lunes, abril 27, 2020

cuaderno del encierro / 31

lunes, 27 de abril

Ayer fue el gran día, por fin. Ayer salían los niños, y hasta Layla se dio cuenta y paseó con más cautela, si cabe. Íbamos atentos y buscábamos zonas donde no pudiéramos molestar. La mañana tenía sus protagonistas y había que dejar que disfrutaran sin inquietud. Algún pequeño quiso acercarse a la perra para acariciarla, pero Layla es miedosa y se aparta con rapidez de galgo. No vi policía esta vez, pero en las crónicas de los periódicos se dice que algunos andaban de paisano, disimulados entre la gente. Cualquiera sabe. Vi patinetes, bicicletas y mucha ropa de colores vivos, como quiere el tópico. Y vi padres con cara de alivio, más risueños incluso que sus hijos. Vi también una cámara de televisión y a un padre veinteañero, muy deportista, sentando cátedra con dos niños de la mano. Luego pensé que hacía bien, que para eso están los micrófonos. Eran las diez de la mañana, pero algunas de las cintas que precintaban la zona del Templo desde mediados de marzo estaban rotas y había familias paseándose con tranquilidad por el paseo empedrado. Prolongué la salida sin darme cuenta porque quería empaparme del buen ánimo reinante y escuchar algo distinto al canto de los pájaros. Me acordé de ellos, por cierto. ¿Cuánto tardarán en retraerse y volver a su vieja timidez? De vez en cuando se oía, allá por Paseo del Rey, quizá más lejos, una voz hablando confusamente por megafonía. Como esos domingos de carreras populares en los que un locutor ameniza los preparativos con música festiva y el volumen disparado. Aquí no había música, pero creo que todos entendimos que la llevábamos puesta.


Yo también aproveché el domingo para volver a la infancia. Por unas horas estuve en Mercaplana, navidad del 76 o 77, viendo películas de artes marciales y spaghetti westerns, ese mundo de cintas de acción y sucedáneos orientales al que accedíamos sin control –colarnos era nuestra forma de parecer mayores– y que dictaba luego las fantasías violentas de nuestros recreos. Pasé media tarde teletransportado a mis nueve o diez años, y todo gracias a ese flautista de Hamelín que es Tarantino en Érase una vez en Hollywood.


En relación con esos agentes de paisano: imagino que la consigna era no imponer o dar miedo con el uniforme; a cambio, los niños van teniendo, por el mismo precio, una educación en desconfianza y astucia. Hay que prepararlos para el futuro. Pienso en mis sobrinos, que pidieron volver a casa poco antes de cumplirse la hora. Eso se llama tener instinto. Su modo de interiorizar la ley y la aprensión.


Hace justo un mes escribí una lista de buenos deseos con las cosas que haría después del encierro. Era una broma, desde luego, un juego literario basado en mi gusto por las enumeraciones. Pero fue también un síntoma de ingenuidad. Está claro –se han encargado de repetírnoslo hasta el tedio– que la célebre «desescalada» será lenta, progresiva. Un viaje en modo condicional que podría ser corregido o revocado en cualquier instante si las cosas se tuercen. La vida de diario no tiene interruptores, las luces no se encienden ni apagan en un instante, como se desprendía de mi lista. Ayer fue la salida de los niños, el fin de semana que viene será la del resto, es decir, todos nosotros, jóvenes, ancianos y adultos de diverso pelaje. No conocemos todavía las condiciones, pero parece que al menos la hora de paseo se mantiene (¡aunque sin juntarnos unos con otros ni mucho menos ver a los amigos!). Nos espera, pues, una temporada de incertidumbre y negociación constante en la que habrá ejercer la paciencia, la comprensión, cierta fluidez de comportamientos. Pasar del negro de la cuarentena al blanco de la nueva normalidad nos obligará a conocer todas las gamas del gris. Pero tengo mis dudas. A los españoles, por regla general, el gris se nos indigesta. No se nos dan bien los matices, la medida. Nuestro mundo mental es el sol y sombra del ruedo, la luz oblicua de la tarde cortando en dos los tendidos. Lo dice Max Estrella con su despecho de profeta ciego: «¿Qué sería de este corral nublado? ¿Qué seríamos los españoles? Acaso más tristes y menos coléricos… Quizá un poco más tontos… Aunque no lo creo».


Me escribe José Luis Zerón a propósito de ese sueño de hace una semana en el que aparecía mi padre con aire de reproche. Su nota es digna de un viejo herbario o libro de remedios naturales: «En la Vega Baja del Segura se conoce por “matafiebres” a una planta no muy abundante que crece en los huertos, bancales y cunetas. En la huerta se utilizaba para combatir los cólicos y hacer cataplasmas analgésicas. Su flor es de color azul violáceo tirando a malva».

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