jueves, enero 31, 2019

oblicuidades





Mi infancia, entre otras cosas, es un recuerdo de viajes interminables en el coche familiar: de Gijón a Barcelona en verano; de Gijón a Le Havre, en la costa francesa de Normandía, en Navidad. La visita a los parientes catalanes, en concreto, suponía un periplo de dos días por carreteras endemoniadas –las autovías seguían siendo cosa de un futuro improbable– y un estado de aburrimiento que la visión de la España mesetaria bajo el sol de agosto volvía letárgico.

Entre los juegos privados que inventé para entretenerme –debía tener cinco o seis años– estaba el que yo, secretamente, llamaba «el de las matrículas»: consistía en relacionar entre sí las cuatro cifras de las matrículas de los vehículos que se cruzaban en nuestro camino, bien agrupándolas en una serie coherente, bien dividiéndolas en dos grupos que a su vez guardaban algún tipo de lógica interna entre sí. La relación debía establecerse mediantes operaciones aritméticas más o menos simples: era esencial no complicar el proceso, establecer ese vínculo de la manera más rápida y sencilla. Aunque también se valoraba –quiero decir: lo valoraba yo, que era juez, practicante y espectador único de este juego privado– cierta fantasía, la capacidad para llegar a esa relación por caminos extraños, el rodeo sorprendente. El juego se complicó más tarde cuando incorporé las letras de la matrícula–que entonces eran tres–, sustituyéndolas por la posición que ocupaban en el alfabeto, pero las operaciones, las etapas del proceso, no cambiaron sustancialmente.

La cuestión, en fin, era dotar de orden a aquella serie arbitraria de números, entrelazarlos en un patrón que no dejara ninguno fuera y tuviera coherencia interna. No me cabe duda de que aquel juego encarnaba una forma básica o arcaica de pensamiento algebraico –y el álgebra fue siempre mi rama preferida de las matemáticas–, pero ahora veo en él, también, una prefiguración de la poesía, el germen de esa necesidad compulsiva de acotar –palabra mediante– espacios de sentido, celdas verbales capaces de mitigar y esclarecer el barullo de fuera. Entre aquel juego infantil y mi descubrimiento de la poesía median, tal vez, quince años, pero el principio es el mismo: se trata de lidiar con lo dado, lo mostrenco, ordenar las cartas que nos han tocado en suerte y buscar una mano ganadora. Y aquí el verbo «ganar» no significa competición ni victoria sobre otros (ya lo dijo Eliot en «East Coker»: «Pero no hay competencia, / sí una lucha por recobrar lo perdido / y encontrado y perdido tantas veces: y, ahora, en condiciones / que parecen adversas»), sino incremento puro, el esfuerzo («lo demás no debe incumbirnos») por ampliar los cauces de nuestra vida, de vivir más y con más intensidad.

De ahí que la noción popular de la poesía como un arte escapista siempre me haya resultado extraña, aunque entienda su origen. Al fin y al cabo, el juego de las «matrículas» podría muy bien entenderse como una reacción de repliegue ante la incomodidad del viaje: el niño se mete en su concha de caracol y allí sortea o combate el aburrimiento barajando números. Pero no es sólo cuestión de números: el niño que memoriza matrículas está volcado en un acto de atención por el que recibe, a la vez, datos del exterior, impresiones sensoriales, señales de un mundo que no termina de mostrarse. Esta percepción sucede en los márgenes de su concentración; es, digamos, tangencial. Pero la información se deposita en su memoria sin esfuerzo y echa raíces para el futuro. El niño no sortea o se evade del mundo: simplemente, llega a él de manera oblicua, busca un lugar desde el que acecharlo y leer su secreto. Literalmente: uno de los poemas de Gran angular que más prefiero, «Desierto de los Monegros», es una reelaboración ficticia –algo así como un fragmento de road-movie– de mi experiencia infantil de esa comarca. Ya podía estar el niño jugando a lo que fuera, pensando en musarañas de sus propiedad, que los sentidos iban a lo suyo, recogiendo muestras del mundo y guardándolos en los depósitos del inconsciente, haciendo inventario.

