Aquí mismo, en
este cruce de caminos donde se juntan una calle cortada, los alrededores de las
vías del tren, los retales desastrados de un parque urbano y la fachada de
ladrillo de la vieja Escuela de Cerámica, suena de pronto una música de vientos
y percusión, un tema de salsa cuyos compases se cuelan entre las verjas
oxidadas y hacen ondular extrañamente la luz de finales de octubre. Son los
albañiles que faenan en el solar de la esquina. Una pequeña cuadrilla –no serán
más de tres o cuatro– ocupada en la reforma de lo que parece un vivero, un
armazón de hierro acristalado del que solo distingo mesas con herramientas y
montones de tierra incolora. La jornada ha concluido y andan recogiendo sin
prisa, tomándose su tiempo, escuchando la música que sale a todo volumen de la
radio y vuelve más meloso aún el aire de la tarde. Una coreografía tranquila,
tan otoñal como el día.
La perra se ha
puesto a hurgar en los matorrales, como si también ella quisiera hacer un alto
antes de enfilar el camino a casa. Nadie nos espera. Ellos, en cambio, querrán
volver al hogar, estar con los suyos, o eso quiero pensar. Van y vienen entre
zanjas y pilas de ladrillos grises y cables enrollados y parece que todo fuera
plegándose a su paso, sintiendo la sombra que llega. Pero la alegría de la
música hace todo lo posible por desmentirlo.
2 comentarios:
Para siempre la música.
Es un ejercicio estimulante comparar las sensaciones de otra persona ante un paisaje y un edificio por el que has paseado tu mirada. Si estamos hablando, como creo, del que está en el Paseo del Rey, comparto la sensación de sosiego del lugar. Acaso no tanto esa radio a todo volumen, (por lo del sosiego).
Lugar apacible cuando los sonidos llegan mermados por la distancia.
Un saludo.
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