lunes, julio 13, 2009

rossi / la fábula del escéptico


Primero fue Carlos Castilla del Pino. Luego José-Miguel Ullán. Y, por último, hace poco más de un mes, Alejandro Rossi. Sus muertes no por anunciadas fueron menos dolorosas para quienes les leímos y admiramos desde una distancia cómplice. De los tres, sin duda el menos conocido en España es Rossi, autor de un puñado de libros memorables que se mueven en ese difícil terreno fronterizo entre el ensayo y la ficción que inauguró Borges. A pesar de que compartimos algunos amigos (con Juan Malpartida en primer lugar), nunca tuve la oportunidad de conocerle personalmente. No sé si lamentarlo. Sospecho que los nervios o el exceso de respeto y admiración me habrían jugado una mala pasada.

Fue Juan, precisamente, quien me animó a escribir este artículo sobre el primero y acaso el mejor de sus libros, Manual del distraído (1978; Anagrama, 1997). Un artículo que se publica ahora en la revista El Summum gracias a la amable invitación de Miguel Barrero y en el que he tratado de explicar, o de explicarme, la fascinación con que he leído y releído sus páginas desde que Fernando Menéndez (de esto hace como doce años) me regalara un ejemplar en la edición de Anagrama. Como la revista se ve poco fuera de Asturias, lo cuelgo ahora en esta bitácora a modo de homenaje y despedida a su autor. También como una invitación a leer sus libros. Porque sólo hay alguien más afortunado que quien ha leído un buen libro: quien está a punto de leerlo.


La fábula del escéptico

Un libro –lector improbable– que expresa mi gusto por el juego, por la moral, por la amistad y, sobre todo, por la literatura.

Alejandro Rossi

Manual del distraído es un título de apariencia contradictoria y se presta muy bien al juego de la glosa o el comentario de texto. Eso mismo intenta Octavio Paz al compararlo brevemente con Manual de espumas, de Gerardo Diego, o Juan Villoro al afirmar que «un manual distraído es un recetario contra las recetas», desplegando así su presunta contradicción. Mi afición a las invenciones etimológicas me lleva a urdir otro juego y preguntarme qué hay detrás de la palabra «distraído». Tal vez la distracción no sea otra cosa que una variante de la reticencia o la resistencia, una forma sutil de impedir que nos empujen de acá para allá, de ser traídos y llevados como mercancía por las obligaciones y compromisos de nuestro paso por el mundo. El «distraído», en fin, es una figura en la sombra, alguien que se reserva y se resiste a los llamados externos, que obedece tan sólo su propio impulso interior: que no es traído, sino que llega a un sitio por decisión propia.

Se entiende así que Paz dijera que «entre manual y distracción no hay contradicción sino inconexión». Nada impide o tiene de extraño que un distraído tenga manual, y hasta podemos entender el libro como el testimonio de un orden secreto, de una actitud vital perfectamente asumida y puesta en práctica. El título, pues, más que contradictorio es desafiante, con la breve redondez de una declaración de principios. Rossi lo emplea para decirnos que hay «método» en su imprevisión, o mejor: que la imprevisión, sus vueltas y revueltas incesantes, es el método que más estima, la ley del deseo y la atracción, el camino regido por los imanes del mundo. Una cosa es escribir «sin planes», según confiesa Rossi en su «Advertencia», y otra muy distinta que el libro resultante no esconda o encarne un plan determinado, un mapa secreto de la existencia según su autor. El mismo Paz, en El arco y la lira (lo recuerda Julieta Campos en el primero de los cinco prólogos que acompañan la edición española del libro de Rossi), escribió que «distracción quiere decir atracción por el reverso de este mundo, [lo que hay] detrás de la vigilia y la razón». Ese reverso es, también, lo que hay detrás de la superficie, de las apariencias: la distracción es una forma de la reticencia porque sospecha de los llamados de atención demasiado evidentes. La palabra ostentosa, la proclama sentimental o la toma de partido excesiva le inspiran una desconfianza inmediata y lo llevan por el camino de la voz baja y lo secreto, de lo familiar que un día nos deslumbra, del pudor que se ejercita en la ironía, de la concisión abismada y el homenaje dubitativo, del fragmento duro como piedra y el adjetivo insospechado.

