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sábado, febrero 15, 2014

nicanor


[Desde hace algunas semanas el Periódico de Poesía de la UNAM, dirigido por el escritor Pedro Serrano, incluye en su portada un dossier especial de homenaje a Nicanor Vélez, el poeta y editor colombiano que fundó la colección de poesía de Galaxia Gutenberg y editó varias «obras completas» (de Octavio Paz, de José Ángel Valente) de la editorial hasta su muerte a finales de 2011. El dossier incluye textos de Antonio Gamoneda, Andrés Sánchez Robayna, Julio Ortega, José Manuel Blecua, Miguel Casado, Eduardo Milán, Jenaro Talens, Alfonso Alegre y otros escritores, traductores y amigos. También se incluye un pequeño texto que escribí para la ocasión y que ahora comparto en esta bitácora. Una versión algo más breve aparece en el número de febrero de la revista Quimera.]


Lo primero que me viene a la mente al recordar a Nicanor Vélez es, curiosamente, su sonrisa: una chispa en los ojos, la curva traviesa de los labios bajo el bigote, algo en el rostro que lo devolvía por un instante a la niñez. Y digo que me parece curioso este recuerdo insistente de su sonrisa porque con Nicanor tuve, sobre todo, una relación telefónica. Nos vimos muchas veces, nos escribimos con abundancia, pero el teléfono era el espacio donde se dirimía casi en exclusiva el diálogo, el trabajo en común. Nicanor y el teléfono: su insistencia a destiempo, sus llamadas bajo el sol de playa de agosto, sus charlas eternas para cerrar los detalles de un libro, una revisión de pruebas o, simplemente, hablar de nuestras cosas. El teléfono era el reverso locuaz que le permitía, antes o después, pasar largas horas en su local de la calle Getsemaní revisando textos, corrigiendo y ordenando papeles, forjando con paciencia de relojero los libros a su cargo. Creo que todos los autores, traductores y colaboradores de los volúmenes de poesía, ensayo y obras completas que produjo Nicanor han tenido la misma experiencia: la fase final de cualquier proyecto era una larga llamada intermitente que podía durar semanas y que no se cerraba hasta que dábamos respuesta a todos y cada uno de los interrogantes de la edición. No he conocido editor más atento, meticuloso y pertinaz que él. Con ninguno he tenido conversaciones más aleccionadoras y debates más encarnizados, hasta el punto de olvidar cuál era el origen de la disputa o preguntarme si de tanto afinar no estaríamos –escolásticamente– cortando pelos en tres. De ninguno he aprendido tanto, no sólo por la calidad misma de la conversación (las enseñanzas sobre cómo resolver este o aquel problema editorial) sino por el ejemplo mismo de su día a día, la constancia rigurosa con que gradualmente, y sin apenas ruido, fue levantando un catálogo de poesía contemporánea que no tiene igual en el ámbito hispanohablante.

Lo que, visto en retrospectiva, más me admira del trabajo de Nicanor –por encima incluso de su excelencia correctora, su esmero, la mirada que estudia y coteja y perfila– fue el modo en que, teniendo muy claras las líneas maestras de la colección y la estructura y alcance de cada uno de sus títulos, era permeable a los consejos y sugerencias de sus colaboradores, los autores y traductores que íbamos trabajando con él y que solíamos quedarnos en la vecindad, sin ganas de marcharnos, satisfechos de poder ayudar cuando era preciso. Nicanor tenía buen oído no sólo para las frases que leía en la pantalla o el papel, sino también para acoger y hacer suyas aquellas propuestas que podían beneficiar a la colección. Era terco, sí, pero también entusiasta y con una mirada paciente, de largo alcance, que sabía poner cada proyecto en su sitio y verlo en perspectiva. Sólo así era posible darle a cada uno su tiempo, su trabajo preciso, y hacer que pudiera engranarse y dialogar con otros libros de la colección. Esa clase de inteligencia emocional, fundada en la constancia y una rara capacidad previsora, es la marca de agua del trabajo de Nicanor. Nada en él es improvisación, ocurrencia. Todo está planeado y forma parte de un conjunto, una suma global, que infunde un valor añadido a cada opción particular.

