrales y a la vez más enigmáticos, pues es un intento exuberante y hasta desmedido de abarcarlo todo, de no dejar un palmo del reino de la poesía por explorar, y en el curso de ese empeño parece que la poesía, a fuerza de serlo todo, no fuera nada en concreto, perdiera definición, los límites que hacen de algo lo que es. El ensayista posterior, más sereno y maduro –el autor de Cuadrivio o Los hijos del limo–, aprende a limitar el campo de actuación y ceñirse a su argumento, dosificando las digresiones y apartes ilustrativos.

Sospecho que esta facilidad suya para ponerse en la piel de creadores que solo podían congeniar en las salas de su «museo imaginario» perjudicó la recepción de su poesía, cuyo desarrollo va incorporando muchos de los acentos y sensibilidades que él mismo explora en la obra de otros, hasta llegar a ese libro de libros que es Árbol adentro, donde conviven el versículo y el haiku, el instante lírico y el epigrama irónico, la meditación extensa y el apotegma sentencioso, el diamante de Mallarmé y la pulsión narrativa de Wordsworth… La variedad de tonos y registros de esta poesía, lejos de verse como una riqueza, se ha recibido en ocasiones con desconfianza, como si surgiera del manantial de la inteligencia crítica más que de la emoción, y como si la inteligencia, a su vez, no pudiera ser emocionante o estar cargada de emoción; o como si esta facilidad para ser muchos o ser en muchos no fuera el resultado de largos años de esfuerzo, el fruto de una destreza que no excluye, ni mucho menos, el talento, la aptitud natural. Paz no dominó la poesía, no la vio desde arriba, sino que trató de ser su sirviente, un oficiante a la espera de esa llamada sin la cual no hay poema que valga (ni salga). Otra cosa es que, entretanto, fuera uno de sus grandes misioneros, alguien capaz de dar voz y aliento a los santos de su breviario.

[Revista Quimera, núm. 367, junio 2014, p. 66]

sábado, febrero 15, 2014

nicanor


[Desde hace algunas semanas el Periódico de Poesía de la UNAM, dirigido por el escritor Pedro Serrano, incluye en su portada un dossier especial de homenaje a Nicanor Vélez, el poeta y editor colombiano que fundó la colección de poesía de Galaxia Gutenberg y editó varias «obras completas» (de Octavio Paz, de José Ángel Valente) de la editorial hasta su muerte a finales de 2011. El dossier incluye textos de Antonio Gamoneda, Andrés Sánchez Robayna, Julio Ortega, José Manuel Blecua, Miguel Casado, Eduardo Milán, Jenaro Talens, Alfonso Alegre y otros escritores, traductores y amigos. También se incluye un pequeño texto que escribí para la ocasión y que ahora comparto en esta bitácora. Una versión algo más breve aparece en el número de febrero de la revista Quimera.]


Lo primero que me viene a la mente al recordar a Nicanor Vélez es, curiosamente, su sonrisa: una chispa en los ojos, la curva traviesa de los labios bajo el bigote, algo en el rostro que lo devolvía por un instante a la niñez. Y digo que me parece curioso este recuerdo insistente de su sonrisa porque con Nicanor tuve, sobre todo, una relación telefónica. Nos vimos muchas veces, nos escribimos con abundancia, pero el teléfono era el espacio donde se dirimía casi en exclusiva el diálogo, el trabajo en común. Nicanor y el teléfono: su insistencia a destiempo, sus llamadas bajo el sol de playa de agosto, sus charlas eternas para cerrar los detalles de un libro, una revisión de pruebas o, simplemente, hablar de nuestras cosas. El teléfono era el reverso locuaz que le permitía, antes o después, pasar largas horas en su local de la calle Getsemaní revisando textos, corrigiendo y ordenando papeles, forjando con paciencia de relojero los libros a su cargo. Creo que todos los autores, traductores y colaboradores de los volúmenes de poesía, ensayo y obras completas que produjo Nicanor han tenido la misma experiencia: la fase final de cualquier proyecto era una larga llamada intermitente que podía durar semanas y que no se cerraba hasta que dábamos respuesta a todos y cada uno de los interrogantes de la edición. No he conocido editor más atento, meticuloso y pertinaz que él. Con ninguno he tenido conversaciones más aleccionadoras y debates más encarnizados, hasta el punto de olvidar cuál era el origen de la disputa o preguntarme si de tanto afinar no estaríamos –escolásticamente– cortando pelos en tres. De ninguno he aprendido tanto, no sólo por la calidad misma de la conversación (las enseñanzas sobre cómo resolver este o aquel problema editorial) sino por el ejemplo mismo de su día a día, la constancia rigurosa con que gradualmente, y sin apenas ruido, fue levantando un catálogo de poesía contemporánea que no tiene igual en el ámbito hispanohablante.