La prosa de Rossi se instala justo debajo de la piel del mundo con un cosquilleo interrogante; no es una autopsia ni una revisión médica exhaustiva, no exige bisturí ni placas radiográficas, sólo levanta un poco la alfombra y nos deja ver el polvo que se amontona bajo las apariencias. La imagen proviene de un poema de Charles Simic donde alguien «barre la suciedad del siglo diecinueve / y la esconde en el veinte», y evoca la naturaleza inerte y envenenada de ciertas herencias, o de parte de ellas: lugares comunes, fórmulas vacías, palabras degradadas, maneras de no pensar o de negar el pensamiento. Cuando Rossi, en su «Advertencia», dice que Manual del distraído «huye de los rigores didácticos pero no de la crítica», tiene muy en cuenta que la crítica es el modo más alto de la didáctica y el único medio con que contamos para limpiar y renovar nuestro pasado. La distracción de Rossi es un antídoto contra los tópicos disfrazados y las fórmulas especiosas que tanto abundan en la plaza pública, una mueca burlona que desvela el hueco de lo que pasa por reflexión y no es más que un reflejo adquirido. El tono de fastidiosa parsimonia que recorre estas páginas (el mismo que motiva tantas precauciones, tantos matices y reservas y apartes) es el de quien elige hacer camino por su cuenta y, llegado el caso, prefiere andar solo a volar en avión con multitudes abotargadas. La imagen es exagerada y no estaría completa sin mencionar la gracia y bonhomía con que Rossi exhibe su escepticismo. Esta gracia y bonhomía le salvan de caer en la amargura y compensan sus pocas ilusiones sobre nada ni nadie. El exceso de lucidez no conduce, en su caso, a los enfebrecidos páramos de un Cioran o un Beckett; la conciencia del absurdo universal no produce una prosa fracturada o enferma de anemia, como (exagerando un poco) la de algunos contemporáneos franceses. No parece casual que los tres primeros nombres propios que aparecen en Manual del distraído (en «Confiar») sean Boswell, Berkeley y el doctor Johnson: la tradición empírica de la que incluso Berkeley forma parte es el humus donde prende el pensamiento de Rossi. En este sentido, el párrafo final de «Confiar», ensayo inaugural del libro y hábil refutación de la espiral disolvente que plantó Nietzsche, es toda una declaración de principios: «Creer en el mundo externo, en la existencia del prójimo, en ciertas regularidades, creer que de algún modo somos únicos, confiar en determinadas informaciones, corresponde no tanto a una sabiduría adquirida o a un conjunto de conocimientos, sino más bien a lo que Santayana llamaba la fe animal, aquella que nos orienta sin demostraciones o razonamientos, aquella que, sin garantizarnos nada, nos separa de la demencia y nos restituye a la vida». Esta fe animal (muy próxima a la «fe de carretero» de Unamuno) es lo que protege a Rossi de caer en el error de Narciso: «cualquier acto supone la presencia de objetos, cuerpos y rostros». O, lo que es mismo, Rossi sabe que toda expresión tiene un referente y que nadie piensa sólo, pues todo pensar es un diálogo y afirma la existencia del prójimo. Como ha escrito recientemente Juan Malpartida, en frase muy bella: «Quien piensa camina entre los hombres, se sienta a la mesa, refuta al desconocido, acude al ágora».

Rossi es el primero en advertir la naturaleza miscelánea de Manual del distraído. Libro de acarreo y balance contable de una producción dispersa en revistas (muy principalmente Plural), este manual mezcla y disfraza los géneros: hay ensayos que se visten de narraciones y relatos que adoptan un tono ensayístico, fragmentos reflexivos o enigmáticos, apuntes del natural y homenajes que dudan entre el elogio y la elegía. La unidad, desde luego, es más estilística que temática, como afirma el propio autor y han subrayado sin falta sus comentaristas. Se han ponderado con razón la elegancia y sutileza de la prosa, la exactitud impredecible de los adjetivos, muy en la línea de Borges, el fino humor de las elipsis y los sobreentendidos, su tono distanciado y refractario al patetismo y la exhibición sentimental. Pero la imagen final que da esta descripción, con ser justa, excluye un elemento de suma importancia para evaluar Manual del distraído: su naturaleza conversacional, la sensación que produce de que el autor se ha sentado a la mesa y nos habla en confianza. Aunque Rossi tiende a ser considerado a writer’s writer, su prosa rebasa el ámbito de la página y se convierte en trasunto de una charla entre conocidos. La voz que habla es locuaz y sus palabras esconden ese breve fuego con que a veces alguien a quien conocemos vagamente se apresta a desvelar un asunto íntimo: la ironía es amable, el tono se mantiene en un cauce de cortesía y civilidad, los escrúpulos del puntilloso excluyen la prisa y la impaciencia.

No sé si Gustavo Guerrero es el único que ha llamado la atención sobre este punto, pero su comparación entre el «manual» y los relatos incluidos en La fábula de las regiones me parece irreprochable: «Retrospectivamente, La fábula… arroja una luz muy precisa que ilumina nuestra lectura de Manual del distraído y pone de relieve la trama no menos dialogística de aquellos textos en los cuales la disquisición filosófica lleva a menudo el tono de la confidencia y la crónica, el de un encuentro entre viejos amigos». Y añade, con palabras que glosan otras del propio Rossi (al comienzo de «Relatos»), que el atractivo de estas páginas estriba en «contar una historia que siempre repetimos de la misma manera, sin preocuparnos mucho por la veracidad de los hechos o por las causas de que la narración se organizara de ese modo; contarla como si formara parte de nuestro repertorio familiar y como si todos nuestros amigos ya la hubiesen escuchado con más o menos cortesía». La despreocupación del cuentista es también la de quien ha pasado mucho tiempo con sus pensamientos y no distingue entre diálogo y soliloquio, precisamente porque pensar es siempre cosa de dos. Con frecuencia, sumidos en la reflexión, nos descubrimos hablando a solas, musitando algún reparo, una respuesta. La escritura morosa de Rossi tiene algo de este ritmo tentativo del que piensa en voz alta y convierte la charla en una confesión improvisada. La frontera, desde luego, no es fácil de establecer. Al comienzo de «Por varias razones», el autor confiesa que «todo el día, desde que me despierto, pensar es una actividad que practico con desesperación y desgano. Un vagón que se precipita por una montaña rusa. El más leve contacto con la realidad desencadena esa furia interior». Hablar a solas con otro, compartir sin más preámbulo el soliloquio que nos devana, es tal vez un alivio, una forma espontánea de la liberación. Y explica también el alto concepto de la amistad que tiene Rossi: el amigo es quien escucha y comprende, el que disculpa nuestros defectos y potencia nuestras virtudes, el que hace innecesarias ciertas explicaciones y se niega a traicionar nuestra franqueza; el amigo, en fin, como lector ideal, o mejor: el lector como amigo en ciernes, envuelto en el tono de complicidad que Rossi adopta sin esfuerzo aparente.