Los caprichos de la memoria, sin embargo, me devuelven una y otra vez la imagen de su sonrisa en la cafetería del Círculo de Bellas Artes, charlando con Gustavo Guerrero y un servidor poco antes de presentarse Conversación con la intemperie: seis poetas venezolanos (2008), que Gustavo había coordinado con mano maestra. Por alguna razón, le recuerdo exultante: lejos de la mesa de trabajo, olvidado por un instante del móvil, no dejaba de hacer bromas y mirar con ojos expresivos la pendiente de Gran Vía. Esa imagen es el eje al que se anudan recuerdos algo más borrosos: Nicanor en su despacho de Vall d’Hebron, bajando las persianas metálicas antes de enseñarme (sorpresa, sorpresa) las pruebas de un volumen de Octavio Paz revisadas por su autor; o en la presentación madrileña de Las ínsulas extrañas, flotando visiblemente entre los invitados como un globo al que le hubieran quitado lastre (y era así); o saludándome con ojos comprensivos –la sonrisa, de nuevo– cuando trataba de explicar o justificar mis retrasos de traductor apurado.

La sonrisa, sí. Pero también la voz, ese acento difícil de describir o definir en el que se mezclaban tonos de Colombia, París y Barcelona. Por algo mi última comunicación con él fue telefónica: una vieja idea que los dos queríamos retomar sin saber muy bien cómo. Lo siguiente que supe, tres o cuatro días más tarde, es que Nicanor había ingresado en el hospital. Quedó la conversación pendiente y eso hace aún más real, más palpable, el hueco de su ausencia: una voz que espera respuesta. Ultimar la producción de la Obra completa de Blas de Otero, que él había dejado encarrilada pero inconclusa, fue un modo nada impertinente de celebrarle y honrar su recuerdo; también de seguir trabajando con él, de otra forma. Durante los doce años que tuve el privilegio de tratarle hubo un poco de todo: encuentros, desencuentros y reencuentros. Tenía el don de pasar página (él, que tantas editó) y de reanudar la charla como si nada, con los ojos puestos en el camino. Lo sigo echando de menos.




sábado, abril 28, 2012

álvaro valverde





En el otoño de 1994 publiqué mi primer libro de poemas. Se llamaba La anatomía del miedo, había merecido el Antonio González de Lama el año anterior y vio la luz en una edición feamente institucional del Ayuntamiento de León; uno de esos libros de poesía, tan abundantes por otra parte, que obtenían algún premio y terminaban pudriéndose en los sótanos de un edificio administrativo. Recuerdo mi desencanto cuando supe que el libro no lo publicaría la legendaria colección «Provincia» (no sé por qué, me había hecho esa ilusión), y también con que obstinación presioné al responsable de cultura del ayuntamiento para que me reservara cuatro o cinco cajas del libro: doscientos o trescientos ejemplares, ya no recuerdo, que cargué en el maletero del coche y procedí a enviar a todos los rincones del país. En aquella época anterior al correo electrónico y el Facebook no era fácil hacerse con las señas postales de los poetas a los que uno admiraba (había que solicitarlas a amigos comunes, trabajar con listados de dudoso origen), y uno gastaba un tiempo precioso en sondeos y averiguaciones que en ocasiones tampoco garantizaban nada.

No sé cómo logré las señas de Álvaro Valverde (Plasencia, 1959). Dos o tres años antes había leído con entusiasmo Una oculta razón, su segundo libro, premio Loewe en 1991, y pensé sinceramente que aquellos poemas míos, llenos de intensidad juvenil y torpeza formal, podían interesarle; compartíamos, como poco, una misma pasión escenográfica, el gusto por contar los fragmentos o el claroscuro de una historia... Fue más que eso. Álvaro respondió con una carta generosa y amabilísima, en la que tenía la delicadeza de pasar por alto los defectos del libro y subrayar sus aspectos más atractivos o promisorios. Fue, creo, junto con Jorge Riechmann, el único de los poetas a los que yo leía asiduamente que respondió a mi envío con algo más que un seco acuse de recibo.

De aquella carta arrancó una relación, al principio epistolar, que no ha dejado de prolongarse y ramificarse desde entonces. Durante el resto de aquella década las cartas entre Sheffield, Plasencia y Oxford menudearon con una frecuencia que nos permitió conocer de primera mano la creación de nuestros libros respectivos. En algún momento reseñé su Ensayando círculos en Cuadernos Hispanoamericanos y brindé por él cuando quedó finalista del Café Gijón de Novela por Las murallas del mundo. El encuentro personal, sin embargo, tuvo que esperar a la primavera de 2001, y fue en mi Gijón natal, donde él y Yolanda, su esposa, tenían familia. Como sucede siempre que uno ve en persona a alguien con quien se ha escrito mucho, el encuentro empezó con algo de prudencia y hasta de aprensión, pero no tardó en adoptar el mismo ritmo vivo y cordial de las cartas. Dos tímidos como nosotros no se merecían menos. Supongo que yo hablé más de la cuenta (siempre lo hago) para disipar los nervios y que él mantuvo su reserva habitual, ese fondo de pudor y laconismo que sus amigos conocemos bien y por el que a veces cruzan unas pocas chispas de ironía marca de la casa que son, en realidad, su forma de autodefensa.

