domingo, marzo 29, 2020

cuaderno del encierro / 12

domingo, 29 de marzo

El escritor Ernesto Hernández Busto se hace eco –es un comentario de Facebook– «de la abundancia de los pájaros, fuera y dentro de tus diarios» y me recuerda un hermoso verso de Emily Dickinson: «‘Hope’ is the thing with feathers». Literalmente, «‘Esperanza’ es la cosa con plumas», aunque una traducción mejor o más musical sería tal vez: «‘Esperanza’ es aquello que tiene plumas». Así empieza el poema 314 según la edición de R. W. Franklin (la más reciente). Lo releo como si hablara con un viejo amigo. Y me veo traduciéndolo casi sin darme cuenta. Es una versión utilitaria, para salir del paso, pero me basta:

«Esperanza» es aquello que tiene plumas –
Y se posa en el alma –
Que entona una canción sin las palabras –
Y no cesa – jamás –

Y más dulce – en el Temporal – se oye –
Que amarga fuera la tormenta –
Capaz de acobardar al Pajarillo
Que a tantos dio calor –

Lo he oído en la tierra más glacial –
Y el más ignoto Mar –
Sin embargo – jamás – en ningún Trance
Una miga siquiera – me pidió.

«Amarga» es la tormenta, en efecto. Pero el quid del poema está en el verso final, en esa «esperanza» en forma de «Pajarillo» («little Bird») que no pide nada, que no exige alimento, que solo necesita cantar y ser oído, pues «no cesa – jamás». Tampoco es mala cosa buscar ayuda en la poesía de Emily Dickinson, que algo sabía de encierros y confinamientos. Y tengo la sensación de que estos versos se han deslizado hasta mi mesa como aquellas labores de punto que ella dejaba a la puerta de su dormitorio, en el descansillo, para que su familia o sus vecinos las recogieran.


A cada semana sus renuncias. Al principio eran los bulos, los memes idiotas, los mensajes de voz de WhatsApp que no hacían sino transmitir inquietud y tontería. Ahora son las noticias mismas, o mejor dicho su exceso, porque ni siquiera los medios «serios» son capaces de ponerse de acuerdo y enlazan artículos y reportajes y columnas de opinión en una carrera constante –y apabullante– por estar a la última. El hecho de que la pandemia se halle en etapas distintas en los países de nuestro entorno hace que las novedades se solapen o que veamos repetido en otro país lo que ya hemos vivido en el nuestro. Y sucede que el virus lo ocupa todo. Como la actividad social ha quedado reducida a su mínima expresión y la vida que llevamos en nuestros hogares carece de interés o picos de conflicto, solo se habla del virus; solo se puede hablar de él, porque hasta sus efectos –ya sean remotos o inmediatos– llevan su apellido. Solo él tiene derecho a ocurrir. Voy leyendo y tratando de concertar lo que dicen unos y otros y rara vez lo consigo: lo único seguro, al parecer, es que la «distancia social» y el confinamiento son la mejor manera de derrotar al virus, pero tampoco hay consenso sobre el grado de encierro ideal. Por no hablar de las voces, en la prensa angloamericana (siempre tan economicista, tan obscenamente pragmática), que sopesan los pros y los contras de la paralización laboral. La suma de este exceso de datos y palabras me sume en el desconcierto. Peor, en el agobio. Así que he decidido medirme y racionar la lectura on-line, el visionado de los telediarios, esa compulsión que me llevaba de un lado a otro con el hocico en la pantalla. He recuperado el placer y la calma –la cordura– de la lectura en papel: a diferencia de su versión digital, el diario impreso sigue un orden, está paginado, estructurado, es un corte en el tiempo que se mantiene estable durante veinticuatro horas. Y deja claro que en estas circunstancias la exigencia de las cabeceras de actualizarse cada poco es, o puede ser, contraproducente: obra en oposición misma a la necesidad de información, de chismorreo útil, que nos permite actuar o tomar un rumbo deseable. Aunque, bien pensado, tampoco es que tengamos mucha libertad de acción. Solo se nos pide obedecer.

3 comentarios:

Abilio Díez dijo...

Sí. Caminar en paralelo al torbellino digital, que nos deja sin asidero. La vida pierde peso y amenaza con ser arrastrada por el viento.
Yo sí acudo a estos abrevaderos de la pantalla, pero apenas bebo. Como tus pájaros o sus esperanzadas plumas, miro y salto a otra cosa, sin dejarme colorear por la monotonía universalizada.
Cada día abro la ventana, sin salir, me asomo apenas y dejo un pensamiento en línea diferente a lo supuestamente obligado, aunque siempre musicalmente sometido al tono menor que el agobio general impone.
Por lo demás da miedo ver lo que algunos piensan al otro lado del Atlántico: su visceral economicismo les hace dudar entre saltar del piso treintaitantos y la cercanía invisible del virus, aunque el final sea igualmente suicida. Salud, amigo.

Abilio Díez dijo...

Perdón por el abuso, pero vuelvo porque antes me olvidé de resaltar la gran coincidencia de citas pajariles en estos cuadernos y otros que frecuento. Que cada cual lo interprete a su manera. Yo me uno al clásico que ya percibió el miedo a la amenaza de esta manera: "Ut fugiunt aquilas timidisima turba columbae".
Salud.

ÍndigoHorizonte dijo...

Cada uno sabe dónde está su esperanza. Yo creo que tú también sabes dónde está la tuya y has ido a reencontrarla en los pájaros y en Emily Dickinson y en traducir a ambos. No dejes que te los titulares vuelvan a robártela. Un abrazo grande. Ánimo y fuerza.