Pero mi descripción de Manual del distraído no estaría completa sin mencionar el espíritu lúdico de su autor. Rossi es un empírico que acepta el mundo externo y lo convierte en campo de juegos: el puntapié a una piedra con que el doctor Johnson demostró la existencia de la materia es ahora un baile de piernas donde la piedra hace de balón. Esta voluntad de juego tiene varios disfraces: la sonrisa irónica, el guiño travieso, el circunloquio que pospone infinitamente cualquier resolución, el aparte teatral, el detalle caprichoso o estrambótico. Pero también se desprende de una actitud vital que consiste en no tomarse demasiado en serio a uno mismo. El escritor Alejandro Rossi no carece de orgullo ni de cierta dosis de altivez bien entendida, la de alguien que no «soporta a los necios impunemente» (y así lo vemos página tras página estableciendo una distancia prudente con el mundo, desplegando su sorna maliciosa), pero al mismo tiempo no deja de reconocer, de hacer explícitos incluso, sus propios fracasos y limitaciones. La coquetería con que lo hace no debe engañarnos. Esta mezcla de orgullo y modestia es la de quien no se siente en modo alguno inferior a los mejores entre sus contemporáneos, al tiempo que percibe, ya sin resentimiento, su incapacidad para igualar los logros del pasado. Es una percepción exagerada, desde luego, porque uno, por lúcido que sea, no puede estimar el valor exacto de su trabajo, pero que lleva finalmente a cierta actitud de resignación y tal vez de indiferencia. Como Antonio Machado, también Rossi parece estar diciéndose en ocasiones que «el arte es largo y además no importa», pero lo hace con la entereza del que sabe que «los actos negativos casi siempre son narcisos y retóricos». La franqueza consigo mismo y la conciencia aguda de sus propias limitaciones le producen cierto desánimo, pero no la pérdida de su ecuanimidad. Y el humor, en última instancia, viene a salvarle con sus inyecciones de relativismo y su risa disolvente.

La ironía y la voluntad de juego de Rossi se manifiestan, sobre todo, en su manejo de la hipérbole. Manual del distraído abunda en globos que se inflan sin otro motivo que hacerlos estallar, como si la única forma de revelar la miseria de la realidad fuera contraponerla a un paisaje idealizado y sin fisuras. El ejemplo más visible lo tenemos en «Enseñar», donde la crítica a la enseñanza universitaria toma como punto de partida una viñeta de perfección imposible:

Los profesores dictan clases intensas, fogosas, medulares, con una dialéctica perfecta, mientras los alumnos escriben en sus cuadernos con una sensación de entusiasmo, plenitud, descubrimiento. Callan cuando es necesario, distinguen netamente entre una plaza y un aula, no se distraen, no conversan con el compañero, jamás les pasa por la cabeza que es interesante dejar el propio nombre grabado en las maderas de las bancas. El profesor conoce a sus alumnos, sabe lo que cada uno de ellos ha leído, cuáles son las diversas dificultades con las que tropiezan, es capaz de reconstruir y corregir el proceso mental que condujo a una conclusión errónea. Tiene experiencia y no desconoce, por consiguiente, la importancia de un elogio, gradúa los estímulos, fomenta la convicción de que los esfuerzos no pasan desapercibidos. Revisa los trabajos, los compara con los anteriores, los comenta y, desde luego, también los critica. Pero no los destruye, porque sin ser un ángel no es un carnicero; señala los defectos y no le lastiman las cualidades…

El propio autor confiesa más tarde que la viñeta «huele a utopía», pero eso no le impide prolongarla durante más de una página, empleando en ella su declarado «amor al detalle» y la descripción minuciosa. Rossi sabe perfectamente que su estampa es una idealización y que es injusto recurrir a ella para desvelar la insuficiencia de lo real. Pero su actitud esconde, en rigor, una nostalgia profunda y casi desmedida por un estado de perfección que corresponde, tal vez, a la memoria común del paraíso. Ese paraíso, en Rossi, no es tanto recuerdo simbólico de una infancia olvidada (recordemos el tono desconcertado con que el narrador invoca un episodio infantil en «Relatos»), como vívida conciencia de la armonía posible. Su nostalgia no se proyecta hacia el pasado ni es otra forma de la esperanza: no cabe refugiarse en otro tiempo pues nada nos invita a pensar que la realidad sea menos mísera para quien se sitúa en su presente respectivo. Diría, más bien, que esa nostalgia tiene que ver con su pasión por el lenguaje, con su creencia en la capacidad de la palabra para cifrar realidades alternativas. Según Rossi, todo aquello que ha sido dicho y que puede ser dicho existe. El Paraíso existe porque algunos lo imaginaron y está cifrado en palabras que nos permiten, a su vez, imaginarlo. Leer, escribir, son formas del consuelo y maneras de saciar, hasta cierto punto, nuestra nostalgia de armonía. Pero la brecha, apenas reparada, se abre con más fuerza desde el instante en que la perfección es empleada como vara de medir (y golpear): fuera del lenguaje no hay ni puede haber ideal.

El escéptico que hay en Rossi esconde, pues, un nostálgico de realidades que sólo existen en la literatura. Esto, en cierto modo, lo condena al ámbito de la glosa y la paráfrasis. Su tarea es leer entre líneas y moverse con astucia entre algunas visiones escogidas. Manual del distraído practica el arte sutil de la glosa con maestría y generosidad, apoyándose en una voluntad crítica que desdeña las apariencias solemnes y la calderilla de los lugares comunes. Creo que fue Roberto Juarroz quien escribió a una vez que «fuera del poema el poema me parece imposible». Yo diría, jugando con la cita del poeta argentino, que Rossi ha escrito el libro de un escéptico que deja de serlo al escribir.

domingo, julio 12, 2009

calle blanca



El futuro desciende sobre esta calle blanca donde todo es incierto.

