El joven poeta Javier Gil Martín coordina con buena mano la sección de poesía de la revista Adiós Cultural, dirigida por Jesús Pozo y Nieves Concostrina. Y a finales del año pasado tuvo la gentileza de plantearme una entrevista por escrito sobre mi traducción de Ariel, de Sylvia Plath. El resultado se publicar en el número de marzo de la revista (que se puede descargar aquí).
Comparto ahora aquí la entrevista porque amplía y concreta algunas de las cosas que comenté en su día (a finales de noviembre del año pasado) para la revista Zenda. Y porque, al ser un diálogo por escrito, es casi un artículo a dos manos. La verdad es que el último trimestre del 2020 estuvo, en mi caso, dominado por dos grandes poetas: Anne Carson y Plath. Estos días de Semana Santa parecen un buen momento para recordar esta nueva edición del libro mítico que fue, que sigue siendo, Ariel.
los poemas en el umbral de sylvia plath
conversación con Jordi Doce, traductor de Ariel
«Nadie pone en duda, a estas alturas, el lugar central que ocupa este libro en la poesía angloamericana del siglo pasado», dice sobre Ariel, de Sylvia Plath (Boston, 1932-Londres, 1963), Jordi Doce, su más reciente traductor. Y el conjunto, escrito hasta el umbral mismo de la muerte de su autora, sigue despertando el interés lector a más de cincuenta años de su primera edición, que en 1965 preparó póstumamente su marido, el poeta Ted Hughes. Doce ha traducido el libro para la editorial Nórdica, en una hermosa edición bilingüe ilustrada por Sara Morante, que nos permite adentrarnos de nuevo en la poesía última de la poeta estadounidense. Aquí conversamos con el traductor y poeta y traemos dos poemas de Plath en su traducción, «Muerte y Cía» y «Filo».
Javier Gil Martín (JGM): Muy buenas, Jordi. En este trabajo concreto estableces un doble diálogo: con Sylvia Plath y su poesía; y con Sara Morante y sus lecturas pictóricas de Ariel. No sabemos si eso ha afectado a tu trabajo de traducción. Dinos cómo lo ves y qué te parece el resultado de esta colaboración con Morante.
Jordi Doce (JD): No sé, sinceramente, si se puede hablar de ‘diálogo’ para definir la traducción poética. Es más bien un ejercicio particularmente intenso de lectura, una aproximación personal que no excluye –que no puede excluir– las de otros lectores, incluida la propia autora. Ser traductor implica forjarte una idea más o menos clara de cómo suena esa poesía (y de cómo quieres que suene en tu idioma), qué crees que hace y que dice, cómo se relaciona con otras obras de su tiempo o de su entorno, cómo evoluciona, cómo cristalizan o se formalizan en la lengua ciertas tensiones emocionales, vitales, intelectuales, etcétera. Y eso dirige tu trabajo y se plasma en él, como es obvio. Se trata de ‘escuchar’ la obra en su lengua original, y cuanto más tiempo la hayas escuchado, cuanto más hayas convivido con ella, más fácil y fiable será tu esfuerzo.
Por otro lado, traducir, como leer, no es un ejercicio meramente pasivo, reactivo. Uno lleva a la mesa herramientas que provienen de la tradición y busca amparo (de forma natural, sin pensarlo mucho) en los recursos de la poesía en español. No se trata de ‘domesticar’ el original, sino de buscar puntos viables de contacto con obras de tu propio idioma, y también, en otro plano, de crear una lengua literaria persuasiva activando algunos de los instrumentos que la tradición pone a tu alcance.
Debo confesar que el diálogo con el trabajo visual de Sara Morante fue más bien escaso, porque los dos partimos del original de Sylvia Plath y solo al final hicimos confluir nuestros esfuerzos. El vértice donde nos encontramos son los poemas mismos en inglés.
JGM: Tu relación lectora con Plath se remonta, según has contado tú mismo, muchos años atrás. ¿Crees que, como poeta, esa relación con su escritura ha influido en la tuya de alguna manera?