Lo que, visto en retrospectiva, más me admira del trabajo de Nicanor –por encima incluso de su excelencia correctora, su esmero, la mirada que estudia y coteja y perfila– fue el modo en que, teniendo muy claras las líneas maestras de la colección y la estructura y alcance de cada uno de sus títulos, era permeable a los consejos y sugerencias de sus colaboradores, los autores y traductores que íbamos trabajando con él y que solíamos quedarnos en la vecindad, sin ganas de marcharnos, satisfechos de poder ayudar cuando era preciso. Nicanor tenía buen oído no sólo para las frases que leía en la pantalla o el papel, sino también para acoger y hacer suyas aquellas propuestas que podían beneficiar a la colección. Era terco, sí, pero también entusiasta y con una mirada paciente, de largo alcance, que sabía poner cada proyecto en su sitio y verlo en perspectiva. Sólo así era posible darle a cada uno su tiempo, su trabajo preciso, y hacer que pudiera engranarse y dialogar con otros libros de la colección. Esa clase de inteligencia emocional, fundada en la constancia y una rara capacidad previsora, es la marca de agua del trabajo de Nicanor. Nada en él es improvisación, ocurrencia. Todo está planeado y forma parte de un conjunto, una suma global, que infunde un valor añadido a cada opción particular.

Los caprichos de la memoria, sin embargo, me devuelven una y otra vez la imagen de su sonrisa en la cafetería del Círculo de Bellas Artes, charlando con Gustavo Guerrero y un servidor poco antes de presentarse Conversación con la intemperie: seis poetas venezolanos (2008), que Gustavo había coordinado con mano maestra. Por alguna razón, le recuerdo exultante: lejos de la mesa de trabajo, olvidado por un instante del móvil, no dejaba de hacer bromas y mirar con ojos expresivos la pendiente de Gran Vía. Esa imagen es el eje al que se anudan recuerdos algo más borrosos: Nicanor en su despacho de Vall d’Hebron, bajando las persianas metálicas antes de enseñarme (sorpresa, sorpresa) las pruebas de un volumen de Octavio Paz revisadas por su autor; o en la presentación madrileña de Las ínsulas extrañas, flotando visiblemente entre los invitados como un globo al que le hubieran quitado lastre (y era así); o saludándome con ojos comprensivos –la sonrisa, de nuevo– cuando trataba de explicar o justificar mis retrasos de traductor apurado.

La sonrisa, sí. Pero también la voz, ese acento difícil de describir o definir en el que se mezclaban tonos de Colombia, París y Barcelona. Por algo mi última comunicación con él fue telefónica: una vieja idea que los dos queríamos retomar sin saber muy bien cómo. Lo siguiente que supe, tres o cuatro días más tarde, es que Nicanor había ingresado en el hospital. Quedó la conversación pendiente y eso hace aún más real, más palpable, el hueco de su ausencia: una voz que espera respuesta. Ultimar la producción de la Obra completa de Blas de Otero, que él había dejado encarrilada pero inconclusa, fue un modo nada impertinente de celebrarle y honrar su recuerdo; también de seguir trabajando con él, de otra forma. Durante los doce años que tuve el privilegio de tratarle hubo un poco de todo: encuentros, desencuentros y reencuentros. Tenía el don de pasar página (él, que tantas editó) y de reanudar la charla como si nada, con los ojos puestos en el camino. Lo sigo echando de menos.




lunes, julio 22, 2013

beria en la corte de enrique VIII





Leo Bring Up the Bodies [Traed los cuerpos], la última novela de Hilary Mantel (Glossop, 1952). Es un error; debería estar leyendo Wolf Hall, su «precuela», pero no logro dar con ella y no quiero esperar. No importa. Sé que ambos libros pueden leerse por separado y disfruto con la idea de comenzar por la bisagra, a la espera de ese volumen que complete la trilogía y que, por lo pronto, se anuncia con un título más blando y previsible que sus predecesores: The Mirror and the Light.