El aire mueve hollines, esquirlas de hojas secas, limaduras de goma negra que salpican el empedrado.

Caminas en silencio, y el hierro del calor te corrompe, adormece tus párpados.

Recuerdas una edad en que los nombres importaban. Ahora los nombres son esta masa inerte que un sol extravagante desdibuja sin odio: dos bancos de madera, una hilera de acacias ambarinas que se arquean al sol con angustia africana, las motos agolpadas en la acera, la textura del aire.

Habrías deseado otra baraja, no este idioma desértico, desmochado por la incerteza, el punzón de la duda taladrando las horas con hermosa insistencia.

Y piensas en la sombra de tus ojos, y en solares dejados a su suerte, y en mañana, que es un hombre cenceño que se detiene ante tu puerta y llama y dice un nombre incomprensible que acaba siendo el tuyo.

La tarde hace vibrar sus alas de insecto,

todo se borra bajo la luz blanca, en este espacio sin gramática,

esta calle de hollines y hojas secas, de ramas aceitosas y un aire lento, que nada mueve.

viernes, julio 10, 2009

stephen spender / poema



Torres de alta tensión

La piedra era el secreto de estos cerros, y granjas
hechas con esa piedra,
y caminos en ruinas
que daban a parroquias imprevistas y ocultas.

Ahora, en estas colinas, se levanta el cemento
que teje cable negro;
pilares, limpias torres
desnudas como enormes muchachas sin secretos.

El oropel del valle con su aire sombrío
y el castaño verde
de raíz familiar
quedan atrás, burlados como el lecho reseco

  de un arroyo.

Pero arriba, tan lejos como la vista alcanza,
como azotes de furia
y el peligro de un rayo
discurre la veloz perspectiva del porvenir.

Tan cargado de auspicios, con su viaje contraen
nuestra tierra esmeralda:
soñando con ciudades
donde las nubes suelen posar sus níveos cuellos.


1933


El paso del tiempo no ha sido piadoso con Stephen Spender (1909-1995). Encumbrado tempranamente junto a Auden como uno de los poetas canónicos de los thirties, su perfil comenzó a desdibujarse no bien pasó la década y Auden se instaló en Estados Unidos. Spender se hizo más conocido por sus memorias, sus labores editoriales al frente de la revista Horizon y sus múltiples trabajos como divulgador cultural, embajador del PEN Club y profesor en universidades norteamericanas. Él mismo dejó un relato meridiano de sus dudas y limitaciones como poeta en sus diarios, en los que además da la impresión de haber vivido siempre a la sombra de Auden, como una especie de secretario tácito o perpetuo de su amigo. Parece claro que Auden se creía superior a él. Lo que sorprende es que Spender aceptara esa superioridad sin rebelarse, sin asomo de rencor. El equilibrio de fuerzas de su relación no se modificó jamás desde su primer encuentro en Oxford, cuando Auden respondió a la pregunta de Spender sobre si debía dedicarse a la prosa: «No, debes escribir poesía; no queremos perderte para la poesía». «¿De verdad crees que tengo talento para la poesía?», volvió a preguntar un azorado Spender. «Por supuesto −respondió Auden con frialdad oracular−, eres infinitamente capaz de sentirte humillado. El arte nace de la humillación.»

No parece que el tiempo haya dado la razón a Auden. Spender es ahora más conocido por sus libros en prosa, en especial sus memorias y el volumen de diarios que publicó a mediados de los años ochenta y que nos ofrece el retrato de un hombre sensato y afectuoso, ansioso por gustar y conocedor de sus limitaciones; un hombre consciente de que su lugar privilegiado en el mundo literario de la posguerra inglesa era en realidad un espejismo, un engaño que no compensaba su falta de fertilidad poética. Sin embargo, dejó un puñado de poemas muy notables, como se suele decir, y tuvo la deferencia de seleccionar bien su trabajo: sus Collected Poems son un volumen ligero y manejable que sigue leyéndose con gusto. Quienes le reprochan que no escribiera grandes poemas u obras ambiciosas no suelen tener en cuenta el alto nivel de toda su producción; no tiene, o al menos no dejó pasar, un solo poema vergonzante o malo.

«Torres de alta tensión» pertenece a su primera etapa y comparte con Auden la fascinación por los emblemas más visibles de la modernidad tecnológica. Una modernidad que invade el campo y crea curiosos contrastes, que Spender describe con imágenes de corte bucólico sabiamente alteradas para la ocasión.

El original, aquí.

jueves, julio 09, 2009

suceso, de nuevo


Publicado en Letras Libres, 94 (julio 2009), p. 45.
Podéis acceder al poema pulsando sobre la imagen.

acción / reacción

No consigo traducir un pasaje particularmente abstruso de un ensayo de Eliot. Creo comprender los detalles pero su sentido general se me escapa. Molesto, irritado incluso por mi incapacidad, recurro a una vieja traducción mexicana del mismo ensayo. Es inútil: mi predecesor anda aún más despistado que yo y malinterpreta por completo el sentido del original. Pero entonces se me enciende una luz, no sé cómo, y a fuerza de tirar del hilo doy con el sentido concreto del pasaje, la forma de traducirlo.