Así también la escritura: ningún poema mira de frente al mundo; ninguna palabra puede abarcar la totalidad. Uno se instala en los márgenes y trabaja desde ahí, moviéndose lentamente, volcando su atención en un fragmento y dejando que el acto mismo de atención sea el imán que haga llegar el resto, que lo convoque. Y, con el tiempo, uno aprende a buscar en ese fragmento la ley que rige tras las apariencias. O mejor dicho: un orden posible, el que más conviene a nuestra subjetividad, el que explica la atracción misma que ese fragmento ejerce en nosotros.

domingo, enero 27, 2019

lema


Poesía misma como la vida real.

miércoles, enero 23, 2019

josé corredor-matheos / novedad





Cuando ves una hormiga
en el camino
procuras no pisarla.
Si acaso la mataras,
por descuido,
habría de menguar
el universo.
Llega hasta ti el perfume
del romero y la adelfa,
de la dama de noche.
Hormigas y perfumes
se convierten de pronto
en tu horizonte.
La tierra, al fin, abierta,
los arbustos tronchados,
las raíces al aire,
la verdad descubierta.
Seguirás tu camino
y encontrarás más cosas,
seres vivos,
una presencia
sólo adivinada,
que no han de aparecer
ya en el poema.




Si hace exactamente dos años y medio –en junio de 2016– anunciaba en esta bitácora la publicación de una antología de la poesía primera de Ángel Crespo (La voluntad de perdurar) en la colección Voces sin tiempo, editada desde Badajoz por la Fundación Ortega Muñoz y dirigida por Álvaro Valverde y un servidor, hago ahora lo propio con este volumen, el sexto de la colección, de su amigo y contemporáneo José Corredor-Matheos.

El paisaje se hace en el poema, que así se titula el libro, reúne ochenta y seis poemas espigados del conjunto de su obra y dedicados, todos ellos, a su relación con el mundo natural, quizá la veta central y más significativa de su obra. Un vínculo con la naturaleza que se funda en la contemplación fascinada, el aprendizaje moral y estético y una profunda empatía con los seres vivos, desde la golondrina que vuela en círculos sobre un sembrado al más humilde insecto pasando por la familia numerosa de los árboles o los jardines que son refugio y cifra de la belleza, ese tiempo otro de la serenidad y el asombro.

El libro –que incluye, por cierto, tres inéditos– aparece cuando su autor está a punto de cumplir noventa años (nació, recordémoslo, en Alcázar de San Juan, Ciudad Real, el 14 de julio de 1929). Hablamos de casi siete décadas de fidelidad a la creación literaria y artística como poeta, traductor, crítico de arte, divulgador y editor desde la publicación de su primer libro de poemas, Ocasión donde amarte, en 1953. Pero quizá lo que más sorprende y admira de Corredor-Matheos es la modestia y la sencillez genuinas con que sigue llevando su vida después de una trayectoria que le ha permitido trabajar con muchos grandes (Alberti, Miró, Dalí, Tàpies, etc.) y estar en el centro de proyectos culturales de largo alcance en la Barcelona de los años sesenta y setenta del siglo pasado. Pocas personas he conocido tan libres de vanidad o de resentimiento, y eso se trasluce, en última instancia, en una poesía que combina la ingenuidad y la capacidad de extrañeza propias de un niño con la sabiduría de quien ha vivido y pensado largamente.

Copio seguidamente un fragmento del prólogo que he escrito para el libro, que llega estos mismos días a librerías (lo edita, como ya he dicho, la Fundación Ortega Muñoz, y lo distribuye UDL Libros):

 