Mantel, por supuesto, se ha hecho célebre por ser la primera mujer en recibir dos veces el Booker Prize y por ser el primer escritor, hombre o mujer, en ganarlo por dos libros consecutivos. Hemos aprendido a no dar demasiada importancia a estos galones, pero basta leer el arranque de la novela para intuir que aquí se dirime algo serio: «Sus hijas se descuelgan del cielo. Él observa desde su montura…; caen, las alas doradas, la mirada llena de sangre. Grace Cromwell revolotea en el aire tenue. Es silenciosa cuando atrapa su presa, silenciosa cuando se desliza en su puño». Es septiembre de 1535 y Thomas Cromwell, secretario de Enrique VIII, ha salido a cazar con el rey; erguido sobre su caballo, sigue el vuelo de los halcones, a los que ha bautizado con el nombre de la esposa y las dos hijas que perdió hace ocho años, y percibe el final del verano en su piel, en los huesos, en la sangre que fluye dentro y fuera de él cada vez que un halcón abate a su presa. La elegancia mortífera de los halcones es una inversión del orden angélico y simboliza el desorden que rige el bien común («todo el verano ha sido así, un motín de desmembramientos, piel y plumas que vuelan»): desde que Ana Bolena es reina el mundo está fuera de sus casillas y el viejo orden ha sido suplantado por la duda, la incerteza, el miedo a lo desconocido.

Todo el arranque parece una glosa de un poema de Ted Hughes: elipsis, frases cortas y ásperas, el sordo rugido de las consonantes y las aliteraciones como un trasunto de la violencia animal. Mantel deja que los ecos del viejo anglosajón campen a sus anchas desde el título mismo: bring, bodies. Cromwell cree ver en los halcones al alma de sus hijas; pronto se unirá a ellas como un cazador más.

La novela se abre con un tapiz de fuerte carga simbólica pero pronto se despliega con la precisión de un mecanismo de ruedas dentadas. Cromwell es el protagonista perfecto, el outsider que está dentro, el plebeyo que ha logrado un puesto junto al rey y hace olvidar la humildad de su origen bajo las ropas de una inteligencia paciente. Los tiempos son propicios y él lo sabe: el orden feudal se desmorona y los grandes nobles se disputan un pastel cada vez menor. Ha llegado la hora de los gerentes, de los administradores. El arte de Cromwell es influir sin ser notado en la voluntad real, haciendo que Enrique asuma como propias sus decisiones. Es un arte que exige percibir los cambios de viento, mirar a largo plazo, y ese cambio, en la novela, es el miedo que la ambición de Ana Bolena planta en el corazón del rey. Cromwell extiende su red y pronto las víctimas se debaten como insectos en la melaza del chantaje y las medias mentiras. Beria en la corte de Enrique VIII. No importa si los crímenes de los que se acusa a la reina y sus amigos son ciertos o no; en realidad son indemostrables, como el propio Cromwell admite para sus adentros. Su único delito es interponerse en el camino de los nuevos deseos del rey; mueren porque convivieron con él y saben demasiado. Las huellas de su paso por la corte serán borradas; a los halcones que simbolizan la casa de Bolena les sucederá la silueta del fénix.

La traducción española de Bring Up the Bodies se titula Una reina en el estrado. Supongo que alguien en la editorial Destino lo habrá visto oportuno, pero el sintagma, además de anodino, traiciona la potente fisicidad del original, la noción de que el poder se ejerce sobre un cuerpo social y entraña castigo, reos, sangre; también el reparto de los despojos bajo una luna que, como en el poema de Sylvia Plath que Mantel cita a conciencia, «mira todo… desde su capucha de hueso». Quizá por eso la novelista quiera, para cerrar su historia, un poco de luz, un espejo.