Así trabaja también la mente, como un mecanismo de acción-reacción. Como si el error del traductor mexicano fuera un aviso a navegantes o una pared tapiada que me hiciera rebotar y me empujara en la dirección correcta. Y vuelvo a concluir, no sin resignación, que a veces la claridad no es más que falta de alternativas.

martes, julio 07, 2009

un ensayo de christopher middleton


Reflexiones sobre una proa vikinga

A fin de recapturar la realidad poética en un mundo tambaleante, acaso debamos revisar, una vez más, la idea del poema como expresión de los «contenidos» de una subjetividad. Algunos poemas, al menos, y algunos tipos de lenguaje poético, constituyen estructuras de una especie singularmente radiante, donde la «expresión de uno mismo» ha sufrido un profundo cambio de función. Experimentamos tales estructuras, si no como revelaciones del ser, sí como aperturas hacia el ser. Las experimentamos como no experimentamos ninguna otra cosa.

Sin embargo, decimos que un texto poético no es tal o cual cosa ahí afuera. Decimos que un texto, en tanto que objeto virtual, no es algo real, que ni siquiera es un objeto. O decimos que este o aquel texto hace de interfaz entre las cosas y las personas, pero que su estatus ontológico está al cuidado del destinatario, que a su vez es itinerante y anónimo. Consideremos el problema desde este ángulo: ¿No será que estamos olvidando, en primer lugar, lo que algo es en tanto que artefacto, y en segundo lugar lo que significa? Puede que nos estemos olvidando, en concreto, de las virtudes intrínsecas de los artefactos preindustriales, no sólo de aquellos que tenían de manera explícita un valor sagrado.

Encajes, iconos, vidrio soplado, monedas griegas acuñadas a mano, fíbulas, figurillas, libros antiguos, pinturas, carretas, colchas y arados...: estos objetos manufacturados son reales, se volvían reales, cuando eran avivados por corrientes de energía formalizada y el deseo cristalizaba al viajar de la imaginación a unas manos expertas, pasando por la preciada materia prima, y luego vuelta a empezar en un circuito incesante. Algunos artefactos se cargaban de un espíritu que, como en las máscaras Kwakiutl, quedaba formalizado cuando la habilidad del artífice lo dirigía, como un rayo, y lo hacía cristalizar en objetos socialmente significativos que iluminaban el contexto espaciotemporal del artífice y su tribu. Este artífice no está confesando nada, no está imponiendo sus propias compulsiones subjetivas, no cataloga impresiones, no deduce un edicto de una anécdota. No hay nada aleatorio que no quede absorbido en la estructura del artefacto. El artífice modela en el objeto un saber grupal que habla por sí mismo.

Esta es al menos una forma de ver, hoy en día, ciertos objetos y prácticas ajenos a nosotros, más antiguos que nosotros. Puede que condenemos tales prácticas como fetichistas. Rara vez, con todo, reconocemos el aguado fetichismo, o la idolatría, con que rendimos culto a coches, lavadoras, mecheros, todo nuestro brillante arsenal de productos y comodidades tecnificadas. Aquellas prácticas antiguas estaban informadas por una vigorosa e incluso feroz concepción animista de los materiales primigenios (madera, jade, bronces), con los que la gente se relacionaba como antes se habían relacionado con los animales y con los dioses en los animales. Este animismo puede no haber sido siempre lúcido. Pero al menos tenía la inventiva suficiente como para proporcionar sabiduría a través del conducto de los materiales, algo que aún puede verse en las viejas catedrales. Nuestras prácticas, desde luego, son menos activas. Convertimos productos en fetiches partiendo de una indiferencia bostezante –o una cerrada hostilidad– hacia un mundo de objetos que confunden la percepción y multiplican los signos de nuestra alienación. Peor aún: enfrentados a ese mundo aborrecible, molestos por su causa, todo deja de importarnos. El impulso del beneficio, mellado por una carga impositiva alta, provoca que apenas disfrutemos al implicarnos en cuerpo y alma en aquello que hacemos para la venta o incluso para nuestro propio consumo. Una diminuta fracción de este mundo másico, aquí y allá, sigue encontrando cierta gratificación en la manufactura de objetos perfectos en el tiempo de ocio que compra con el dinero del tiempo de trabajo. El trabajo artesanal vuelve a ponerse de moda, sí, y hasta en los Estados Unidos crece un cierto gusto por la cocina. Pero las grandes líneas de producción mantienen estos cambios en la periferia, destinados a una elite. Para el resto: plástico y apatía, una siniestra pareja de gemelos. Plastix y Apatía: gemelos croque-morts que rellenan el cadáver disecado de la civilización occidental.

Las viejas prácticas animistas, la vieja concepción de las cosas, cubrían un amplio abanico de significación vital: de la brujería a Rilke, de la profecía al ámbito de la indumentaria, de los barcos vikingos a los más delicados retratos en miniatura que se popularizaron en Francia y Alemania a fines del dieciocho. El artefacto como icono: si uno vivía en ese mundo, el icono contenía de hecho la sustancia anímica de la persona retratada. El retrato no tenía un carácter descriptivo ni era un derivado. Era una presentación, inmediata y precisa, del ser invocado de manera resonante por la imagen y almacenado en la imagen. Esto era más que simple idolatría. Gracias a la imagen, el observador se libraba de caer en ciertas trampas en su circuito de respuesta al mundo, trampas que en nuestro caso detienen el crecimiento por dos motivos. Uno es la opacidad, compuesta de miedo y hábito, que reprime y embota la subjetividad. El otro es el sentimiento de imposibilidad (nohow) que licúa la subjetividad. No es extraño, pues, que a lo largo de la década de 1840 miles de norteamericanos corrieran a los estudios de daguerrotipos con la esperanza de lograr una estructura, una identidad, en forma de imagen detallada y perfecta.

