Hace pocos días tuve el privilegio de acompañar a Ernesto García López en la presentación madrileña de Las linternas flotantes, el nuevo libro de la poeta argentina Mercedes Roffé (Buenos Aires, 1954). Fue una ocasión muy grata, que me permitió, además de escuchar algunos poemas del libro en la cálida voz de su autora, saludar a un buen puñado de amigos. Éstas son las palabras que pronuncié entonces, como breve testimonio de una lectura que (sobra decirlo) aún no se ha cerrado.
Mercedes Roffé, Las linternas flotantes, Buenos Aires, Bajo la luna, 2009, 68 pp.
Recuerdo el impacto que me produjo, hace ya algunos años, la lectura del comentario que Moisés Mori dedicaba a La perseverancia del desaparecido (1988), del poeta Miguel Suárez. Aquella lectura comenzaba con inteligencia −también con gran astucia− por el final, abriendo el libro por el poema de cierre y leyendo el conjunto a la luz retrospectiva de sus versos. Me pareció un modo sugerente de leer, no sólo aquel poemario, sino cualquier otro, en la medida en que un libro de poemas no se cierra jamás ni responde de forma tajante a nada; sólo ofrece, a lo sumo, un delta, una embocadura por la que entrar y subir río arriba hasta las fuentes, el magma emocional que brota y cobra forma al brotar, poblándose de contenidos intelectivos y lingüísticos. En realidad, un libro de poemas, hasta el más estructurado, se puede abrir por cualquier página, pero a menudo hacerlo por la última es un modo de reaccionar a la ansiedad estructural del autor, desarmar su afán de dejarlo todo atado y bien atado. Si el poema final suele ser una forma sutil de echarnos de la casa del libro, entrar por esa puerta nos concede una perspectiva oblicua, inédita, capaz de hacernos entrever en sus frutos, en la huella que ha dejado impresa, el impulso primero de la escritura.
He recordado la estrategia de Moisés Mori porque, leyendo este nuevo libro de Mercedes Roffé, Las linternas flotantes, he encontrado también un final que es un comienzo. Un comienzo explícito, de hecho, que remeda el de los libros sagrados de nuestra tradición cultural: «En el origen fue el Bien. / Y de él, todas las cosas». Así podría comenzar el libro; sin embargo, así se cierra, con un breve epílogo que contiene igualmente una obstinada súplica amorosa, una petición de afecto que quiere escuchar «mil veces al día / que me quieres». Vale la pena tener en mente esta simple declaración en toda su persuasiva crudeza, porque es el punto final o destino de un viaje que nos lleva de lo global, de lo colectivo desplegado en los ejes sincrónico y diacrónico, a lo personal, lo afectivo, el diálogo íntimo con los otros y el otro, y finalmente al vislumbre de aquello que nos constituye, la raíz del ser o su conciencia. Un viaje que empieza con un oxímoron o algo que se le parece mucho («Dormir con los ojos abiertos, bien abiertos / Dormir alerta»), con infinitivos estáticos, de naturaleza impersonal, y que termina con una declaración de raíz inequívocamente personal, urgente, a la vez expresiva y apelativa: «Dime que me quieres».
Descontando este epílogo, Las linternas flotantes consta de veinte secciones o cantos de diversa extensión que responden, de manera evidente, a una ambición de totalidad. Se trata, como bien ha dicho Ernesto García López, de un libro-poema, de un largo poema que se despliega en movimientos y que parte, en el primero de ellos −uno de los más determinantes−, de una aceptación, lúcida pero no resignada, de los opuestos que gobiernan la existencia: día-noche, bien-mal, vida-muerte, pleno-vacío, visión-ceguera… Maniqueísmo, sí, pero como punto de partida para el viaje de una conciencia que trata de reunir, eliotianamente, los fragmentos dispersos y contrarios a fin de darles un sentido. Y no sólo sentido, sino un uso en el sentido filosófico del término: quiero decir, algo que nos ayude a vivir, que sea herramienta de vida y nos haga más sabios, más felices. Se trata de un viaje incierto, donde a menudo se pierde pie o se encuentra uno con indicios embusteros que lo apartan del camino. La propia autora confiesa hacia el primer tercio del libro:
¿Por qué caminos vamos
si hay camino
--tiempo herido en su costado?