[Este artículo, publicado en el número de julio-agosto (356-357) de la revista Quimera, es la primera entrega de una serie de columnas que se irán publicando en la revista con periodicidad trimestral gracias a la generosa invitación de Álex Chico y sus compañeros del consejo editorial. El lema de la serie: Arenas movedizas. Su tema: lo que pida el cuerpo… o la mente. La idea, supongo, es que hasta yo mismo me sorprenda de mis asuntos.]

sábado, diciembre 09, 2006

antonio gamoneda

Ha pasado una semana desde la concesión del Premio Cervantes a Antonio Gamoneda, y las voces de los maledicentes se han apagado tan rápido como surgieron. Tal vez vuelvan a prender el próximo mes de abril, cuando Antonio vuelva a Madrid para dar su discurso. Fuegos fatuos que nada pueden contra la hoguera verdadera de la palabra poética. Si hay un premio merecido, ése es el que se le acaba de conceder a Antonio Gamoneda. No hay discusión. Y los que hemos visto a lo largo de los últimos casi veinte años (en mi caso, unos diecisiete) cómo esta obra ha ido creciendo en la estimación de los lectores y los críticos, no podemos sino congratularnos.

He vuelto a colgar la portada del número de octubre de Quimera, para recordar el dossier que se le dedicó entonces y en el que se incluye una versión muy editada del coloquio que unos cuantos poetas mantuvimos con Antonio el pasado mes de julio. El número ya no está en librerías, pero, si estáis interesados en conseguir un ejemplar, podéis escribir a quimerarevista@gmail.com para adquirir uno.

Más cosas. El Círculo de Bellas Artes de Madrid ha creado un página donde pueden escucharse en formato QuickTime una selección de las lecturas y conferencias que han hospedado este último trimestre. Entre ellas, la lectura conjunta de Jorge Riechmann y Antonio Gamoneda que tuvo lugar a mediados del pasado mes de octubre. Si quéreis escuchar la voz del maestro, pinchad aquí.

Por último, cuelgo el breve artículo sobre Gamoneda que vio la luz hace una semana en el periódico asturiano La Voz de Asturias, y que es una versión muy abreviada y corregida del texto que abría el dossier de Quimera. Una pequeña trampa a la que me vi obligado por la urgencia y la falta de tiempo. Creo, con todo, que estas pocas líneas resumen bastante bien mis sentimientos acerca de la obra de Antonio. Una vez más, enhorabuena.


Claridad sin descanso

Hablar de Antonio Gamoneda es hablar de poesía en su sentido más alto y riguroso. No de otro modo cabe definir la intensidad creciente con que Gamoneda ha ido afilando su escritura, reiterando preguntas que no esperan respuesta y buscando un lenguaje capaz de dar testimonio de los bordes mismos de la existencia. Así el valor de esta escritura: saber que somos palabras, lenguaje, una espiral de signos que al girar dibuja nuestro rostro inestable; y saber, a la vez, que estamos limitados (definidos) por la nada, que nuestra vida es un trayecto hacia la muerte y no se comprende sin ella.

Entre estos dos polos irreconciliables se mueve una poesía que no ha querido negar lo evidente. Si en las primeras páginas de Esta luz, su poesía completa, Gamoneda afirma: "Acaso entre tu mirada / y mi voz los muertos vibran", en uno de los exentos finales se esconde la lógica mortal de una imagen que tiene mucho de estación de término: "Las serpientes se desnudan en la luz y las madres silban en el oído de los agonizantes."

Esa lógica mortal nos aboca una y otra vez a preguntas cuya pureza se ha ido haciendo más insoportable con el tiempo. Pero en su reiteración, y en el vigor con que el poeta las hace suyas, está la clave que atraviesa el conjunto y nos deslumbra con su claridad sin descanso, por evocar una de sus imágenes más memorables.

Ahora los premios acercan esta claridad a nuevos lectores. Les envidio su suerte, ese deslumbramiento primero con que las palabras de Gamoneda quedan selladas a nuestra existencia. Porque, más allá del homenaje merecido, sólo eso importa: la convivencia íntima con la palabra y sus fuegos. Vayan desde aquí mi agradecimiento y mi enhorabuena al poeta, al maestro, al amigo.

La Voz de Asturias, 2 de diciembre de 2006.

domingo, octubre 08, 2006

gamoneda en quimera (II)


Cuelgo, por fin, la portada del último número de Quimera, donde aparece el dossier dedicado a Antonio Gamoneda que os anuncié y comenté por extenso en una entrada anterior. Ha quedado espléndido, gracias, entre otros motivos, a las memorables fotografías de Alejandra Debescobi. El concepto gráfico del dossier y del número está muy bien resuelto.