Debo desviarme de este marco de referencias para acercarme a otra cuestión. Puede que sea imposible reconstruir la realidad casi mágica de un mundo más antiguo, la textura de sus creencias. Pero podemos hacerlo de forma conjetural, en este caso, preguntándonos cómo se comportaban los artefactos, o cómo se pensaba que se desplegaban y alcanzaban las fronteras espaciales, tanto físicas como sociales, que los definían. Primero esbozaré una conjetura, luego trazaré correspondencias entre esa relación táctil (artefacto/medio ambiente) y los poemas experimentados como aperturas hacia espacios, o lugares, específicos.

Artefacto y medio ambiente: un ejemplo dramático es la proa del barco vikingo de Oseberg. La foto que tengo delante mientras escribo muestra una pieza de madera curvada, tallada minuciosamente, que surge de manera majestuosa de entre las rocas y el fango que enterraron el barco durante once siglos. Dispuestas en capas descendentes detrás de la curva de madera tallada, y aseguradas por clavijas de madera, hay ocho planchas, relativamente esbeltas, que conforman la sección delantera del casco; su curva sigue la curva de la proa, ascendente y afilada como un hacha. Luego viene otra plancha curvada, como si se quisiera hacer hincapié en la significación de la plancha de proa. El borde de ataque de esta última plancha es tan ancho como una caja de cerillas de cocina. Es liso y en paralelo a él corre otra pieza desprovista de adornos, el borde de salida. En el interior de este marco se hallan las figuras talladas.

Las figuras tienen carácter de bajorrelieve: ondas y entrelazamientos, diseños dragontinos. En lo que ha sobrevivido de la plancha de proa se pueden contar hasta siete áreas principales, todas ellas entrelazadas y entrecruzadas. La plancha de refuerzo situada en la parte anterior, ocho planchas más atrás, tiene una configuración similar pero no idéntica de garras, tendones, ligamentos como astillas y otras áreas corporales que evocan la apariencia de un dragón, y que comparecen de nuevo entrelazadas. Esta figuración no tiene carácter «representacional». Su naturaleza es otra, pero ¿cuál? Las áreas corporales aparecen sombreadas, rayadas, con estriaciones menos profundas que el contorno de las garras: pequeños rectángulos elevados, como los rectángulos cóncavos («encajonados») de un waffle o un barquillo: escamas de dragón, si es que tal era el motivo. Pero la intrincada ornamentación no borra en ningún momento la naturaleza leñosa de la madera. La fibra y las vetas son bien visibles. La talla no debilita en ningún momento la madera. Se comprende ahora lo que quieren decir los etimólogos cuando hacen derivar la palabra «cosmética» de «cosmos». Virtú esencial hecha explícita en una forma palpable y acentuada.

Los expertos afirman que los dragones, cuyas garras apuntan invariablemente hacia el mar, tenían por función proteger a los remeros de los espíritus malignos. Yo iría más lejos. Los dragones son espuma marina cristalizada en formas de animales (míticos). Son formalizaciones animales de la espuma marina que rompe contra la proa o yace fugazmente sobre la superficie del océano. Al mismo tiempo, los dragones no deforman en modo alguno la madera. Están ejecutados directamente a partir de la madera y de sus vetas. El artesano talló las protoformas de la sustancia marina en la madera, pues de este modo, pensaba, incluso si son retratadas como dragones, estas protoformas, para las que la madera es su elemento natural, saben también cómo lidiar con el mar, ya que están hechas de mar, sin dejar por ello de compartir la vida de la madera.

La nave estaba protegida y era guiada por protoformas marinas talladas –a manera de símbolos– en la madera cuya forma de hacha afilada se abría paso por la materia salada del mar. Los símbolos operaban una sustitución mágica. El sustituto, en tanto que símbolo, participa comunicativamente de la vida bruta, el mar, de la que es extraído. A causa de esta participación comunicativa, y porque conoce su doble origen, el dragón de madera sabe cómo aferrar el mar, lidiar con él, desviar sus asaltos y evitar que le haga trizas. Así es cómo el tallador de la madera servía a sus congéneres, con manos capaces. De otro modo, los enormes músculos de las espaldas y los brazos de los remeros se habrían revelado inútiles. Necesitaban las manos delicadas e incisivas del tallador, necesitaban su información, y necesitaban que los dragones les ayudaran, a fin de anticipar y dispersar los horrores del mar.

La talla que efectúa esta sustitución mágica no sólo tiene un papel de guardián (es decir, pasivo, capaz de prevenir la mala fortuna). Tiene también un papel transitivo. La talla opera en y sobre el mar, corta en el mar la forma del viaje humano. Por último, la talla es un modelo de orden, de buena energía bien ordenada. Significaba –incluso si no siempre lo conseguía– una conquista frente al azar. En virtud de su acción transitiva, este modelo daba sentido al azaroso mar. Para los músculos de los remeros era una señal orientadora entre las múltiples corrientes amenazantes, la henchida y laberíntica red de altas tensiones entre el orden y el caos, la nave y el océano.