JD: Descubrí la poesía de Plath de manera más o menos simultánea con dos libros: un ejemplar de los Collected Poems de Faber & Faber que compré en una librería de Dublín; y la ya legendaria edición de Ramón Buenaventura en Hiperión. Esto fue hacia 1989, un año antes de publicar mi primer cuaderno de poemas. Así que la poesía de Plath ha estado presente en mis lecturas casi desde un inicio y ha tenido una influencia decisiva, no sé si en muy escritura (sería presuntuoso decir algo así), sino en mi forma de concebir la poesía. Quiero decir que la obra de Plath es un desarrollo natural de la poesía moderna, en la estela simbolista de T. S. Eliot, Wallace Stevens, Ajmátova o García Lorca. Es verdad que mira hacia adelante en el tiempo, que es un hito de la escritura confesional y el ideario feminista, pero las inquietudes formales de Plath (su sentido del ritmo, su forma de ajustar el verso, su noción del símbolo, su visión orgánica del poema, como algo vivo, mayor que la suma de sus partes, etc.) tienen más que ver con Eliot y con Stevens, digamos, que con gran parte de esa poesía más plana y narrativa que se declara heredera suya. El poeta al que más imitó en su juventud es Stevens, y se nota.
JGM: En tu ensayo «Los maniquíes de Múnich», recoges unas impresiones de Octavio Paz sobre la generación a la que perteneció la poeta y cómo esta, a pesar de haber vivido un periodo próspero materialmente, se había sumido en la desesperación, que, en el caso de Plath, acabó con su suicidio siendo muy joven: «Todo se disipó menos sus fantasmas», apunta Paz. Háblanos, si te parece, de algunos de los fantasmas que asediaron a la bostoniana.
JD: Esas impresiones de Paz, como sabes, no vienen de un ensayo, sino que aparecen en su correspondencia con Pere Gimferrer (Memorias y palabras, 1999). Es un párrafo tan solo, un apunte, pero muy sugestivo, porque parte de un cotejo con sus contemporáneos norteamericanos –Lowell, Berryman, Randall Jarrell, Delmore Schwartz, Elizabeth Hardwick–, que fueron los maestros y predecesores inmediatos de Plath, y señala que estos poetas, que materialmente lo tenían todo y vivían en la economía más pujante del planeta, en ciudades cosmopolitas y campus universitarios muy bien provistos –bibliotecas riquísimas, ayudas, becas, premios, medios de todo tipo–, fueron seres profundamente infelices, atormentados, que soportaron la competitividad del medio universitario y el vacío espiritual de su tiempo con ayuda del alcohol, la promiscuidad sexual y la constante huida de sí mismos. Une lee sus biografías con asombro y piedad. Y se da cuenta de que los poetas ‘beat’ o de la Escuela de Nueva York, todos a su manera, fueron una reacción imperativa a ese vacío.
Plath, que es más joven que Ginsberg o Ashbery, no lo olvidemos, absorbe más intensamente, de manera casi acrítica, los valores de esa generación y cae bajo su hechizo: la competitividad extrema, la sacralización de la profesionalidad, el imperativo de «hacer carrera»… Y añade fantasmas de su cosecha: el de su padre, muerto cuando era niña; el de su madre, espejo ante el que afirmarse o exhibirse, pero que necesita romper como sea; la sospecha de su propia falta de centro o de fundamento… Sin olvidar que Plath se educa en una universidad solo para mujeres que refrenda valores conservadores y postula una idea de la mujer como soporte refinado de las iniciativas del hombre; y que es mujer en un entorno muy masculinizado (todos estos poetas que hemos mencionado eran varones) y, por lo tanto, víctima de un machismo estructural.
JGM: La muerte es una presencia fuerte en el libro. Más allá de interpretaciones basadas en el trágico final de Sylvia Plath inmediatamente posterior a la escritura del libro, ¿nos podrías apuntar algunas de las formas que toma esta presencia en Ariel?
