jueves, octubre 31, 2019

octubre


Aquí mismo, en este cruce de caminos donde se juntan una calle cortada, los alrededores de las vías del tren, los retales desastrados de un parque urbano y la fachada de ladrillo de la vieja Escuela de Cerámica, suena de pronto una música de vientos y percusión, un tema de salsa cuyos compases se cuelan entre las verjas oxidadas y hacen ondular extrañamente la luz de finales de octubre. Son los albañiles que faenan en el solar de la esquina. Una pequeña cuadrilla –no serán más de tres o cuatro– ocupada en la reforma de lo que parece un vivero, un armazón de hierro acristalado del que solo distingo mesas con herramientas y montones de tierra incolora. La jornada ha concluido y andan recogiendo sin prisa, tomándose su tiempo, escuchando la música que sale a todo volumen de la radio y vuelve más meloso aún el aire de la tarde. Una coreografía tranquila, tan otoñal como el día.

La perra se ha puesto a hurgar en los matorrales, como si también ella quisiera hacer un alto antes de enfilar el camino a casa. Nadie nos espera. Ellos, en cambio, querrán volver al hogar, estar con los suyos, o eso quiero pensar. Van y vienen entre zanjas y pilas de ladrillos grises y cables enrollados y parece que todo fuera plegándose a su paso, sintiendo la sombra que llega. Pero la alegría de la música hace todo lo posible por desmentirlo.

lunes, octubre 28, 2019

ana blandiana / poemad



Ana Blandiana leyendo en el Auditorio del Centro Cultural Conde Duque,
Madrid, 27 de octubre de 2019, dentro del festival PoeMAD


En los poemas de Ana Blandiana, por lo común breves, suceden muchas cosas y se imaginan otras tantas. O, mejor dicho, cada elemento baila con los demás en una coreografía incesante de causas y consecuencias, de mutaciones vertiginosas que señalan el camino de la extrañeza y el asombro: los párpados caen «como la cuchilla de una guillotina / sobre el cuello del mundo exterior»; «las iglesias / se deslizan sobre el asfalto / como navíos / cargados de terror»; o, en fin, «el horizonte se parece a / una bola de ámbar / en la que / fosilizados dioses / y proyectos inconclusos de ángeles / se transparentan / con asombrosa exactitud / y casi se mueven». Si, como quería Elias Canetti, el poema «es el custodio o garante de la metamorfosis», esto es, el modo en que el mundo se reinventa y se recrea sin cesar para eludir la cárcel de nuestras definiciones conceptuales, de nuestros dogmas, la escritura de Ana Blandiana es un ejemplo supremo de esta energía transformadora, de esta fuerza de la imaginación que establece relaciones y analogías y revela el modo en que las cosas, para persistir en su ser, se convierten en otras y aceptan –sin reproches, con una paciencia que ha sido puesta a prueba cientos de veces– lo que les toca en suerte.

Lo dice su traductora Viorica Patea en un texto reciente: «Antes de ser un nombre conocido, Ana Blandiana fue un nombre prohibido». Nacida en 1942 en la ciudad de Timisoara, muy cerca de la frontera occidental de Rumanía con Serbia y con Hungría, la poeta fue objeto constante de represalias por parte del régimen comunista, que prohibió su obra hasta en tres ocasiones. Hija de un sacerdote ortodoxo que había sido preso político –y «enemigo del pueblo», nada menos–, la poeta fue castigada a los diecisiete años por publicar su primer poema en una revista. Esta primera prohibición fue quizá la más dura, la más determinante: no solo duró cuatro años, sino que supuso «la privación del derecho de cursar estudios universitarios» y la obligó a trabajar por un tiempo como peón de la construcción.

Su regreso como poeta en 1964, con la publicación de La primera persona del plural, supuso su confirmación como parte del grupo de jóvenes poetas que traían la renovación estética a la poesía rumana: una poesía que oscilaba entre un tono intimista y el vuelo imaginativo, el impulso subjetivo y la tensión órfica, y que conectaba con la escritura vanguardista de entreguerras. De estos años data Octubre, noviembre, diciembre (1972), libro editado por Pre-Textos en 2017, en el que el sentimiento amoroso –teñido de panteísmo y hasta de misticismo– encarna en una escritura llena de plasticidad, de imágenes sugerentes y oblicuas, de viveza.

