lunes, diciembre 30, 2019

cuenta atrás





Los veo en la cancha, jugando, insistiendo en jugar a pesar de la hora y la oscuridad creciente. Los veo y no los veo, medio escondidos por los árboles que envuelven el rectángulo vallado, las canastas, las dos farolas que vierten su luz tibia sobre el pavimento. Hasta que se abre un claro y el ruido del balón me llega nítido, inmediato, y los gritos que avisan y se buscan y se dan órdenes… Que celebran, también. Es un sábado de finales de año, un sábado de libertad, sin horarios, y la noche no va a sacarlos de quicio. No importa si son amigos o si el azar los ha reunido aquí para jugar un partido improvisado. Desde fuera es difícil saberlo. Pero yo sé que fui uno de ellos hace tiempo, jugando, insistiendo en jugar a pesar de la noche, o quizá fuera mejor decir contra la noche, como si la oscuridad fuera el relevo natural de los padres aguafiestas, de esa espera irritable que nos ataba en corto con solo mirarnos.

Esas tardes infinitas. Esos partidos que se prolongan sin que ninguna de las partes se atreva a ponerles fin. Ese temor de que cada jugada sea la última. Afinábamos los pases, los intentos de lanzamiento, los bloqueos, y todo para desmentir la falta de luz. Negar la evidencia podía ser un arte. Y la ilusión del virtuosismo –agacharse para estudiar la jugada, buscar o esperar el desmarque, dar el pase con la mano cambiada–, nuestra forma de apurar cada minuto. La cuestión era forzar prórrogas, dilatar el tiempo hasta lo inverosímil, hasta que solo quedara irse. Y no pensarlo. Como ahora.

1 comentario:

Abilio Díez dijo...

Un final de año lúdico para quienes intentamos que la relación con las palabras sea un juego sin final, a pesar de la luz menguante.
Que el 2020 sea tan redondo como su guarismo y podamos alcanzar canastas increíbles.
Saludos.