[…] La naturaleza, para Corredor-Matheos, ha sido tanto presencia pura como correlato de ciertos estados anímicos o emocionales. Es también un interlocutor con el que ha ido dialogando a lo largo de los años, escuchando sus enseñanzas, acechando sus misterios, aguardando sus señales. La cuestión, supongo, era encontrar formas de hacer más llevadero el peso del yo, de romper como fuera los grilletes de un subjetivismo miope que nos pone siempre a los pies de los caballos del deseo... y de su reverso: la angustia. Este trabajo de abolición del yo se anuncia en muchas piezas de los años sesenta, pero se afianza con la publicación de Carta a Li Po en 1975 y, sobre todo, con el tono más lúdico y desenfadado de Jardín de arena (1994), donde la influencia oriental es determinante y supone un cambio revelador: si hasta mediados de los setenta «yo» es el pronombre enunciador de estos poemas, en los ochenta (con la escritura justamente de Y tu poema empieza) ese pronombre pasa con frecuencia a ser «tú», un tú que implica distancia y a la vez desdoblamiento, que permite al poeta dialogar consigo mismo, pero también poner en solfa su propia existencia: «¿Por qué tú has de ser tú?». Son poemas donde ese tú se relata, se aconseja, se amonesta incluso; donde se da indicaciones a sí mismo sobre cómo llevar su relación con el mundo natural, sus plantas, sus animales, sus cambios de clima, el modo en que los nombres, lejos de normalizar o subrayar o aclarar las cosas, oscurecen su relación con ellas. Como ha señalado el poeta escocés John Burnside, nombrar es extraviar, pues esa misma «gramática / que viste y mina nuestro pensamiento / oscurece [nuestro] asombro ante este, el imposible mundo». Es como si el afán de Corredor-Matheos de poner el yo en cuarentena hubiera debido pasar antes por callarlo o abandonar su uso: una especie de purga, de limpia benéfica. Lo recuperará años más tarde, sí, pero sólo cuando «el don de la ignorancia» haya hecho su efecto, cuando ese yo se haya convertido en un tú cualquiera, en todos. La relación con el mundo natural es un aprendizaje, desde luego, pero consiste precisamente en desaprender los nombres y abrazar las presencias, desechar los conceptos y desvelar las relaciones, quedarse inmóvil en el tiempo y saltar en el espacio, ir de una cosa a otra por la red que las conecta en un solo instante de percepción. […]
 



sábado, enero 19, 2019

... gastadas tibiamente





Con los años mi punto de vista sobre la publicación parece haber cambiado de manera casi copernicana. Recuerdo que publicar –un libro, un artículo, poemas en una revista– empezó siendo una necesidad, el deseo pueril y si se quiere irracional de ver mi trabajo en letra impresa, como si aquello validara no tanto el trabajo mismo cuanto la fe que había puesto en él. Había que romper el hielo, la inercia del silencio. La vocación no es menos genuina por necesitar rúbricas o confirmaciones ajenas, pensaba (y sigo pensando), pero sé que en algún momento el equilibrio se rompió y me confundí de objetivo. Los libros no pueden ser los andamios de su autor.

Luego vino el momento de mirar atrás y revisar lo hecho –lo editado– con decepción y hasta con disgusto. De ahí al miedo a publicar había un paso, que di sin miedo (valga la paradoja). La publicación llegó a parecerme un síntoma de debilidad, un gesto exhibicionista que convenía dosificar y hasta coartar sin piedad. El hecho de que tuviera que trabajar como editor de otros complicó las cosas, aunque no siempre para mal: veía de cerca la egolatría de algunos autores, su vanidad, su afán incansable de reconocimiento, y lo que al principio me produjo rechazo terminó divirtiéndome. Si fue un purgatorio, al menos no me aburrí.

Ahora publico como quien hace informes por rutina o rinde cuentas periódicas a unos accionistas indiferentes. Tengo la impresión de actuar como si el verdadero síntoma de debilidad fuera la escritura. No una debilidad vergonzante, desde luego. Al fin y al cabo, mucha gente escribe o quiere dar la impresión de que lo hace (es incluso una actividad que lleva aparejada, no sé si por hábito, una cierta consideración social). Se trata más bien de que no parece haber forma de evitarlo. Es algo involuntario, que sucede un poco a mi pesar, como una segunda naturaleza. Pasa el tiempo y me encuentro con un montón de palabras que necesito ir ordenando y clasificando para que no se desmanden o parezcan más de lo que son. En realidad, es una forma de higiene. Doy forma y estructura a unos materiales que surgen al calor del tiempo, de mis pasos por el tiempo. Y el libro final tiene algo de caja o carpeta archivadora que va a parar al almacén, donde será olvidada como todo lo demás.