Cuando se piensa en artificios de este tipo –el sistema de la proa no existe de manera aislada, como tampoco debemos perder de vista las implicaciones sociales que tiene para nosotros–, se comienza a tener dudas sobre los poemas que se adecuan al guión de la expresión subjetiva; dudas, asimismo, sobre los poemas anecdóticos o confesionales, los poemas que catalogan impresiones por adición, etcétera. Hablo de dudas, pero la clave que nos da el valor de cualquier texto es la naturaleza (cualidad) de la escritura; así que tal vez he dado un largo rodeo para admitir una distinción obvia. Ésta sería la distinción entre dos clases de texto, el configural y el confesional. Ambos son dignos de suscitar un sólido juicio estético. Si mis dudas tienen algún fundamento, es porque el modo (más o menos) confesional es más capaz de generar una escritura laxa, complaciente y arbitraria, y también porque da cabida a la impostura, a la falsificación.

Los guiones para la expresión del yo no se reducen a un conjunto de fórmulas, ni mucho menos. La fuerza liberadora de la poesía, tal como la conocemos hoy, proviene en gran medida de las expresiones volcánicas del pasado reciente. De Whitman a Artaud hemos tenido de todo: crisis en los intestinos, la psique y la voz, sentimiento oceánico, democracia, invención elaborada de los interiores humanos, sin excluir la angustia del ano de Artaud. El gran cacareo confesional, en su extremo más intenso, puede mostrar de qué temeraria y salvaje materia está hecho el individuo creativo. Pero los poetas artífices, a diferencia de los desenvolvedores de intestinos o los excavadores de la nada, están conectados a lugares históricos. Están conectados de raíz y de manera transparente a lugares específicos, escenarios sólidos. Me pregunto si su percepción de habitar un eje espaciotemporal concreto presupone una imaginación afín a la del tallador de la proa vikinga.

Propercio, Musil, Lorca, Kafka, Baudelaire, Mandelstam, Balzac, Fontane, Joyce, Mörike, Proust, Leopardi, Píndaro, y en la actualidad Ladislas Nowak en Trebic, o Fritzi Mayröcker en su cuarto de Zentagasse, no son sino escritores de milieu. Todos forcejean respetuosamente con la arbitrariedad. Sus ciudades, paisajes y cuartos no son literales al modo de una fotografía. Sus escritos no son nunca un reportaje frontal sobre localidades aparentes, sino creaciones formales que albergan e irradian espacio poético. Se puede reconocer, sin duda, un eje espaciotemporal concreto (un «mundo de apariencias») en las palabras y en la imaginación que tales palabras encarnan. Pero esta encarnación incluye un instante crucial de cambio. Ya nada es neutral, todo es trascendido y animado por los ritmos de una visión formal única que descansa en una sensibilidad original. (Hay muchas mujeres en este grupo de escritores; su ávido y rico sentido del espacio está, curiosamente, menos contaminado por el artificio.)

La Suabia de Mörike, la Roma de Propercio, la Vaucluse de René Char, todas ellas son estructuras –o debiera decir estructuraciones– que se vinculan de manera transitiva con el mundo externo y accidental cuya forma albergan. Así pues, experimentamos tales lugares como mundo, como cosmos, tan pronto los hemos experimentado en estas formas de palabras. Las formas léxicas inaugurales se distinguen netamente de la expresión en su sentido habitual; su naturaleza es vocal, pero no se trata de pensamientos/emociones vociferados de manera arbitraria. Nos ponen casi en contacto perceptivo con el ser; casi percibimos, en su organización, al ser como la forma más sutil e íntegra. No importa gran cosa si el punto de contacto es una alcantarilla o una fuente, un «velero» o «un cerdo en el aire», como dijo Byron. Tal vez el lugar real, en toda su densa variedad psíquica, sea en última instancia un foco para la creación de una visión: una visión del ser como una estructuración enigmática y honda, una estructuración llena de conflictos pero penetrante.

Llegado a este punto, siento que el académico que hay en mí pugna por hacerse oír. Sin embargo, si doy importancia a la estructura como un suceso lingüístico radical, sin considero que ciertas estructuraciones implican la existencia de magia, no estoy proponiendo que hagamos de la estructura algo conspicuo o exclusivo. Nada de frigidez neoparnasiana. Cualquier forma de purismo doctrinario me repele, incluso si la practica Gerhard Rühm. Admiro a algunos poetas franceses que están trabajando con inteligencia para desarreglar la sintaxis, que tienen una fina percepción de la fragmentación y que liberan al texto de emociones aleatorias. Pero mantén alejada, me digo, la atractiva idea de una poesía no discursiva y tras-reflexiva que, al tiempo que presenta una experiencia lírica compleja, se define como desvelamiento del ser. Mantenla alejada, en parte porque esta idea se presta a ser manipulada por la jerga académica, en parte porque cualquier esfuerzo consciente por escribir de este modo resulta en un esoterismo a la vez vacío y decoroso.

Todo lo que he tratado de hacer en estas notas es proponer, como posible modelo poético, el artefacto antiguo, útil y significativo. Ello me sitúa del lado del lenguaje figurativo, como una forma, puesta a prueba por el tiempo, de acceder a la verdad en una existencia finita y, más aún, como un habla que relata el impacto del mundo sobre el cuerpo. La figuración abre un acceso –a la verdad y a la muerte– que cabe llamar fisonómico, pues no prescinde de la emoción y la aleatoriedad sino que las admite, con el coste en dolor que sea necesario, en una condición purificada y necesaria. Purificada y dinámica: es la estructura en evolución la que, al tiempo que uno da vida a su artefacto, examina y templa esta o aquella emoción, esta o aquella partícula aleatoria. Este proceso de examen y templanza es el que a la larga convierte el texto en algo radiante, polisémico, y lo redime salvándolo de caer en los modos chatos del anecdotario confesional o la catalogación impresionista.

