lunes, 27 de abril
Ayer
fue el gran día, por fin. Ayer salían los niños, y hasta Layla se dio cuenta y
paseó con más cautela, si cabe. Íbamos atentos y buscábamos zonas donde no
pudiéramos molestar. La mañana tenía sus protagonistas y había que dejar que
disfrutaran sin inquietud. Algún pequeño quiso acercarse a la perra para
acariciarla, pero Layla es miedosa y se aparta con rapidez de galgo. No vi policía
esta vez, pero en las crónicas de los periódicos se dice que algunos andaban de
paisano, disimulados entre la gente. Cualquiera sabe. Vi patinetes, bicicletas
y mucha ropa de colores vivos, como quiere el tópico. Y vi padres con cara de
alivio, más risueños incluso que sus hijos. Vi también una cámara de televisión
y a un padre veinteañero, muy deportista, sentando cátedra con dos niños de la
mano. Luego pensé que hacía bien, que para eso están los micrófonos. Eran las
diez de la mañana, pero algunas de las cintas que precintaban la zona del
Templo desde mediados de marzo estaban rotas y había familias paseándose con
tranquilidad por el paseo empedrado. Prolongué la salida sin darme cuenta
porque quería empaparme del buen ánimo reinante y escuchar algo distinto al
canto de los pájaros. Me acordé de ellos, por cierto. ¿Cuánto tardarán en
retraerse y volver a su vieja timidez? De vez en cuando se oía, allá por Paseo
del Rey, quizá más lejos, una voz hablando confusamente por megafonía. Como
esos domingos de carreras populares en los que un locutor ameniza los
preparativos con música festiva y el volumen disparado. Aquí no había música,
pero creo que todos entendimos que la llevábamos puesta.
Yo
también aproveché el domingo para volver a la infancia. Por unas horas estuve
en Mercaplana, navidad del 76 o 77, viendo películas de artes marciales y spaghetti
westerns, ese mundo de cintas de acción y sucedáneos orientales al que
accedíamos sin control –colarnos era nuestra forma de parecer mayores– y que
dictaba luego las fantasías violentas de nuestros recreos. Pasé media tarde
teletransportado a mis nueve o diez años, y todo gracias a ese flautista de
Hamelín que es Tarantino en Érase una vez en Hollywood.
En
relación con esos agentes de paisano: imagino que la consigna era no imponer o
dar miedo con el uniforme; a cambio, los niños van teniendo, por el mismo
precio, una educación en desconfianza y astucia. Hay que prepararlos para el
futuro. Pienso en mis sobrinos, que pidieron volver a casa poco antes de
cumplirse la hora. Eso se llama tener instinto. Su modo de interiorizar la ley
y la aprensión.
Hace
justo un mes escribí una lista de buenos deseos con las cosas que haría después
del encierro. Era una broma, desde luego, un juego literario basado en mi gusto
por las enumeraciones. Pero fue también un síntoma de ingenuidad. Está claro
–se han encargado de repetírnoslo hasta el tedio– que la célebre «desescalada»
será lenta, progresiva. Un viaje en modo condicional que podría ser corregido o
revocado en cualquier instante si las cosas se tuercen. La vida de diario no
tiene interruptores, las luces no se encienden ni apagan en un instante, como
se desprendía de mi lista. Ayer fue la salida de los niños, el fin de semana
que viene será la del resto, es decir, todos nosotros, jóvenes, ancianos y adultos
de diverso pelaje. No conocemos todavía las condiciones, pero parece que al
menos la hora de paseo se mantiene (¡aunque sin juntarnos unos con otros ni
mucho menos ver a los amigos!). Nos espera, pues, una temporada de
incertidumbre y negociación constante en la que habrá ejercer la paciencia, la
comprensión, cierta fluidez de comportamientos. Pasar del negro de la
cuarentena al blanco de la nueva normalidad nos obligará a conocer todas las
gamas del gris. Pero tengo mis dudas. A los españoles, por regla general, el
gris se nos indigesta. No se nos dan bien los matices, la medida. Nuestro mundo
mental es el sol y sombra del ruedo, la luz oblicua de la tarde cortando en dos
los tendidos. Lo dice Max Estrella con su despecho de profeta ciego: «¿Qué sería
de este corral nublado? ¿Qué seríamos los españoles? Acaso más tristes y menos
coléricos… Quizá un poco más tontos… Aunque no lo creo».
Me
escribe José Luis Zerón a propósito de ese sueño de hace una semana en el que
aparecía mi padre con aire de reproche. Su nota es digna de un viejo herbario o
libro de remedios naturales: «En la Vega Baja del Segura se conoce por “matafiebres”
a una planta no muy abundante que crece en los huertos, bancales y cunetas. En
la huerta se utilizaba para combatir los cólicos y hacer cataplasmas
analgésicas. Su flor es de color azul violáceo tirando a malva».
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