¿Hay antes y después?
¿Sendero hay?
Este carácter incierto del avance se inscribe en la forma misma del poema, lleno de preguntas, de negaciones, de aparentes contradicciones que se resuelven en súbitos aforismos que nada resuelven. O mejor dicho: que nada demuestran. Que sólo muestran, afirmando con rotundidad verbal lo que, por lo demás, tampoco podrían argumentar por la vía de la lógica. Entretanto, sobre todo en los cantos inaugurales, se oyen ecos abundantes de tradición de la mística negativa o del Eclesiastés, también del eco mismo que estas voces dejaron en el Eliot de Cuatro Cuartetos, por ejemplo, o en la sequedad astillada con que Jerome Rothenberg retoma la tradición de la primitiva poesía oral:
Suspensión del sentido para ver lo pleno
Suspensión del sentido para oír lo pleno
Suspensión del sentido para oler y tocar […]
Suspensión del sentido para sentir lo pleno
Suspensión de todos los sentidos para el sentido pleno […]
Las aporías recorren este poema-libro en todos sus planos, del sintáctico al morfológico, creando neologismos y palabras compuestas (vórtice-tiempo, sangre-alma, ángel-lechuza, velos-vendas, Fórmula-madre, Vasija-cofre, Luz estético-ética…) que, además de intentar corregir la propia visión maniquea de la que parten, son ejemplos extremos de un decir austero, abocado a lo mínimo, que sin embargo es capaz de fluir ágilmente, desplegarse en un discurso de ritmo y cadencia eficaces gracias al uso de anáforas, oxímoros, negaciones que afirman y asertos que niegan, dibujando así un ámbito plural de referencias que trata –ya se ha dicho– de asumir la totalidad, comprenderla en su riqueza inagotable. Se trata, en última instancia, de encarar a la existencia sin disimulos, de mirarla a los ojos en lo que tiene de bondad y maldad, conceptos que la autora emplea sin ironía como apoyo para el salto de trampolín del discurso: «Moremos / en el seno de la noche / en el fétido seno del mal // contra el mal». Dicho de otro modo –como quiere una larga tradición humana de ritos iniciáticos–, es preciso afrontar los propios miedos, los ángulos ciegos o viles de uno mismo, a fin de superarlos. Aquí el yo toma responsabilidad por el colectivo, rinde cuentas por la maldad del colectivo a que pertenece, y trata de expiar el cúmulo de infamias que impregnan nuestro presente. Lo que viene a decir Roffé, me parece, es que no es posible sentirse ajeno a ese mal, entre otras cosas porque es parte de nosotros, pero que tampoco el mal puede limitarnos: es preciso verlo como un instante o peldaño en la dialéctica incesante del aprendizaje humano. También hay verdad, hay luz, hay amanecer, hay día (palabras y nociones que comparecen una y otra vez en esta poesía a modo de hitos numinosos, con la energía que tienen en la poesía primitiva), y esa realidad alternativa y simultánea nos permite tener confianza, albergar esperanzas frente al continuo declive ético-social del que somos juez y parte, pues es la existencia misma.
