jueves, septiembre 16, 2010

música de ascensor

En el trabajo, ayer, aquella limpiadora de rostro serio, avinagrado, con rasgos que muy bien podrían calificarse de raciales -como racial era su presunto mal humor, su andar desabrido-, bajita, tez oscura, el pelo recogido en un moño, el guardapolvo borrando cualquier asomo de feminidad excepto por los ojos, bien grandes y visibles sobre la raya marcada. Entró en el ascensor sin mirarme, callada y hosca, y apenas me atreví a murmurar un tímido buenos días. Entonces se volvió y, con timidez refleja, levantó hacia mí una sonrisa deslumbrante; una sonrisa franca, instintiva, que le quitó de pronto veinte o treinta años y en la que también había un conato de disculpa: buenos días, añadió, perdona, estaba en mis pensamientos… No supo seguir; yo tampoco. Allí quedamos, cohibidos, silenciosos, quizá todavía sonrientes en nuestro fuero interno, mientras el ascensor de servicio subía con sigilo. Pensé fugazmente qué injustos podemos ser con nosotros mismos: la suya no era una sonrisa que debiera esconderse, aunque fuera para estar en este o aquel pensamiento. Pero quizá lo que me había deslumbrado era justamente aquel instante de transición, lo inesperado del cambio, la luz que fue más luz por haber surgido de improviso.
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4 comentarios:

José Antonio Fernández dijo...

A veces ocurre. Ir con la mala leche por la vida hasta que alguien o algo nos enseña esa mala sombra que no nos quitamos de encima. Es mejor darse cuenta, aunque sea a destiempo.
Un saludo.

J dijo...

Bello comienzo.

María Jesús Siva dijo...

Creo que ocurre, sobre todo, con los estados de tristeza, te llevan a un mundo de silencio en el que tampoco entra la sonrisa y se mira poco, lo justo. A veces se sale un rato y te permites echar un vistazo a tu alrededor, entonces sonries aunque estes lejos.
Muy bello
Un saludo

Jordi Doce dijo...

Algo se enciende, sí, y la sorpresa es proporcional al carácter inesperada de esa luz. Gracias por estar ahí. Un abrazo, J12