En última instancia, no ser un profesional de la literatura conlleva, en mi caso, una relación de fundamental extrañeza con el hecho de publicar, que parece haberse desplazado desde hace un tiempo al acto de escribir. Nunca me preocupó demasiado la pregunta de para quién escribía, y sigue sin hacerlo. Es algo tan connatural a mi naturaleza que resulta casi mecánico. Pero tiene consecuencias de orden personal que no puedo ignorar si quiero mantener cierto equilibrio en el día a día. Así que lo más sensato, lo saludable, es tomar las cosas como vienen y procurar al menos dejar el taller despejado y libre de cargas adicionales. Me doy cuenta de que estoy comparando la publicación con una especie de chequeo o revisión médica, una obligación tranquilizadora, pero no es mala estrategia, al menos de momento. Todo pasa factura, pero conozco demasiado bien –de primera y segunda mano– la parte de impudor que hay en la publicación para entregarme sin más a ella.

martes, enero 15, 2019

traum


En el sueño, el niño estaba muerto. Un bebé apenas, de tres o cuatro meses. Alguien lo había dejado en aquel piso, no había sabido cuidarlo y ahora el niño llegaba a mí muerto. No sé por qué ni cómo. Sólo recuerdo el rostro céreo, los ojos redondos y abiertos, como de muñeca.

Sentí de inmediato que debía arroparlo, vestirlo a su manera, y me fui a un rincón, extendí una sábana y me puse a doblarla, envolviendo su cuerpecito con cuidado, amorosamente. Entonces el niño despertó, empezó a canturrear y a sonreírme. Por alguna razón había revivido y me miraba, diáfano, como si nada hubiera pasado.

Fui a avisar a M. y a partir de ahí el sueño se fue enredando, aunque siempre volvía, por alguna razón, a un primer plano del niño muerto y, acto seguido, a una visión de sus ojos risueños, las burbujas de saliva en los labios que hablaban por hablar.

Me desperté con angustia, sobresaltado, y sin embargo me daba cuenta, en ese mismo instante, de que era un sueño afirmativo, de resurrección. El niño había revivido gracias a mi sencillo gesto de arroparlo, pero ese despertar suyo me aliviaba y me dolía a la vez, impidiéndome regresar al sueño. Cerraba los ojos y el alivio –la alegría– se mezclaba con el miedo a lo que había pasado… y lo que podía pasar. Pero el niño seguía canturreando. Entonces volví a dormirme.

viernes, enero 11, 2019

un poema de vona groarke



Como si cualquier cosa pudiera

Un artículo de hace dos años es lo que inaugura
mi hoguera esta noche. ¿En qué andaba metida? ¿Qué he hecho?
No es como si el mundo me increpara con un «¡Haz esto!» o
un «¡Haz esto!». Y no es como si aprender una cosa
suponga desaprender otra. El hogar es tumbarse
cuando a una le apetece tumbarse, un cuenco de porvenir
junto al lecho y una ventana a la altura de la mano
de modo que al abrirse, como un diario, las jornadas y todo su cortejo
se escabullen suavemente, ah cuán suavemente, del dormitorio.


Trad. J.D./ El original, aquí




Leí este breve poema de mi casi contemporánea Vona Groarke (Midlands, Irlanda, 1964) en un número reciente de Poetry Nation Review, y salí de sus versos con una sonrisa de asentimiento, como si hablaran de un lugar reconocible de mi intimidad, una experiencia que pude muy bien haber tenido. Es un poema de extrañezas diversas: el paso del tiempo, el peso de lo escrito, el piso inestable del cansancio, el poso de las lecciones bien aprendidas, el modo en que la vida –esa vez, al menos– nos puso la mano en el hombro antes de darse un respiro.

Groarke es una de las figuras centrales de la nueva poesía irlandesa, la que emerge a comienzos de la década de 1990, y como muchos de sus colegas ha vivido a caballo entre Irlanda, Inglaterra y Estados Unidos. Ha publicado seis poemarios hasta la fecha, todos publicados por Gallery Press, y una antología de su escritura primera en Estados Unidos. Los poemas suyos que he leído confirman que hay vida, mucha vida, después de la quinta gloriosa de Heaney, Michael Longley o Derek Mahon, entre otros. Para muestra, este (pequeño) botón.




lunes, enero 07, 2019

procesión





Noche de niebla,
pero haces tu camino
como si nada,

entre farolas
que alumbran tibiamente:
Santa Compaña.


jueves, enero 03, 2019

five points





Primero abrid la puerta. Ya diré luego si era la equivocada.



Vivir lo que sea preciso para volver a ser anónimo.



Un adulador. Ya puestos, es capaz de lamer hasta el cielo.



Un corazón adicional para la lengua.



Palabras que hablan de nosotros a nuestras espaldas. Palabras que cuchichean entre risas nerviosas.