Vuelvo a leer en
clase, en el taller del Kafka, ese viejo y certero lema de Valente: «Sólo se
llega a ser escritor cuando se empieza a tener una relación carnal con las
palabras» (Cómo se pinta un dragón). Una confesión de parentesco, desde luego,
pero también una insinuación erótica, sin duda anterior o condicionada a esa
idea suya de la escritura como «gestación». Sin embargo, como sucede también
con las personas con las que compartimos la vida, hay días en que las palabras
se nos vuelven extrañas, súbitas desconocidas, las vemos y es como si su rostro
hubiera cambiado, nos descoloca, hay alguien ahí que asoma (¿algún ancestro?) y
no sabemos quién es. Y puede ocurrir incluso que las palabras se nos hagan
odiosas, como en esas broncas familiares en las que sale un rencor antiguo, el
veneno fermentado durante años. La cercanía tiene esas contrariedades, ese
viaje del amor al despecho que hacemos cada vez que la razón o el origen de
nuestra fuerza nos quita la cara –y nos debilita. Uno puede enredarse en sus
propias raíces, está claro. Pero es mejor sacar un pie tras otro y
contorsionarse si es necesario que esgrimir un hacha falsamente liberadora. Las
palabras se nos pueden volver remotas, hasta ilegibles a veces, pero no son el
enemigo.
Trabajar es una mierda
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* Y ahora es de día y cómo voy a matarme si tengo que ir a la
oficina y pensar en tantas cosas que me son ajenas como si yo fuera un
perro.*
...
Hace 1 hora
1 comentario:
Es verdad, las palabras pueden ladrar sin ser el perro, herir sin ser el cuchillo, acariciar y no ser la mano. Son lo necesario para que la realidad se nos acerque.
De 10 a 12, Saludos.
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