martes, septiembre 11, 2012

debajo de los mapas



 Pierre Alechinsky


Ciertas callejas o tramos de calles que, sin saberse el porqué, aparecen envueltas en un aire sombrío, incluso maléfico, como si el tiempo de todos los días hubiera decidido evitarlas y todo en ellas latiera sin fuerza, con esa calma helada de los personajes de cuentos de hadas que han sido hechizados y duermen a caballo entre dos mundos. Son espacios donde abundan los locales abandonados, que nadie quiere, donde los portales son de otro siglo y hasta los árboles tienen un aspecto desastrado que se trasmite a su sombra como un miasma. Es algo inexplicable, que se acepta sin más como parte de una rutina de la que somos, por lo común, espectadores pasivos. Todos conocemos, en nuestro barrio, esa esquina funesta donde cada dos años se cuelga un cartel de traspaso y se inaugura un comercio condenado antes incluso de abrir, porque todos hemos interiorizado de manera inconsciente la maldición que lo aqueja, todos sabemos que allí ningún negocio tiene futuro –que, por no tener, no tiene ni pasado, pues nadie recuerda cuáles lo precedieron.

Se trata, desde luego, de un conocimiento supersticioso, un resto de pensamiento mágico que sigue haciendo mella en nuestras percepciones, pero la misma intensidad o insistencia con que lo hace resulta sospechosa; es como si la propia superficie de las calles se resistiera a ser ordenada o jerarquizada racionalmente, como si algo de esa magia más bien antipática persistiera por debajo de las líneas del mapa. Esto es algo que los surrealistas, tan amantes de los cafés como de perder el rumbo por las calles de París, sabían muy bien. Los paseos y encuentros de André Breton en Nadja, por ejemplo, son el testimonio de un zahorí empeñado en pulsar las fuentes de energía de la ciudad, imanes que van asociados, para él, al ir y venir de esa mujer fatal con la que entabla una relación a medio camino entre la fascinación y el escrúpulo. Breton creía que esta energía se vinculaba a la antigüedad del lugar, a los estratos de historia y de vivencias que se acumulan con el tiempo, y por eso nunca tuvo ojos (ni oídos) para Nueva York. Su rechazo a convertirla en materia de sueño está relacionado, en el fondo, con su negativa a hablar inglés: ciudad sin cafés ni terrazas, sin calles que pudieran caminarse cómodamente, sin el espesor o la espesura históricos de su rival europea, Nueva York volvía inservible la sintaxis divagante de Nadja o El amor loco, todo ese largo y delicado sondeo verbal que era una de las marcas de la casa.




Ahora sabemos que estos imanes bretonianos también actúan en lugares sin apenas historia, en los barrios o calles de nuevo cuño donde se instalaron nuestros padres. Los concibo en el extremo de una red de arterias que fluye por debajo de la ciudad, una tela de araña cuyos hilos, si suben a la superficie, tienen el poder de alumbrar o envilecer los lugares que tocan. Y me doy cuenta de que, en mi caso, gran parte del interés o la excitación de vivir en la ciudad depende forzosamente de localizar y ordenar con precisión tales lugares.

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