sábado, mayo 02, 2020

cuaderno del encierro / 34

sábado, 2 de mayo

El sistema de franjas horarias es una manera como cualquier otra de simplificar la complejidad social, de clasificarnos y hacer que cada cual vaya por su carril: niños, ancianos, deportistas, personas dependientes, adultos que viven bajo un mismo techo… todos con nuestro horario asignado y nuestras normas concretas. Algo así como los pasajeros que se cruzan en las cintas mecánicas de los aeropuertos. Pero esta primera mañana lo más difícil ha sido, justamente, caminar en línea recta. Íbamos todos en zigzag, manteniendo la distancia de seguridad y oteando el horizonte inmediato para evitar el más mínimo roce (tuve incluso que pararme un par de veces para dejar que el tramo de calle que tenía delante se despejara). El resultado fue una coreografía indecisa, atomizada, que más parecía un baile de abejas que el desfile de hormigas habitual. No cambiaba tanto de acera desde que tenía catorce años y los quinquis patrullaban el barrio.


Escribo la palabra «desescalar» en un mensaje de correo y el corrector del programa me la sustituye automáticamente por «desencallar». Está bien. Y se agradece el cambio de metáfora, quizá engañosa, pero menos esforzada y peligrosa que la del neologismo oficial. Ahora solo falta que suba la marea.


Tarde de teléfono, de puestas al día y boletines cotillas. Como si antes del «chupinazo» –así lo llama un amigo en un mensaje– quisiéramos dejar la casa de la amistad en orden. Nos contamos las novedades y casi no nos damos cuenta de que lo extraño es eso: tener algo nuevo que contar. Hoy, encima, luce un día espléndido, y ya se sabe (Canetti) que al sol todo son buenos propósitos.


TCM ha programado un especial Hitchcock para conmemorar el 40º aniversario de su muerte y casi no hay día en que hayamos faltado a la cita (aunque no siempre cuando la cadena quiere): el martes, Vértigo; el miércoles, Los pájaros; ayer viernes, Psicosis. Son películas que me sé prácticamente de memoria, pero no me canso de ellas. Y luego está el gusto de ver a Paula descubrirlas por primera vez (compruebo con intriga que todo lo que ha visto de cine francés o italiano clásico parece haber desterrado al espacio exterior la edad dorada de Hollywood). Acabo de leer un artículo de Carlos Boyero en el que viene a decir que la mejor representación visual de estos días es la escena final de Los pájaros, esa en la que «la familia […] abandona la casa donde ha sido acorralada por los pájaros. Ocurre al amanecer, sus pasos casi van a cámara lenta y las aves asesinas milagrosamente se limitan a observarles y les dejan pasar». Es muy posible. Pero yo me quedaría con otra, mucho menos efectista pero igual de aterradora. Es la escena de la cafetería que sigue a la salida de los niños de la escuela, cuando corren camino abajo perseguidos y hostigados por los cuervos. Es una escena teatral, si se quiere, en la que la cámara va siguiendo el movimiento de los personajes mientras hablan y dan su opinión. Y es turbadora porque nosotros, los espectadores, acabamos de ver el ataque feroz de los cuervos, no tenemos dudas, y, sin embargo, en el diner del pueblo muchos clientes siguen sin creerse lo ocurrido. Hay incluso quien niega la mayor: una anciana robusta con aire de sufragista que descarta rotundamente que las aves sean capaces de organizarse y atacar al ser humano. Ya puede Tippi Hedren insistir que es ignorada o, peor, tratada como una intrusa. La escena dura unos minutos y el escepticismo de los lugareños nos exaspera porque sabemos lo que ha pasado. Y sabemos también que algo va a pasar, y muy pronto. Es ahí, en ese breve paréntesis dramático, donde quedan expuestos los mecanismos del autoengaño social, el impulso cobarde con que buscamos seguridad o alivio en las palabras de los demás, lo difícil que nos resulta ponernos en lo peor. Ese negacionismo congénito de la especie. Y Hitchcock lo revela con un humor torcido que no se hace muchas ilusiones sobre nada, y mucho menos sobre nuestra capacidad para entender o hallar soluciones. Salvo los protagonistas, la mayor parte de los personajes bordea la estupidez, en especial el sheriff, que es un perfecto inútil. Así que los pájaros de la película dan miedo, desde luego. Pero no mucho más que la fauna humana de Bodega Bay.

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