viernes, 8 de mayo
Contaminábamos
ayer… Se terminaron las tertulias de sobremesa
en el balcón. El tráfico ha vuelto a su viejo ser y el ruido y los humos suben
hasta nosotros con ganas acumuladas. También para ellos se acabó la reclusión.
Y todo apunta a que muchos optarán más que nunca por el coche para desplazarse:
el coche como la burbuja o la escafandra perfecta en el mar del virus (y
también, acaso, como símbolo del nuevo libertario ante las intromisiones del
estado, ese «ogro filantrópico» según la lectura torticera que hacen algunos
de la vieja expresión de Paz). De momento, la crecida del tráfico nos ha echado
del balcón y nos obliga a tomar ese café en la sala de estar, junto a la
cocina, donde la tarde no tiene tantos alicientes. Aquí no hay más pájaros que
los que andan por los libros, y algunos son muy exóticos y cantan con maestría,
pero echo de menos el vuelo codicioso de las urracas o el chillido –el clamor,
más bien– con que las cotorras van echando a sus vecinas. Pero la charla no
decae. Nos hemos vuelto menos ensimismados y (algo) más charlatanes, igual que
las cotorras. Bien está. Como si viviéramos en el poema de Circe Maia, creo que
inédito, que leí el otro día en la red: «Hablarte, hablarme. Es tiempo, / es
tiempo ahora / de voces entre voces apoyadas». Esa necesidad.
Tengo
el patio olvidado. O quizá es al revés, y es el patio el que ha vuelto en sí y
se ocupa de sus cosas, como debe. Allá abajo –en uno de los pisos con azotea de
la corrala interior– tiene su estudio Javier Pagola, al que no he podido ver
aún desde que se mudó al barrio. Me entero por un amigo común de que ha
decidido abrir su estudio a los visitantes y enseñar la obra nueva. La fecha
prevista –este lunes 11– parece prematura, así que nada está decidido aún. Pero
saberlo trabajando ahí, en algún lugar del patio que no logro ubicar con
precisión, me reconforta. No todo está perdido. Y siento un hilo de fraternidad
laboral que cuelga por encima de los tejados y nos vincula en un mismo empeño:
dar sentido a estos días por el camino más largo. Es decir, a deshora, que es
como llegan las cosas que no esperamos.
No
hay duda, estoy necio. Llevo tantos días viendo patrullar a la policía que hoy,
en el parque, he creído oír un silbato admonitorio. Era el canto de un
pájaro.
Cuando
vivía en Inglaterra –fueron ocho cursos seguidos en la isla–, casi lo primero
que me sorprendía al volver a España era constatar nuestra incapacidad para
formar una cola ordenada. Habituado al modo escrupuloso con que los ingleses se
alineaban para esperar el autobús, el pajareo distraído y astuto del español
medio me sacaba de quicio. Era una reacción ridícula, desde luego, y yo mismo
me daba cuenta en el momento. Así que pronto me olvidaba de escrúpulos y al
tercer día ya estaba como uno más en la acera, mirando al tendido y girando
sobre mis talones. No sé por qué recuerdo esta tontería. Quizá porque esta primera
semana de «desescalada» tiene algo de variante a gran tamaño de aquellos pocos días
de adaptación: el mismo desconcierto, la misma inquietud pueril. Y la sospecha
de que este malestar poco edificante proviene de la mitad ridícula de uno.
Correos
ha despertado, como el resto del mundo, pero a su modo, caprichoso y algo
espasmódico. El miércoles, después de un largo silencio, me llegaron cinco
envíos: libros, una revista, una carta. Hoy viernes, otros tres. Algunos sobres
y dedicatorias llevan fecha de mediados de abril, así que quiero pensar que
Correos los ha tenido guardados en su vientre de animal bíblico hasta que
alguien decidió echarlos fuera. Son libros, claro, escritos y concebidos mucho
antes de la pandemia, en un tiempo que ahora casi parece ingenuo, libre de
amenaza, pero que ha sido el nuestro hasta hace nada. Es como si quisiéramos olvidar
los aspectos negativos del pasado y no interferir con nuestra afición a la nostalgia.
Está bien que así sea, supongo, pero sin exagerar. Y eso que no escasean las voces
bienvenidas que denuncian la miopía brutal de esa vieja «normalidad» y proponen enmiendas y remedios.
De momento, me basta con leer estos libros, que levantan un puente entre febrero
y hoy por el que avanzo sin sobresalto. También yo puedo hacer como Correos y
fingir que abril, the cruellest month, nunca existió.
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