.Hace algunas semanas, un diario madrileño publicó un extenso reportaje sobre el poeta inglés Ted Hughes en sus páginas de cultura. El motivo, la edición de dos importantes libros suyos en España. Además de documentarse de manera bastante exhaustiva, el periodista tuvo la cortesía de entrevistar telefónicamente a las dos o tres personas que hemos contribuido a difundir la poesía de Hughes en nuestro país: en mi caso, la conversación duró cerca de cuarenta minutos y cubrió casi todos los aspectos de su obra. Me quedé con esa impresión un poco desconcertante que siempre produce charlar con un reportero (vergüenza o al menos incomodidad con mi entusiasmo, perplejidad ante su paciencia), pero también con la esperanza de que el resultado final estuviera a la altura de las circunstancias, es decir, que comunicara siquiera un poco de la fuerza y la entraña de la poesía del autor de Cuervo. Pensé: bueno, al menos se ha tomado la molestia de escuchar con detalle; si así ha hablado con los demás, por fuerza tiene interés en el asunto y quiere huir de los lugares comunes y los latiguillos periodísticos que han arruinado aproximaciones anteriores.
Sobra decir que era una esperanza infundada, como lo son casi todas. Cuando al fin el artículo vio la luz, volví a sorprender todos los clichés de costumbre, todos los datos biográficos corrompidos por una mirada sensacionalista y vulgarizadora, todos los matices y gradaciones echados por el sumidero de la simplificación y el maniqueísmo. De mi conversación de cuarenta minutos quedaron sólo dos frases idiotas que rubricaban sin bochorno las opiniones del reportero, haciéndome pasar como testigo a su favor. Me consta que otro de los entrevistados tuvo la misma sensación, y eso que en su caso optó por contestar por escrito, para evitarse disgustos y procurar que el resultado final se ajustara lo más posible a su voluntad o sus deseos. De nada le sirvió; la funesta herramienta del entrecomillado condujo sus palabras precisamente al territorio que había querido soslayar en todo momento: el de las etiquetas y las definiciones escolares, el dominio de las taxonomías y las oposiciones sesgadas.
Toda esta queja introductoria puede parecer un poco pueril, y de hecho lo es. El error inicial fue precisamente hacerse ilusiones. Cualquiera que haya tenido un mínimo trato con la prensa (y, en concreto, la prensa cultural) sabe hasta qué punto su ley es la distorsión, la ligereza, la falta de sosiego o de cuidado. Pero hay algo más, algo que no depende de la necesaria brevedad o urgencia del género. El periodista tenía dos largas páginas a su disposición, dos páginas de letra apretada y esquinas espaciosas donde moverse con tranquilidad, y sin embargo volvió a incurrir en los vicios de costumbre, esa escritura de fórmulas sobadas y entonaciones de segunda mano que es el equivalente a hablar de oídas, a ciencia incierta, rodeando las cosas desde fuera.
Así se redactan, en realidad (el verbo no es casual), la mayor parte de los textos que leemos, incluyendo muchas novelas e incluso libros de poemas que pasan por literatura y que no son sino extensiones de esta misma escritura periodística que es un poco la maldición de nuestro tiempo: una escritura que procede a tientas, por aproximación, como quien siluetea un monigote con tijeras y va cortando aquí y allá hasta llegar a un parecido razonable (¿soportable?). Una escritura que habita en las afueras y que, por mucho que quiera entrañarse, por mucho que trate de acercarse a la médula de su asunto, es por naturaleza exterior, un tanteo que siempre se queda a las puertas, que no sabe nunca muy bien si se ha excedido o se ha quedado corto, si hay rebaba en el contorno por donde pasaron las tijeras. Una escritura, por último, que sólo construye las curvas a basa de múltiples líneas rectas enlazadas, que sólo es capaz de generar matices y detalles como suma de algo y su contrario, de pasos en una y otra dirección; todo en ella, en fin, es pleonasmo, pues se mueve por tanteo, corrigiéndose en el curso de su avance, haciendo la media de sus afirmaciones tajantes y mutuamente divergentes.
No pretendo negar la utilidad del periodismo ni impugnar su existencia. Sería absurdo, por lo demás. Pero sí quiero llamar la atención sobre el imperio casi absoluto de un tipo de escritura –una poética, en fin, por mucho que me irrite o me parezca equivocada– cuyos vicios y limitaciones hemos interiorizado hasta el punto, muchas veces, de no verlos, y que contribuyen de modo activo a la estrategia niveladora del mercado. Una escritura que, como la publicidad, opera con la urgencia del trilero, del que tiene algo que esconder y no quiere que descubramos su juego, su trampa. Nuestro mundo vive precisamente en el poco espacio abierto por estos discursos, velado por la sombra de sus impaciencias y sus simplificaciones. Vivimos tan metidos en ese velo, tan al cobijo de su sombra, que hemos dejado de advertirlo. Y nuestra sensibilidad, como nuestra reserva, se ha vuelto más roma. Es cierto que los encargos mundanos nos ayudan a sacarnos de la inercia y a poner la máquina de escribir en movimiento, pero me inquieta la frecuencia con que aceptamos salir de nosotros para hablar de cosas que nos incumben sólo a medias, o que no terminamos de hacer nuestras, o que cierta pericia retórica sabe envolver en juegos de ingenio y de palabras. Porque la escritura que reivindico o que me parece propia de nuestro oficio es precisamente lo contrario de este ejercicio de tanteo y ensayo. No procede desde fuera, sino que parte de un germen, una semilla, y la hace crecer y levantarse y fructificar hasta darle contorno y volumen precisos. Podemos calificar a esta escritura de poética, aunque su dominio es tanto el verso como la prosa, tanto el poema como la novela o el ensayo cuando están dictados por el deseo, la fatalidad, eso que mueve las palabras desde dentro y las empuja hasta engendrar algo, lo que sea, dueño de vida propia. Así también ese periodismo de investigación o de viaje movido por una curiosidad genuina y un respeto escrupuloso a los hechos –así como por una profunda conciencia de estilo–, donde la escritura periodística cambia de polaridad y cobra una vivacidad, una integridad orgánica, que la convierten en creación genuina, literatura. Aquí no hay aproximaciones, no hay rebabas ni virutas ni cortes fallidos o groseros, sino que el texto, como el «álamo» del que hablaba Juan Ramón Jiménez en La estación total, «termina bien en sí mismo». Esta identidad del ser consigo mismo no es la petrificación inmóvil de la muerte sino que remite a algo más profundo: la capacidad de la vida para encarnar o fructificar en seres plenos, colmados de sí mismos, de su sangre sonora.
Ésta es la escritura que siempre me ha interesado y sólo ella, a mi juicio, merece el nombre de poesía. En última instancia, da igual que esté escrita en verso o en prosa. Debe surgir de dentro, como un tallo de la tierra, olisqueando el aire, buscando siempre su más justo punto de expansión. Tal vez adivinar este perímetro justo, este contorno preciso, sea la tarea más difícil del escritor: escuchar las palabras, sus raíces y tendones y zarcillos, a fin de no castrarlas o de obligarlas, por el contrario, a crecer más de lo debido. Pero lo urgente, lo inexcusable, es no incurrir en esquematismos, en polaridades maniqueas que borren o suprimen las sutilezas, el placer de moverse por los grises del pensamiento. Un placer que no excluye la incertidumbre o la ansiedad, por supuesto, pero sin el cual parece muy difícil escribir nada que nos exceda, nada que nos mejore o nos tome por sorpresa.
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