Algunas
de las cosas que haré cuando acabe la cuarentena (no necesariamente en este
orden):
Ir
al peluquero.
Frecuentar
al sauce del Parque del Oeste en cuyo tronco, hace dos veranos, vi ascender en
forma de anillos los reflejos del sol en el arroyo.
Pedir
una copa de vino blanco bien frío en una terraza de las Vistillas.
Bajar
a Gijón y abrazar a mi madre y ver el mar.
Dar
mis clases en el Hotel Kafka y dejarme invitar por mis queridos Olga Muñoz y
Juan Hermoso, que solo comparten lo mejor.
Bajar
a Cádiz y visitar la Torre Tavira y ver el mar.
Saludar
a la estatua del poeta Carlos Edmundo de Ory.
Saludar
a las encinas y los algarrobos de la Casa de Campo.
Comprar
libros. Muchos.
Descansar.
Bajar
al puente del monumento a Goya y ver pasar los trenes de cercanías que van al
norte atestados de viajeros.
Abrir
la botella de Glenfiddich Select Cask que compré hace dos meses en el
aeropuerto de Heathrow.
Darme
de baja del servicio de notificaciones de Idealista.
Enmarcar
una pequeña postal pintada que me envió Melquiades Álvarez la pasada primavera
y que ahora preside mi escritorio.
No
quejarme cuando la afluencia de gente en la oficina de correos de Martín de los
Heros sea excesiva.
Echar
de menos el círculo perfecto de setas que vi una mañana fresca de julio
mientras volvía con Layla del Puente de los Franceses.
Visitar
a Alexandra Domínguez y Juan Carlos Mestre para estudiar con ellos los ritmos
sibilinos y los arcanos léxicos de Saint-John Perse.
Seguir
mirando a los gatos del patio interior.
Pasar
una tarde charlando con mi amigo Luis Burgos en su galería.
Dar
mi taller de lectura en la librería Alberti y tomar el camino más largo para
volver a casa.
Corregir
mi afición al cine catastrofista.
Seguir
jugando al Scrabble, manque pierda.
Seguir
mirando con recelo a la policía.
Abrir,
por fin, los Cuadernos de Emil Cioran.
Como
el Miguelito de Mafalda, darme el gusto de quedarme un día en casa porque yo
quiero, no porque me obliguen.
Volver
sobre esta lista y darle al menos dos vueltas por semana.
De
camino al supermercado de la calle Quintana (unos setecientos metros), he
visto: tres ambulancias del SAMUR, una ambulancia privada, tres patrullas de la
policía municipal (dos de ellas apostadas a la salida del pequeño túnel que va
de Bailén a Irún), dos coches de la policía nacional y un furgón con todas las
luces encendidas. También a dos muchachas gitanas vadeando el parque entre
risas, ajenas a todo (para ellas no hay confinamiento que valga). La
estridencia de sus voces. Su ropa de punto, sucia y multicolor. Y me ha
parecido que hasta la lluvia –fría, desapacible– les daba un respiro y se
negaba a mojarlas.