JD: La muerte es una presencia fuerte no solo en el libro, sino en su propia vida desde la temprana desaparición del padre, cuando ella tiene ocho años. Reaparece con fuerza en el verano de 1953, a los veinte, como una tentación inescapable: una sobredosis de pastillas que abre un lugar de calma donde el dolor de la existencia desaparece; o, mejor dicho, que despierta un sentimiento oceánico en el que se diluye el yo, la voluntad se aquieta, el deseo duerme y se alcanza la quietud de la indiferencia. Esa es la imagen de la muerte que aparece en «Filo», y a la que vuelve con su segundo intento de suicidio, esta vez fatal: «la mujer ha alcanzado la perfección». Perfección, sí, porque el ‘ser’ y el ‘estar’ coinciden, al fin, y uno deja de estar sometido al imperativo animal de los deseos corporales y a los espejismos agotadores de una voluntad de superación que nos empuja una y otra vez hacia delante y, por tanto, nos enajena. Y por ahí asoma esa segunda noción de muerte que postula Ariel: es una muerte-en-vida, en realidad, puesto que contamina y pone en entredicho la existencia, se cuela por las rendijas de cada día, de cada acto, para arruinar la simple alegría de vivir y desrealizarnos.
JGM: «Filo», que traemos aquí en tu traducción, es un poema liminar, escrito unos días de que acabara con su vida, que parece relatar simbólicamente (escenificar casi) ese momento por venir, aunque, como tú has apuntado, es una «máscara que realza y oculta al mismo tiempo el enigma de esta poesía y de su autora». Así, aunque sea el penúltimo poema de Ariel, es en cierta manera el punto final de su obra y de su vida. ¿Cómo lo relacionarías con el resto de Ariel y con su obra en conjunto?
JD: Hay que entender una cosa, y es que el Ariel que conocemos responde a dos momentos creativos muy distintos. Hay un primer momento, entre abril y noviembre de 1962, centrado en el proceso de liberación personal del yo protagonista en el que se mezclan sentimientos de ira, violencia, júbilo, temor y angustia, y que conjura el dolor de la ruptura amorosa con un reencuentro orgulloso consigo misma, con su propia energía oculta. En otras palabras, con su propia naturaleza oscura, reprimida mucho tiempo por convenciones de todo tipo. Así que hay una sensación de angustia, de temor a la soledad, pero también de liberación y de alegría transgresora conforme el yo toma conciencia de su fuerza, su poder, y asiste casi incrédula a este proceso de renacimiento personal.
Pero este proceso de renacimiento se pasa de frenada, como si dijéramos, y obliga al yo a enfrentarse con esos fantasmas que mencioné antes. Y, pasada la euforia inicial, lo que descubre es que las palabras no pueden sublimar ni maquillar el absurdo del vivir. En este sentido, Plath es hija del existencialismo de su tiempo. Y los poemas que van desde finales de 1962 hasta apenas la víspera de su muerte, en febrero de 1963, plasman un paisaje frío, desolado, despojado de figuras y de sentido, un paisaje invernal sepultado por el estatismo del cielo y la falta de horizontes. Lo más impactante de «Filo» es su estoicismo, su tono de aceptación y hasta de indiferencia por su propia suerte, como si aceptara como propios el veredicto y la actitud de la luna, «acostumbrada a este tipo de cosas».
Filo
La mujer ha alcanzado la perfección.
Su cuerpo
muerto muestra la sonrisa de la realización;
la imagen de la necesidad griega
fluye por los pliegos de su toca,
sus pies
desnudos parecen estar diciendo:
hasta aquí hemos llegado, se acabó.
Los niños, muertos y ovillados como blancas serpientes,
uno junto a cada pequeña
jarra de leche ya vacía.
Ella los he plegado
de
nuevo hacia su cuerpo como pétalos
de una
rosa cerrada cuando el jardín
se
aquieta y los aromas sangran
de las
dulces y profundas gargantas de la flor de la noche.
La
luna no tiene de qué entristecerse,
mirando
fijamente desde su capucha de hueso.
Está
acostumbrada a este tipo de cosas.
Sus
negros crujen y se arrastran.
5 de febrero de 1963
1 comentario:
Diálogos y encuentros y espejos. Gracias.
Publicar un comentario