Os recuerdo asimismo (en especial a los que vivís en Madrid y alrededores) que el próximo miércoles 18 de octubre, en la Sala Valle-Inclán del Círculo de Bellas Artes de Madrid, a las ocho de la tarde, y dentro del ciclo «Poesía española contemporánea», tendrá lugar una lectura conjunta de Antonio Gamoneda y Jorge Riechmann. Será una estupenda ocasión para escucharles de nuevo. Y para reencontrarnos de nuevo en esa torre de observación privilegiada que son los pisos superiores del Círculo. Poesía en las alturas, literalmente.

jueves, septiembre 28, 2006

antonio gamoneda en quimera


He estado un poco desaparecido últimamente, pero el trabajo constante en dos traducciones que no admiten demora me ha tenido «amarrado al duro banco». Algo diré sobre ellas cuando llegue el momento; ahora baste decir que, pese al esfuerzo, son dos textos extraordinarios y con los que me estoy divirtiendo mucho.

Se acerca octubre y quería tan sólo anunciaros la publicación de un hermoso dossier dedicado a Antonio Gamoneda en el nuevo número de la revista Quimera, que imagino estará en librerías a finales de la semana que viene. El dossier lo hemos coordinado (con mucha ilusión y no poco trabajo, desde luego) Marta Agudo y yo mismo, pero contando siempre con la ayuda de algunos buenos amigos y de la joven redacción de la revista, que se ha encargado de la parte gráfica y la maquetación final. Algo tienen que ver estas páginas, como es lógico, con la entrega del premio Reina Sofía, que, si no me equivoco, tendrá lugar a finales de noviembre, pero nuestra idea era confeccionar un trabajo que pudiera leerse con independencia de apoyos coyunturales. Además de cuatro estupendos ensayos (de Miguel Casado, Eduardo Moga, José Luis Gómez Toré y Juan Andrés García Román), hemos incluido un extenso coloquio con el propio Antonio en el que se dicen cosas muy lúcidas y jugosas. De este coloquio quiero destacar, sobre todo, aparte de las intervenciones de Antonio, los «asedios» de Tomás Sánchez Santiago y José María Castrillón, que, gracias a un trabajo de lectura y relectura realmente notable, lograron abrir nuevas puertas en la conversación. Por imperativos editoriales, la versión final del coloquio es una versión abreviadísima de la trascripción original. Algún día, si hay interés y paciencia, recuperaremos esa primera versión, más dilatada y distendida, más charla que interrogatorio, en la que se palpa el buen ambiente que reinó en nuestro encuentro.

Ah, el dossier se titula «Antonio Gamoneda. Claridad sin descanso». Me tomo la libertad de copiar algunos (pocos) fragmentos del texto de introducción, para daros una idea más completa de estas páginas. Lo dicho: haceros con el número de octubre de Quimera, y no os olvidéis del de septiembre, con un estupendo dossier sobre Sebald:

Uno de los propósitos (si no el principal) que ha guiado la confección de este dossier era [examinar] sus afinidades y semejanzas con escritores en otras lenguas, asunto sobre el que hay escrito bastante menos. [...] Se ha aspirado a mostrar el camino con un largo ensayo de Eduardo Moga en el que se examina, desde la estilística, los puntos de confluencia entre Saint-John Perse y Gamoneda, y otro más breve de Juan Andrés García Román, quien profundiza en sus concomitancias con Paul Celan e Ingeborg Bachmann en su labor de búsqueda de la «verdad», de un lenguaje capaz de expresar la naturaleza radicalmente subjetiva del sufrimiento.

De todo esto y de otros asuntos se habla en el extenso coloquio que abre el dossier, en el que, además de proponer un itinerario de inquietudes e interrogantes, quisimos huir del rígido formato binario de ciertas entrevistas. Contamos para ello con poetas y críticos (José María Castrillón, Tomás Sánchez Santiago, Jaime Priede y J. A. García Román) largamente familiarizados con esta obra [...].

Se ha tratado, por último, no sólo de contar con dos críticos de la solvencia de Eduardo Moga y Miguel Casado (quien es, además, el crítico por excelencia de nuestro poeta) sino también de abrir la puerta a una nueva generación de ensayistas en las personas de José Luis Gómez Toré y Juan Andrés García Román. Sólo nos queda esperar que el resultado final esté a la altura de las expectativas del lector, pero, sobre todo, que sea digno de la intensidad radical y deslumbrante (sólo luz) de esta poesía.