José Ángel
Cilleruelo, Pájaros extraviados, Colección La Gruta de las Palabras, Prensas
de la Universidad de Zaragoza, 2019, 80 págs.
La escritura de
José Ángel Cilleruelo (Barcelona, 1960) ha ido asentándose con el tiempo sobre
un puñado de estrategias complementarias, o que en su mano se enriquecen
mutuamente: la preocupación formal como una vía para generar o vehicular,
según, el extrañamiento propio de la visión poética; la investigación de los
espacios «entre», el ámbito del arrabal, las afueras, esa tierra de nadie que
se extiende entre el campo y la ciudad, pero también ese lugar de nadie
en que se convierte la ciudad bajo ciertas condiciones de luz, de clima, de
predisposición afectiva; el énfasis en un mirar que singulariza cada objeto,
cada muesca de lo real, y al mismo tiempo ralentiza e incluso detiene el
tiempo; y, por último, un decir preciso, sincopado, que nos da el proceso por
el que algo termina siendo lo que es; un decir, también, que gusta de la
paradoja y el aforismo, pero nunca como estación término, nunca como conclusión
higiénica o tranquilizadora, sino como el medio mejor para expresar la
ambigüedad del mundo, nuestra dosis cotidiana de incertidumbre y, en fin, esa
facilidad con que el yo proyecta su red pegajosa de sombras y quimeras.
Después de la
publicación en 2017 de La mirada (FCE), «antología esencial» ordenada
como libro de nueva planta por Vicente Luis Mora, estos Pájaros extraviados
nos devuelven, sin grandes variaciones, al territorio de su libro anterior, Tapia
con mirlo (2014). Estamos ante un libro unitario, dividido en tres
secciones de catorce poemas que arrancan, en cada caso, con un poema titulado
«Nocturno». Y ese preludio sombrío vuelve aún más dubitativo o sincopado el
decir de Cilleruelo, que aquí opta por frases breves y encabalgamientos, una
sintaxis cortante y afilada que, sin embargo, termina pareciendo impresionista por
su capacidad para la evocación o la sugerencia (y aquí el uso de la anáfora
juega un papel crucial). El instante se detiene y el poema bucea en él,
ensanchándolo con su braceo. Es como si la escritura tomara el cabo suelto de
un suceso, una percepción, un simple caer en la cuenta de algo, y tirara de él hasta
desovillarlo. Así, por ejemplo, en el arranque de «Travesía por el extraño
sendero», título que podría muy bien hacer de poética del conjunto: «Quizá
anochezca cuando empiezo / a escribir estos versos. / Camino por el bosque. Eso
lo sé. / Me guían las palabras / que aún no aparecen por aquí, / pero ya pugnan
por salir […]».
Estos versos son
un ejemplo claro de la tensión metapoética de esta escritura, que en Cilleruelo
siempre ha estado presente y siempre apunta al carácter medular o fundacional
de la poesía, su formar parte inextricable de la vida, expresión de un eros que
se busca una y otra vez en las superficies y los pliegues del mundo… y que
quisiera parar el tiempo, fijarlo en sílabas contadas, para sondearlo con más
empeño: «El pájaro en una rama del naranjo. / Dan ganas de quedarse / sentado
ahí en el banco, / a que la primavera / lo recubra de nieve […] / Dan ganas de
quedarse en este instante / por siempre, aquí sentado […]» («Machado»). Pero
esta reflexión metapoética va un poco más allá y nos recuerda, como en los
versos finales del que quizá sea el poema central o más significativo del
libro, «Emily», que la escritura produce realidad: «Despacio escribe
para que ocurra algo alrededor. / Y ocurren las palabras».
Quizá los poemas
centrales de Pájaros extraviados, cuyos títulos remiten a figuras
centrales de la educación sentimental y libresca de su autor (Ovidio, Manrique,
Hölderlin, Monet, Emily [Dickinson], Machado, Morandi, Fonollosa…), sean los
que mejor encarnan las necesidades expresivas de su autor, el sentido de su
búsqueda. Son menos lecturas o correlatos objetivos –aunque alguno hay– que
homenajes oblicuos, la forma que tiene Cilleruelo de traerlos de vuelta a la
vida, lejos de cualquier tentación culturalista que pudiera limar sus aristas.
No son iconos ni bustos parlantes, sino presencias vivas que han preservado
toda su fuerza, su capacidad para interpelarnos. No en vano su decir, su
melodía, como en el final del titulado «Manrique», es «un enigma, / o quizá un
laberinto, / que tanto explica / de quien la escucha». Así este libro, que es
un semillero de aforismos reticentes y enigmas luminosos que no cabe leer fuera
de contexto, pues el contexto lo es todo, un proceso en el que vida y escritura
se retroalimentan para que «la ventana […] / dé a un afuera y no dé a un
adentro» («Hölderlin»). Y ese afuera, en última instancia, es lo obstinado, lo
irreducible, lo que no puede masticarse ni disolverse en palabras y nos obliga
(de nuevo) a seguir escribiendo.