jueves, mayo 07, 2020

cuaderno del encierro / 37

jueves, 7 de mayo

He dejado de recordar o de preocuparme por mis sueños. Demasiadas turbulencias, que se añaden a las turbulencias crecientes del mundo diurno. O tal vez es que voy aprendiendo a distinguir entre los sueños que alumbran y acompañan y los que solo traen humo.


El paseo del martes por la tarde fue una demostración práctica de la imposibilidad (una vez más) de poner puertas al campo. Paula y yo decidimos bajar a Madrid Río, sin darnos cuenta de que la decisión de cerrar parques y jardines significaba justamente eso, que el parque del río estaría cerrado: cintas adhesivas ya en el primer acceso de Príncipe Pío y la gente apelotonada en el anillo de la plaza. Así que bordeamos igualmente el Manzanares, pero en dirección norte: hacia el puente de la Reina Victoria y la ermita de San Antonio de la Florida (alguien había cubierto el zócalo de la estatua de Goya con un cartel que decía: «¿Devolverán toda la libertad secuestrada?»). Allí descubrimos que el parque adyacente estaba abierto al público y que podíamos cruzar la vía del tren por el puente que lleva al cementerio de la Florida y los tramos inferiores del parque del Oeste. Las indicaciones geográficas pueden ser confusas para quien no conozca el barrio, así que las dejo aquí. Lo que importa es que una zona por la que casi nunca pasa nadie se había convertido en una romería: corredores, ciclistas, chavalería, parejas con sus perros… Y la misma impresión del domingo de ser autómatas más o menos pasmados que tirábamos por donde hubiera un camino libre. Era cuestión de ir siguiendo a los otros. Hasta que al fin llegamos al mirador y allí nos quedamos un buen rato, viendo caer la tarde sobre la Casa de Campo. El resto del parque era un bullir de gente haciendo deporte, pero en la pradera la procesión de robots adquirió un aire de concilio hippy: una chica hacía meditación, otra hablaba por el móvil con el perro echado a sus pies, un par de amigos habían dejado sus bicis en la hierba y compartían un porro… Estaba claro que no podíamos estar ahí, pero daba igual. Habíamos llegado por la puerta de atrás, como quien dice, y habría sido inútil desalojarnos. Absurdo, también, porque todos nos manteníamos a una distancia prudencial y la sensación de chill-out era la norma. Lo que me sorprendió fue que la comisaría de los municipales está muy cerca, apenas a unos metros del mirador, pero nadie había salido a patrullar. Me di cuenta de que también ellos, con rara cordura, se habían dejado llevar por la corriente. El sol estaba casi al ras y nos deslumbraba: un globo anaranjado que había puesto freno al tiempo. La vuelta a casa, en cambio, fue veloz, como si el hechizo pudiera romperse a medio camino. Esa zona del parque tiene algo de jardín secreto para nosotros, pero esa tarde fui incapaz de sentirme celoso. Y me dio otra faceta, mejor o más amable, de estos días que no terminan de encontrar su sitio.


El martes, de nuevo, la visión omnipresente del móvil como prueba de vida. Como si solo la cámara fuera capaz de hacer real lo que uno ve o siente. Ese chico que iba mirándose en la pantalla mientras buscaba donde sentarse: se dejaba acariciar por ella, movía el rostro de un lado a otro persiguiendo el mejor ángulo, la luz propicia. Era guapo, desde luego, pero su exhibición de narcisismo me perturbó. No tenía ojos para nadie, y menos para la pequeña pradera donde había decidido descansar. Todo era instintivo, y por eso mismo descarado. Quiero decir que el móvil le había robado la cara.


Así está todo de repente: correos y mensajes de WhatsApp, citas que se reactivan, tareas que no esperan y gestiones urgentes… Yo mismo contribuyo a esta subida del telón con un par de llamadas de trabajo que se alargan más de la cuenta y me devuelven, sin querer, todos los nervios y la prisa del invierno. El mundo resucita y el tiempo, sorprendido, ha vuelto a contraerse.

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