viernes, 24 de abril
Son
grandes bolsas cuadradas de rafia o fibra plástica llenas de cascotes y dispuestas
a intervalos regulares a lo largo de la calle Irún, más o menos a la altura de cada
portal. Los cascotes son negros y rugosos –provienen de las obras de la calle
Bailén, unos metros más arriba– y las bolsas, que además llevan unas asas muy pintureras,
son la viva imagen de aquellas sacas de carbón que nos traerían los Reyes si nos
portábamos mal, pero en tamaño gigante. Un tamaño, digamos, familiar o comunal,
como, si en vez de estar destinadas a un niño, estas bolsas fueran para toda
una comunidad de vecinos. La imagen me ha parecido divertida e inquietante a la
vez. Todos somos ahora un poco niños, todos estamos sujetos al control paternal
de las autoridades y esperamos con ganas el regalo de la libertad de movimientos.
¿Qué ocurrirá si no sabemos comportarnos? ¿Llegará el día en que nuestra mayor
o menor aceptación del control ajeno sea premiada con breves excursiones callejeras
o castigada con sacas de carbón? Dejémoslo aquí. No es bueno razonar con
exageraciones. Pero queda la imagen: una nota de color –negro, paradójicamente–
en la extensión anodina del día.
El
encierro nos ha devuelto el gusto por los documentales. Más que por el cine, que
a ciertas horas de la noche resulta excesivo (no siempre tenemos el cuerpo para
una película de dos horas, sobre todo si al día siguiente toca madrugar). El
documental suele ser más breve, una dosis concentrada de información y cuento…
o una versión moderna de las vidas de santos. Y suelen gustarnos o apetecernos
los mismos, lo que facilita las cosas. Recuerdo, así a voleo, algunos memorables:
el de Emilio Lledó en Imprescindibles, los dedicados al fotógrafo
neoyorquino Elliott Erwitt, al primer Bowie o a Luis Eduardo Aute (Auterretrato),
ciertas reposiciones de La noche temática… También uno tan ridículo como
el que la nieta de Cela rodó el año pasado sobre la etapa mallorquina del
escritor, también en Imprescindibles: un penoso ejercicio de exhibicionismo
lastimero sin nada que aportar, propio o ajeno. Son casi todos documentales biográficos,
historias de talento y trabajo duro o de caída y redención. Creo que lo que nos
gusta del género, lo que nos lleva a frecuentarlo, es su condición testimonial.
En un momento en que el tiempo mismo está detenido, como en el aire, y todo es
incertidumbre (hasta el pasado parece un espejismo, algo que miramos con
extrañeza: ¿de verdad fue, de verdad estuvimos ahí?), el relato de una
vida, o de cómo alguien ha llegado a ser quien es y construirse una obra, una
identidad, resulta reconfortante. Nos alivia. Vemos el relato, el proceso, y
esa visión retrospectiva permite trazar un arco desde los cimientos hasta el «ahora»
de la filmación. De esta realidad –a diferencia de la propia, para empezar– sí
que no dudamos. Y su aire inconsciente de normalidad nos ayuda a pensar, como decían
los viejos sufíes, que «también esto pasará». El tiempo de estas biografías
filmadas es sólido, se puede tocar, hay un motivo para cada acto y un acto decisivo
para cada peldaño o capítulo vital. Todo cuadra, y ese es ahora el mayor
consuelo que podemos recibir. Los viejos santos eran paladines de la fe, modelos
de comportamiento ante Dios y los hombres. Los nuevos, o al menos aquellos a
los que uno reconoce como tales, nos dicen que hay un vector de sentido, pese a
todo. Y que ese vector ensarta la vida como una flecha y la empuja hacia
delante. Hacia nosotros. La pantalla, desde luego, obra milagros.
Esta
familia, por lo visto, es de cultivar los vicios en libertad. No he probado una
gota de alcohol –o de alcoól, como diría Caballero Bonald, resaltando el
hiato– desde la noche del jueves 5 de marzo, cuando me tomé un par de finos en
la cena de clausura de un pequeño congreso literario en Córdoba. Poco después
empezó el encierro y decidí que no quería, o no me apetecía, ejercer esa
pequeña tentación cotidiana. En realidad, fue algo instintivo (y supersticioso,
claro): la sospecha de que a mi cuerpo confinado no le convenían alegrías por
inducción. Recuerdo que, justo al principio, Paula salía al balcón a fumar,
pero lo dejó pronto, a la semana. Queda, en el alféizar, el cenicero con las
colillas de los pitillos que primero liaba (con una maña que sigue siendo para
mí motivo de asombro) y luego fumaba con esa mueca de hastío tan de su edad. Nadie
los ha recogido en un mes y ahí están, fosilizados, los salientes de ceniza fría,
el papel sucio. Supongo que lo decidió sin pensar, como yo. El vicio, mejor comunal.
O solo cuando se le puede llevar fácilmente del brazo.
En
el balcón, de nuevo, oigo una voz airada, pendenciera. Viene del parque, de detrás
de los árboles, y temo que sea una disputa entre paseadores de perros, o alguien
que ha perdido la paciencia con un vecino. No, son dos jardineros municipales
que bajan la cuesta a gritos, contándose alguna peripecia, sacando pecho. Definitivamente,
soy un aprensivo incurable. Y pienso en aquello que decía León Felipe: ¿Por
qué habla tan alto el español? ¿Por qué esta manía del español, me digo, de
hablar como si estuviera peleado con el mundo?
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