Komura Settai (Japón,
1887-1940), Nevada matinal, 1924
Amanece con nieve:
nieve reciente, muy fina, como pelusa o polvos de talco. Ya ayer, al regresar
de buena tarde a casa, el azul cobalto de un cielo sin estrellas competía con
el aura anaranjada de las farolas precaria y prematuramente encendidas. Era un
indicio de nieve, o la nieve misma, suspendida sin cuerpo en el aire, lluvia
invisible que solo la luz revela. Ahora descorro las cortinas y la blancura me
duele en los ojos. Despierto con este resplandor acerado de un sol lejano,
nítido como una hoja de afeitar, y luego, en silencio, con miedo a despertarla,
desciendo a la cocina. En el jardín, la tierra húmeda asoma tímidamente entre
lo blanco, y también los mínimos brotes que en este final de febrero se atreven
a desafiar los últimos bandazos del invierno. No aguantará la nieve: tal vez en
el jardín nos espere algún rastro esta noche, pero será la excepción. No hubo
viento. Nada nos inquietó mientras dormíamos. Puedo imaginar ahora el rumor
inapreciable de la nieve al caer sobre el asfalto como una música de fondo en
nuestros sueños. No soñé con nieve, pero todo lo soñado se asienta en ella.
Luego, cuando salga a la calle, será ese territorio el que pise, seré yo quien
entre como una prolongación furtiva en mi sueño; y quien tome residencia con la
primera palabra pensada o escrita sobre la nieve.
«Preámbulos del poema», 1997
Felices fiestas a
todos, con mis mejores deseos.
1 comentario:
Aprender a ver nevar sin que haya nieve. A mi me ocurre cuando miro los ojos de Sayén o de Freya, esos retoños que le han salido algo a destiempo a mi añosa indiferencia.
Así todo parece nuevo, nada obvio, como sus propias vidas.
El mismo deseo para ti, 12, y para todos los que, al asomarse a esta ventana, multiplican el guarismo.
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