
Sacábamos los juguetes del armario y nos tirábamos sobre la alfombra: piezas de madera y plástico para armar, muñecos a los que les faltaba un brazo o una pierna, coches vagamente despintados que hacían toda clase de piruetas en nuestras manos antes de chocar con estruendo. Podíamos estar horas absortos, sin necesidad de nadie. El pasillo a nuestra espalda, haciéndonos compañía con su amenaza latente. El reflejo del patio de vecinos en los cristales de la ventana. Los ojos habituándose a la oscuridad gradual hasta que algún adulto encendía la luz sin permiso. Un poco el ensayo general de la vida.