Con los años, y conforme el régimen de Ceacescu fue estrechando su cerco represor, la poesía de Ana Blandiana fue haciéndose más limpia y reflexiva, también más irónica. Lo resume muy bien Viorica Patea: «Sus temas recurrentes son el compromiso ético, el sentido de culpa y la confrontación de la pureza con los registros simbólicos de la degradación». Libros como Estrella predadora (1985) y La arquitectura de las olas (1990) dan cuenta de ese esfuerzo ingente del individuo por mantener su dignidad y una imagen ecuánime de sí mismo en la atmósfera sofocante de una sociedad manchada por la mentira, la sospecha y la vergüenza. Con la caída del régimen en 1989, la poeta participó –entre otras iniciativas– en la fundación de la Alianza Cívica, organización no partidista que luchó por mitigar las secuelas de la dictadura comunista. Libros como Mi patria A4, El sol del más allá o El reloj sin horas testimonian el viaje de esta poesía hacia una mayor sencillez o depuración verbal. El resultado es una escritura sabia y crepuscular, llena de preguntas sin respuesta y de respuestas provisionales. Una escritura perpleja, obsesionada por el estatuto de la verdad en un tiempo de imposturas y sucedáneos, de reclamos mendaces.


Se podría hacer un pequeño compendio con las reflexiones, llenas de lucidez, que Ana Blandiana ha hecho sobre poesía. Quizá la más importante sea su defensa de la inspiración y su retrato del poeta como un servidor atento: «La poesía –dice– no se puede inventar, hay que descubrirla. La poesía depende sólo en cierta medida del que la compone. […] Esta dependencia de una voz que a veces puede permanecer callada mucho tiempo […], me hace sentir feliz como ante un milagro que me sucede, a la vez que humillada por esta dependencia de la que no puedo librarme».

Claro que estamos ante una poeta que descree de las definiciones y las cajitas conceptuales, menos aún cuando se habla de algo tan misterioso como la poesía: «Decía Lao-Tse, refiriéndose a la realidad suprema, que quien no la ha conocido no habla de ella, y que quien lo hace es porque no la ha conocido. Así es. Una vez di una definición algo cómica, pero veraz: dije que la poesía es como un halo, una aureola que, para ser entendida y aceptada, intenta tomar la forma de un sombrero».

Y, por último: «Siempre he soñado con un texto que tiene varios planos, perfectamente inteligibles, cada uno autónomo y distinto, parecido a los murales de los monasterios medievales en cuyos paisajes se vislumbran, desde ciertos ángulos, las figuras de los santos». Así, como los frescos de las iglesias bizantinas de su país, es esta poesía: un calidoscopio de imágenes y formas, de ideas pintadas y metáforas que piensan, de extrañezas que acompañan y compañías que no dejamos de extrañar.


Tuve miedo

Tuve miedo de nacer,
Es más: hice
Todo lo que dependía de mí
Para que esta desgracia no tuviera lugar.
Sabía que tenía que gritar
Para demostrar que estoy viva.
Pero me obstiné en callar.
Entonces el médico tomó
Dos cubos llenos de agua
Fría y caliente
Y me sumergió
Varias veces
Como en un bautismo alternativo,
En nombre del ser y del no ser,
Para convencerme
Y yo grité furiosa NO
Olvidando que el grito significa vida.

Trad. Viorica Patea y Natalia Carbajosa


domingo, octubre 20, 2019

sala 4


Por la puerta de la Sala 4 (Medicina Nuclear / P.E.T – T.A.C) entra y sale gente muy diversa: enfermeras, secretarias –no hay casi varones en estos negociados–, médicos, técnicos de laboratorio, celadores, pacientes en camilla o en silla de ruedas… Los que estamos en la sala de espera, aburridos de esperar, seguimos el ajetreo con más resignación que intriga. Es una resignación egoísta, sin duda. No queremos estar aquí. No queremos ser tantos. No queremos tener que esperar tanto a que nos llamen. Pero la resignación crea su propia burbuja solipsista. Hace años tendríamos la mirada perdida; ahora la hundimos en la pantalla del móvil.

Hoy la Sala 4 está de reformas: tres o cuatro albañiles y una pareja de pintores que van y vienen con botes de pintura y aparejos varios. El mayor de todos, que quizá sea el jefe, me llama la atención porque cada vez que sale o entra por la puerta dice algo. No logro entender lo que dice –es solo una frase, a veces muy breve–, pero que lo hace es indudable. Y también que solo habla cuando entra o sale por la puerta. No lo puede evitar. Es como si supiera por instinto que el trecho de pasillo entre la puerta y la sala de espera es un pequeño escenario. Y que su obligación, o una de ellas, es hablar al respetable, que somos nosotros. Lo hace con voz ronca, atropellada, y más bien para sus adentros, como si repasara verbalmente la faena o se diera instrucciones a sí mismo. Es un albañil con vocación de actor: basta que algunos lo miremos para que tome conciencia de su papel y lo interprete. Y no le falta tarea, desde luego: el trasiego es constante y sus frases se vuelven cada vez más cortantes, casi monosilábicas. Es el archialbañil, en fin, que finge trabajar incluso cuando trabaja. Pero lo hace de manera refleja, sin anunciarse ni darse aires. Ni siquiera se ha dado cuenta de que M. y yo lo miramos con curiosidad. Ahora, mientras escribo estas líneas, le sigo envidiando esa inconsciencia.

