En un escrito reciente sobre su disco I Trawl
the Megahertz, mi admirado Paddy McAloon recuerda cómo «en la era anterior
a Internet, no siempre podíamos encontrar, o costearnos, mucha de la música
sobre la que leíamos, [pero] teníamos tiempo de sobra para imaginar cómo sonaba
o debía sonar. Curiosamente, de este modo era posible sentirse inspirado por música
que uno en realidad no había escuchado. Se trata de una idea que aún me
agrada». Y es así, desde luego. Mi yo adolescente lo supo muy pronto, cuando
pudo comparar las páginas que Ramón de España dedicaba a Eno en su biografía de
Roxy Music con la experiencia misma de escuchar los discos, que siempre eran
bastante más o menos de lo que esperaba. No digamos ya cuando empecé a
adentrarme en el mundo del free jazz y otras lindezas. Lo curioso es que leía
–y sigo leyendo– mucha crítica: me encanta saber lo que otros construyen desde
la obra ajena. En realidad, me basta con que estén bien escritas o sostengan el
vuelo de la imaginación. Que a menudo no casen con mi experiencia de la obra me
importa poco.
Por lo demás, la idea de McAloon podría
extenderse fácilmente a otras artes, y de modo muy particular a la poesía: de
cuántos poetas latinoamericanos oyó hablar uno que no conocía, o no había leído
apenas, y cómo a través de las descripciones de terceros nos íbamos haciendo
una imagen, siempre brumosa o aproximada, tal vez, pero capaz de nutrir una
admiración razonable. Cuando por fin lográbamos leer media docena de poemas, el
desconcierto nos impedía valorar el mérito real de la propuesta. Había que
amansar los prejuicios iniciales, por favorables o exaltados que fueran, para
entender cabalmente lo que allí ocurría.
Por no hablar de las traducciones: hay poetas,
en verdad, que uno ha leído con más fe que convicción. Uno miraba el logo de la
editorial o el nombre del traductor y pensaba: si usted lo dice… Era una
lectura hipotética, por aproximación. Nos decíamos: el poema real está aquí,
detrás o delante de la imagen desenfocada de la página. Y luego esa grieta, ese
decalage, nos permitía justamente imaginarnos a un poeta más cierto o
sugestivo que el del libro. Lo recreábamos, vaya, y de ahí surgían
sentidos imprevistos, que ni estaban en el original ni nosotros habríamos sido
capaces de convocar sin ayuda. Un poeta, en fin, podía ser un poema o un puñado
de versos memorables: el fervor que dedicábamos a esos fragmentos compensaba de
sobra nuestra incomprensión del resto.
De todo esto nos íbamos alimentando, y la
ignorancia y la imposibilidad de acceder a ciertas experiencias culturales
ampliaba sensiblemente nuestro campo de actuación. Paradójico, quizá, pero
real… iba a decir como la vida misma, pero nuestra vida misma nos parecía
irreal, o asunto menor, comparada con todo aquello que desconocíamos y que sin
embargo nos tentaba, nos atraía fatalmente, por estar fuera de nuestro alcance
(bueno, estaba ahí, pero no siempre y desde luego no de manera simultánea,
porque había un límite claro de tiempo, de dinero, incluso de energía…). Lo
dice de nuevo McAloon en ese mismo escrito cuando habla del «espíritu atrevido
de mi juventud, cuando la música parecía misteriosa, y nueva, y llena de
posibilidades». Esa riqueza de posibilidades es tal vez lo que uno más echa en
falta de aquel tiempo. Digamos también apertura, hospitalidad activa, ese
adelantarse al acontecimiento o ir a su encuentro para teñirlo de los deseos y
las expectativas de uno. Y sí: «se trata de una idea que aún me agrada».
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