viernes, 1 de mayo
Desde
que empezó el encierro hemos visto transcurrir la segunda mitad de marzo y todo
abril, y hoy toca inaugurar nuevo mes. Ocho semanas repartidas entre el final
del invierno y esta primavera perpleja, volátil y nada silenciosa. A menudo,
cuando hablo con Paula, trato de ponerme en su lugar y recordar lo que
significaban dos meses a su edad. ¡Dos meses! En ese lapso te daba tiempo a
todo: descubrías discos y libros y películas que te cambiaban la vida, o eso
pensabas, escribías un libro de poemas y ya estabas planeando la continuación, no era
posible culminar ningún proyecto porque ya habías cambiado de idea o de modelo,
o lo urgente era otra cosa. Tener veinte años, al menos para los que carecíamos
de talento precoz o estábamos aprendiendo, era básicamente quemar etapas. El
invierno se iba en hacer planes para el verano que la primavera refutaba. Dos
meses eran una vida. Y pasarlos confinados en casa, como hacen ahora mi hija y
los amigos con los que charla por Skype y se intercambia mensajes de voz, lecturas,
recomendaciones, nos habría parecido una condena vitalicia. Cómo no entender su
impaciencia, si hay días en que nosotros, que vivimos al ralentí –un poema al
mes ya es una cosecha aceptable–, nos subimos por las paredes. Vivimos el mismo
tiempo de reloj, de calendario, pero no lo vivimos a la vez ni al mismo ritmo.
Tenemos metabolismos distintos. Y parece claro que ellos digerirán estas
semanas de encierro de formas –o con formas– que no podemos ni sospechar.
Sería lo deseable, al menos. Son ellos quienes deben leer estos meses y darles
sentido, si es que lo tienen. Darles una estructura con imágenes o palabras.
Nosotros ya no vemos el tiempo tan de cerca ni con la misma intensidad. Todo lo
pensamos a largo plazo. Como la claridad del poeta, que es un don, no estamos «entre
las cosas, / sino muy por encima», y eso no da cierta perspicacia. Pero hemos
perdido ese contacto inmediato con el tiempo, esa vivencia perentoria que
devoraba etapas en su afán por comprender. Lo queramos o no, todo lo que
hacemos después tiene que ver con ese momento inicial: señales,
descubrimientos, revelaciones. Dos meses. Tiempo de sobra para escribir un
libro, cruzar Europa en tren o tomar la Bastilla.
Cada
tejado del gran patio es un territorio aparte. Por el alero gris claro del
garaje avanza el gato canijo de otras veces. Va encogido, receloso, tomándose
su tiempo. Justo delante, sobre las tejas rojizas que rematan la corrala
interior, se han posado las palomas; necias, inquietas, haciendo sonar el
émbolo de sus cuellos. El gato las mira desde su lado del tablero. Son diez,
quince metros, los suficientes para impedir que salte. Pero nada le prohíbe
mirarlas y disfrutar de la escena. Ver y no tocar. Una imagen oblicua del
confinamiento.
Fue
un sábado de hace dos semanas (lo consigno ahora porque acabo de encontrar el
apunte en un bolsillo interior de la cazadora, mientras ponía orden en mis
cosas). Estaba en la puerta de El Aleph, esperando la vez para comprar la
prensa. De pronto llegaron dos motos de la policía nacional, que dieron la
vuelta en contradirección y aparcaron frente al escaparate. Oí que uno de los
agentes le decía al otro: «Me parece que esto es más bien una librería». Me
temí lo peor. El Aleph es una pequeña librería que ha logrado mantenerse
abierta todas estas semanas vendiendo prensa, revistas, fascículos… y también
algún que otro libro furtivo, con discreción casi vergonzante (tampoco es que
uno pudiera perder la mañana rebuscando en sus mesas; es un local menudo en el
que apenas caben tres personas sin estorbarse). Vi también que Manolo, el
dueño, los miraba de reojo con alarma. Pagué con rapidez y me hice a un lado.
No, no venían a pedir los papeles ni a inspeccionar el local. Uno de ellos se
quitó las gafas de sol y preguntó con timidez por el último numero de Labores
del hogar. «Para mi madre», añadió. Nadie le había pedido aclaración, pero
él se sintió en la necesidad de hacerla. Y fue escuchar aquello y verlo
fugazmente como lo que era: un muchacho, o poco más, que jugaba a ser
policía.
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