lunes, octubre 14, 2019

him


Lo llamaremos «el crítico», porque a eso, a criticar, ha dedicado su vida. Dice que es feliz leyendo, que nunca le faltará la alegría mientras haya libros por leer. Dice ir por la vida con paso risueño, como un personaje de dibujos animados. Ama, así nos lo asegura cada poco, su vida rutinaria y provinciana, de solterón satisfecho de sí mismo.

¿Por qué, entonces, todo lo entristece y lo hace pequeño, mezquino? No hay reseña en la que no ponga reparos; no hay párrafo en el que no ponga su dedo pueril sobre un fallo presunto o imaginado. Incluso en los libros que le gustan o excitan su entusiasmo –sobre todo en ellos, en realidad, y más si el autor es alguien cercano–, no pierde ocasión de señalar errores, miopías, limitaciones de este o aquel. Nada merece su aprobación si no lo mengua un pellizco y lo desluce con la sombra de su condescendencia.

Eso sí, no cabe enfadarse. Los que han visto sus libros así tratados saben que no importa, que todo es cosa de su exhibicionismo infantil, su impertinencia, como un niño repelente que no para de levantar la mano para llamar la atención de su maestro (quizá es que el maestro, puestos a seguir esa lógica, somos nosotros, que su miseria de espíritu necesita nuestra aprobación). Pero es todo un poco triste, un poco sucio, un síntoma de mezquindad que nos rebaja por asociación. Pobre libro, verse manoseado de este modo… Y la rueda gira y un buen día nos llega el turno: siempre habrá repuestos para el juego triste de este niño grande.

lunes, octubre 07, 2019

5 minutos


Ayer, en la Casa de Campo, septiembre mostraba su mejor rostro. Íbamos subiendo por la carretera de Garabitas, admirando el modo en que la dehesa cambia de aspecto conforme se eleva: primero, los grandes pinos tranquilos que miran al norte; luego, el valle de juguete de las madrigueras, donde los conejos se toman su tiempo entre tocones de encina y pequeños arbustos; más arriba, en las estribaciones del cerro, el encinar propiamente dicho, verde y tupido, salpicado también de negrillos, de robles, de castaños… Las tormentas recientes le han dado vida y color, limpiándolo a fondo hasta darle un aire heráldico, como de tapiz antiguo. El verde oscuro y coriáceo de las hojas contrastaba con el verdín de la hierba corta y el gris austero de los troncos. Holgura para caminar, para respirar… Ni siquiera el sol, todavía intenso a esas horas de la tarde, era capaz de agobiarnos.

En realidad, el sol era una compañía bienvenida. Lo supe más tarde, cuando la brisa fue acumulando nubes hacia el oeste y el sol se perdió en ellas como en una tela de araña. Había luz, sí, pero con la veladura de un eclipse, su pátina rapaz. El aire se volvió escaso, mezquino. Un aire –pensé con intriga– en el que no era difícil imaginar a las malas madres del cuadro de Giovanni Segantini, esas mujeres lánguidas que vi hace poco en el Belvedere de Viena y que parecen flotar o colgar como demonios de las ramas de un árbol pelado. El tapiz se había dado la vuelta y ahora mostraba un paisaje turbio, espectral. No fue más que un instante, pero me agarré a él. El sol volvió a salir de entre las nubes y su luz plana nos señaló el camino de vuelta. No le dije nada a M. No iba a inquietarla, y tampoco quería ponerme a describir el cuadro, ni el modo en que mi reencuentro con él despertó una memoria adolescente que creía enterrada…

No entiendo el sentido de estas alucinaciones, pero tampoco me resigno a descartarlas. Son la forma en que mi imaginación me dice que está ahí, que necesita cuidados. Basta con hacerles un hueco en este cuaderno y seguir camino, como ayer. Cinco minutos pueden dar para mucho cuando están llenos de atención, de ojos y palabras reverentes. Caminar, escribir, esa manera mudable en que los tiempos pierden su rigidez a cada paso, a cada línea. La percepción de que todo es a la vez cercano y remoto, inminente y ajeno. Salir a la calle para empezar a leerse. Volver a casa como quien cierra un libro.