Resulta comprensible que en la Bundesrepublik haya poetas jóvenes que tengan a la imaginación, fuente de las figuras, bajo sospecha (¿o bajo arresto?), a causa de sus erráticos vuelos tonales y su apariencia engañosa. Resulta igualmente comprensible, aunque bastante menos a mis ojos, que en Inglaterra haya poetas jóvenes y otros que han dejado de serlo que consideren la imaginación igual que sus antecesores consideraban el sexo, como un alivio ocasional, y ello sólo si te hace sentir mejor. La imaginación, precisamente porque es engañosa y daemónica, precisa del artificio, necesita la presión del oficio, el placer de la habilidad artística, como contrapunto dialéctico. También se puede practicar, como un juego de controles alternativo, la crítica de la imaginación sugerida por Wen I, el maestro Ch’an (Zen) del siglo X: «Todas las apariencias carecen de esencia y todos los nombres surgen de aquello que no está en ningún sitio».

Así pues, el mundo se tambalea y tú aún haces todo lo posible por construir la proa que dé sentido al mundo, con todos los tiempos de tu vida y la de tus congéneres empujando la nave a la que guía y protege. Deja, en cambio, que la subjetividad tenga vía libre en una poesía de pánico y delirio ególatra, y el mundo animado y volátil, la forma figurada como apertura hacia el ser, con toda seguridad se hará trizas.

Trad. J.D.


Christopher Middleton (Truro, 1926) es una de las figuras centrales de la poesía británica contemporánea, aunque su larga estadía en Texas, en cuya universidad ha sido catedrático de literatura moderna durante más de un cuarto de siglo, ha desdibujado un tanto su perfil en su país natal. Fino ensayista y traductor de poesía alemana y francesa, entre su extensa y variada obra cabe destacar los siguientes libros: Torse 3 (1962), Nonsequences (1965), Old Flowers & Nice Bones (1969), Carminalenia (1980), Serpentine (1985) y Two Horse Wagon Going By (1986). El presente ensayo, fechado originalmente en 1978, está tomado de la antología Selected Writings. A Reader, Paladin Books, Glasgow, 1990, pp. 283-289.

lunes, julio 06, 2009

the fly

Cada vez que sorprendía el lunar en la frente sudorosa del camarero yo veía una mosca. Ni siquiera cuando se inclinó a mi lado para servir los entrantes pude borrar aquella primera impresión; grande y esférica, de un negro casi palpable, era ella quien iba indicando a su montura quién tenía cubiertos de carne o de pescado, qué copas había que reponer, cuándo tocaba recoger o cambiar el servicio. Hasta me pareció ver cómo se movía, agitando nerviosamente las patas para remachar sus órdenes. Una mosca tiránica, incrustada en la piel como una injuria, feroz y soberbia desde su alta silla.

domingo, julio 05, 2009

álbum

Este curioso sesgo de la memoria, o de la imaginación, que reduce un inquieto fin de semana en Mallorca a tres o cuatro imágenes sueltas, casi siempre fugaces o pobremente iluminadas: el gato blanquinegro asomado a la ventana en una de las callejas del casco viejo de Palma, justo detrás de la Catedral, lanzándonos tímidos zarpazos con desgana funcionarial; una vieja casa rural abandonada a unos metros del cinturón de ronda, entre pinos andrajosos y hoteles no menos andrajosos de los años setenta; el mohín de orgullosa complacencia con que una chica mona de Sóller, escudada tras unas enormes gafas de sol y un arsenal de pulseras, nos hablaba en el tren de las bondades de su pueblo; el grito serio con el que la guía de turismo le aclaró a un colega que iba de paso: «¡yo no hago patios!», y cómo retomó el hilo de su exposición con exacta compostura, sin alardes.

¿Por qué estas imágenes? No lo sé, quizá por su capacidad para no imponerse o incurrir en fáciles moralejas mientras definen un instante, una visión del lugar. Sin ellas el viaje habría sido el mismo, pero son como puntos de fuga que permiten verlo de otra manera. Todo lo demás sigue ahí, por supuesto, en la retina o el recuerdo, pero en un extraño segundo plano, como si tuviera un significado más vulgar o evidente, de tarjeta postal. Ahora toca guardar estas imágenes bien adentro, para que fermenten o segreguen su propia resina oculta, el sentido que guardan sin saberlo.

jueves, julio 02, 2009

de otra cosa

Si la escritura no entrañara la resolución de problemas técnicos, el cuidado de minucias que nos permiten olvidarnos por un (largo) momento de nosotros mismos, sería otra cosa y tal vez mucho menos interesante. Para empezar, carecería de esa dimensión consoladora que resulta de haber puesto orden en un fragmento de mundo, por reducido que sea; un orden que, no por azar, se consigue haciendo abstracción de nosotros mismos en el lenguaje, esto es, filtrando oblicuamente nuestras inquietudes sobre la página sin que nos demos cuenta, a espaldas de nosotros mismos. Lo que entraña, en última instancia, que la escritura es un yerro continuo: da igual de lo que hablemos, siempre hablamos de otra cosa.

miércoles, julio 01, 2009

charles reznikoff / símiles


Indiferente como una estatua
a la consigna
garabateada en su pedestal.

El modo en que un tren de larga distancia
ignora a los pasajeros de una estación de cercanías.

Como un cuaderno olvidado en el asiento de un autobús,
lleno de nombres, direcciones y números de teléfono:
importante para su dueño, sin duda,
pero sin ningún interés para el resto del mundo.

Palabras como gotas de agua en una estufa:
un siseo y son nada.


Trad. J.D.