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Lo primero que condena el satírico es su propia debilidad. El impulso denigratorio siempre comienza por uno mismo, debe hacerlo, si es que queremos que la escritura fluya sin trabas. Todo lo que el satírico denuncia en el mundo lo encuentra, cercano y redoblado, en su mismo interior, como un tumor que le define parcialmente y que no termina nunca de purgar: de ahí la violencia de sus ataques, su carácter obsesivo y amargo, y –por último– la legitimidad que obtiene así –o cree haber obtenido– para lanzar sus condenas a los cuatro vientos.
Pienso, no por azar, en el José Ángel Valente de Siete representaciones o El inocente. Toda su denuncia del literato burgués y ambicioso, su desprecio por una concepción decorativa o sentimental de la escritura, nace precisamente de la sospecha –incluso la certeza– de que él ha cometido tales pecados y podría seguir incurriendo en ellos si no se mantiene alerta. Él es sensible a la tentación del reconocimiento mediático, sabe lo que implica, reconoce en sí la capacidad o el talento para moverse por el plano social o mundano de la literatura, de ahí que destine gran parte de sus fuerzas a vigilarse, controlar o reprimir sus peores impulsos… Y una manera fecunda de controlarlos es situarlos frente a sí como diana de sus invectivas, convertirlos en motor mismo, por reacción, de una escritura feroz y batalladora. Lo que denuncia en tercera persona es algo que él mismo encontró en su seno y que le fascina y le repugna al mismo tiempo. Hay ahí un ejercicio de desdoblamiento que está en la raíz de cualquier sueño o voluntad de perfección, pero que de momento sirve para cumplir una primera etapa purgativa, de limpieza. Incompleta, por supuesto, porque el tumor malévolo no desaparece a corto ni a largo plazo, sino que simplemente es identificado como enemigo y puesto en cuarentena.
Es este carácter parcial o inconcluso del examen de conciencia, así como el desdoblamiento anterior del yo, lo que puede confundir a algunos lectores y suscitar una posible acusación de hipocresía. ¿Con qué derecho denuncia el poeta, qué legitimidad le asiste, si aquello que condena está en él, no se ha disipado, sigue latente en algunos de sus actos y reacciones? Él sabe que no es ningún santo, pero tampoco es el demonio hipócrita en que algunos, por despecho, pretenden convertirle. Es el castigo por sus jeremiadas, su tronar a diestro y siniestro con acusaciones generales en las que no parecía incluirse. Quien rompe los consensos tácitos y no escasamente corruptos de la convivencia social, y además da la impresión –errónea– de no contarse entre los acusados, no puede esperar que lo traten con equidad. Hasta los lectores más fieles o acérrimos tienden, en ocasiones, a apartar los ojos de ciertas páginas con impaciencia o irritación mal disimuladas: ¿Por qué insiste una y otra vez en reprendernos? Hasta que recordamos que la bilis afecta primera y fundamentalmente a su dueño, que toda su rabia proviene de una úlcera testaruda que lo hace retorcerse en su butaca y le obliga por fuerza a la acción (y es una acción, sin duda, aunque se exprese sólo en palabras).
El satírico es reo de sus propias debilidades. No sabe dominarse, de modo que se desdobla para combatirse mejor y realizar, siquiera en parte, su fantasía de perfección. Hay, obviamente, una dimensión narcisista en su exigencia: él odia lo que hay en sí de los otros, o aquello en su interior que juzga contaminado por el trato con los otros. Aunque en sus momentos más lúcidos se da cuenta de que él también es y debe ser los otros. Que el yo «es otro», en suma, y que todas sus palabras violentas, todas sus censuras higiénicas, no son sino la expresión individual de una aspiración universal; la necesidad que tienen los hombres de creer que pueden ser mejores.
Quizá valga la pena recordar, en este punto, que las confesiones más detalladas y exigentes han salido por lo común de boca de los santos. Santos que no querían serlo, como San Agustín, porque sabían que estaban muy lejos de serlo y que además no había cura a su aflicción. Que cualquier pretensión de santidad es por fuerza un acto de hipocresía. También por ahí las constricciones y limitaciones de la existencia conspiran para acrecentar la rabia, hacerla más viva y más intensa. Esperanzas truncadas, sueños que no se cumplirán. No es de extrañar, por tanto, que en 1974, apenas cuatro años después de la publicación de El inocente, su autor diera a las prensas su ensayo sobre Miguel de Molinos: a la purga sucede un acto de humildad, de recogimiento y contemplación íntima. Hay que modificar el volumen y la altura de los sueños, reducirlos al tamaño de la palma de una mano o la punta de la lengua. Y así humillado, reducido a una escala inferior, confiado a las potencias comunales y salvíficas del lenguaje, empezar a escapar de uno mismo.
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FÉLIX AZZATI Y JOSEP VICENT MARQUÉS
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Preparando un texto para la serie radiofónica “Historias desde las
esquinas” de Onda Cero Sagunto (finalmente no grabado) sobre el periodista
Félix Azza...
Hace 48 minutos
1 comentario:
Me detuve en el satírico que se satiriza, en esa palabra de jeremías, de valente, de delibes, de desdobles, de miradas cóncavas y convexas, de verdades y mentiras. Leí, de cabo a rabo, con la "mantilla" encogida y la mirada algo perdida entre la densidad de la sátira y la sencillez de esa palabra de jeremías. Hay veces que un título abre, despeja e incita.
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