La forma en que Roffé trae o invoca lo histórico al poema me ha hecho recordar unas lúcidas y más que nunca necesarias palabras de Tomás Segovia en El tiempo en los brazos. Cuaderno de notas (1950-1983), cuando denuncia la tendencia de cierta crítica contemporánea a caer en la trampa de los sistemas y ciclos temporales, su voluntad (en gran medida de raíz hegeliana) de dibujar tramas autosuficientes de acción y reacción que ignoran la existencia de realidades a-históricas, es decir, originarias:
La traición en la poesía y el arte modernos es cuando en lugar de restituirnos a la naturaleza −y a nuestra naturaleza−, como es su misión, se deja engañar a menudo y acaba por hacerse sierva de la Historia, por conducirnos nuevamente al mundo puramente histórico. El mundo histórico es el desierto. La poesía es el agua viva, natural, que fertiliza este desierto, y sólo ella puede fertilizarlo.
Y añade: «Si no hubiera historia no seríamos como somos, naturalmente. Pero si no hubiera la hermosura del mundo y el amor no seríamos. Y no habría historia […]». Segovia se refiere aquí a la facultad del pensamiento analógico, del pensamiento fundado en el ritmo y la imagen y la visión, para saltar por encima del tiempo, de la historia, y encarnar la continuidad del ser, la continuidad de lo humano. Eso humano, sin embargo, que no puede vivir fuera de la historia, porque el hombre es tiempo y es historia desde el momento mismo de su nacimiento. Por eso dirá, desde su condición de poeta, que «la historia no tiene sentido sino con relación a la restitución de lo originario. La Historia es al mismo tiempo el lugar donde hemos perdido lo originario y el terreno en que lo buscamos». La poesía, sobra añadirlo, es nuestra forma de buscarlo.
Esta búsqueda de lo originario es precisamente el asunto central de Las linternas flotantes. Una búsqueda que opera por retracción, por contracción, al modo de la cábala luriana. Es un abandono del mundo que trata, al achicarse, de conceder al mundo su presencia justa, pero también de descubrirlo en el ser, en las palabras del ser, como si eso que encontramos al final del trayecto de la conciencia fuera un reflejo holográfico de la totalidad, una réplica a otra escala. El yo descubre entonces que todo estaba en él/ella, bienes y males, afirmaciones y negaciones, que la plenitud estaba aquí, adentro. El canto final, el número veinte, es justamente una denuncia explícita del relato sagrado que nos separa de ese tiempo originario, una denuncia de la presunta caída o lapso que nos hace mortales, finitos, imperfectos:
Caída no hubo.
Lo alto está aquí. Es aquí.
Adentro.
Caída no hubo.
Distracciones hay. Vientos. Fugas.
Maquinarias. Grandes, grandes.
Juegos de sombra, preocupación y olvido. De sí. […]
.
De pronto la validez de otros relatos míticos se desmorona. La plenitud no es ni puede ser exterior, no depende de dones de fuera, arrancados a los dioses o sacados a hurtadillas de paraísos artificiales. Prometeo no existe y puede decirse, entonces, un verso incitante y sentencioso a la vez como un aforismo: «Robar el fuego no es robar ni es fuego». Cada cual es su propio dios, cada cual porta su propia llama, que es doble y prolongación de las demás: «en sí y fuera de sí / −todo es uno−».
Las linternas flotantes se cierra, así, en el origen, en el tiempo del origen, que es el tiempo del amor, del Bien que se dice incesante (mil veces) a sí mismo: «En mi fin está mi principio», decía Eliot en «East Coker»». El viaje, pues, ha llegado a un término que es un recomienzo, un nuevo empezar. Un viaje, por lo demás, en el que Roffé ha sabido espigar ideas y figuras de distintas tradiciones espirituales, pero siempre al servicio de la lógica poética, es decir, de la lógica de la imagen y el ritmo. Y en cuyos últimos cantos aparece con insistencia un tú que es doble o reflejo del yo, sombra con la que se dialoga, pero que a la vez apunta, me parece, a la pareja originaria, la fundadora, habitante primera del Edén. Tan pronto oímos ese tú conativo, también cada uno de nosotros, como lectores, está ahí presente, implicado por fuerza en ese diálogo que se proyecta hacia nosotros, que debe proyectarse hacia nosotros, para cobrar sentido.
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