Los años nos han ido deparando nuevos encuentros, a veces en contextos de trabajo algo insospechados. Nunca olvidaré que cuando me vi fuera de Letras Libres, allá por el otoño de 2004, Álvaro me llamó para que le ayudara desde Madrid con la organización de los Premios a la Creación de la Junta de Extremadura. Fue, como se suele decir, un gesto providencial, una muestra de cariño y confianza que nunca terminaré de agradecerle. Años después, Antonio Franco nos propuso desde Mérida codirigir la colección de poesía «Voces sin tiempo» de la Fundación Godofredo Ortega Muñoz. Nos dio tiempo a publicar sendos libros de Philippe Jaccottet y Mario Luzi en edición bilingüe, luego la dichosa crisis intervino y ahora andamos a la espera de que la niebla se disipe para remprender el viaje. En fin, resumiendo, que si Extremadura es una de mis referencias sentimentales, un lugar al que siempre me apetece ir, donde me siento como en casa y entre amigos con los que puedo charlar y compartir inquietudes (Miguel Ángel Lama, Elías Moro, Antonio Reseco, José María Cumbreño o Daniel Casado, entre otros), es sin duda gracias a mi amistad con Álvaro. (No me olvido de nuestro querido y llorado Ángel Campos, a quien veo siempre charlando con inteligente malicia por las calles de Badajoz, hace ya diez u once años.)

Muchas veces, a lo largo de este tiempo, le he insistido a Álvaro en la necesidad de preparar una antología de sus poemas. Sus libros, publicados en Visor, Hiperión y Tusquets, no han estado ni mucho menos ausentes de las librerías y las mesas de novedades, pero se imponía, me parece, la necesidad de echar la vista atrás y hacer balance, un alto en el camino. Fuera de otras consideraciones, hablamos de una obra hecha, cumplida, una de las más personales y necesarias de nuestra poesía. Gracias a la editorial La Isla de Siltolá y su responsable Javier Sánchez Menéndez (con la inestimable ayuda de Abel Feu), ese viejo afán nuestro se ha hecho realidad. El resultado es Un centro fugitivo. Antología poética 1985-2010, un exquisito volumen de poco más de doscientas páginas en el que ofrecemos una panorámica tan amplia como exigente de su poesía. Se compendian aquí veinticinco años de escritura (los dos compartimos el amor por los números redondos) precedidos por un breve estudio de introducción en el que he intentado, mal que bien, desvelar algunas de sus claves: su tono meditativo, el uso de una dicción escueta y sobria, poco amiga de alardes expresivos o vuelos metafóricos, su pasión terrestre, el modo en que una y otra vez ilumina, bajo el horizonte de la memoria, la relación entre el sujeto y su entorno... La preparación final de este libro nos ha llevado todo el invierno (un invierno de relecturas y revisiones, de mensajes y preguntas interminables, de dudas y conclusiones siempre interinas), a tiempo para que el fruto vea la luz en primavera, en plena Feria del Libro de Plasencia, donde lo presentaremos el próximo jueves 17 de mayo con una conversación pública que será –o así me lo parece– el reverso de la que mantuvimos, hace cosa de tres años, en Villanueva de la Serena.

Será también, por cierto, ocasión de saldar una vieja deuda. Porque la triste realidad es que no he estado nunca en Plasencia ni conozco de primera mano el paisaje y la atmósfera que alientan detrás de la poesía de Álvaro. Esta omisión me resulta incomprensible y hasta me avergüenza un poco. Es hora de repararla. Así que este próximo 17 de mayo viajaré a Plasencia con la impresión, nada exagerada, de estar cumpliendo un peregrinaje. O de honrar una amistad que no en vano alcanzará, el otoño que viene, su mayoría de edad.

Cierro esta nota con el último poema del libro, un inédito que de algún modo hace de cifra y conclusión (provisional) del viaje que Álvaro inició hace treinta años. Los que le hemos ido acompañando en este viaje como lectores sólo podemos alegrarnos de que siga aquí, siempre alerta, algo aturdido como todos por el paso del tiempo pero con la fe y la pasión intactas. Que sea por muchos años.


aquí

Estás sentado solo frente al valle
con un libro en las manos
que abandonas a ratos
para poder mirar,
con la calma debida,
cuanto la vista alcanza.
Suena el silencio. A veces,
el rumor de las ramas
o el canto intermitente de algún pájaro.
Respiras hondo. Ves.
Aprecias uno a uno los momentos
que te concede este vivir al margen.
No haces tuya la queja
de los que quieren irse
pero que aplazan siempre
la ocasión de su huida.
Permaneces aquí
por propia voluntad:
es éste tu lugar.
Tú eres de él.