miércoles, 15 de abril
Más
citas. Estos versos, por ejemplo, de un breve poema de Yeats («Versos escritos
con abatimiento») que traduje hace casi veinte años, allá por el 2003, y que
acabo de encontrar en una vieja libreta: «Salvo este sol amargo nada tengo; /
desterrada y ausente la heroica madre luna, / ahora que he cumplido los
cincuenta / he de sobrellevar este sol apocado». ¿Premonición?
Hace
días que no veo a los gatos en el patio interior. Supongo que la mezcla de
lluvia y frío los tiene confinados, también a ellos, en la trasera del hotel,
con sus mil grietas y recovecos. Aunque la tarde del domingo hubo sol en
abundancia y tampoco así comparecieron… Los tímidos intervalos de luz que complican
el cielo y ponen una gota de color en las fachadas no son suficientes para que
salgan de su escondite. Solo uno, esta mañana –un gato negro, canijo, que se
movía con lentitud de sueño–, se aventuró para explorar el tejado de uralita del
garaje, o más bien su perímetro, como si temiera que tanta lluvia fuera a
disolver su territorio de caza. Iba por el borde como un equilibrista en el
alambre. Un poco como el día, que no acaba de decidirse: sol, lluvia, nubes de
tormenta o bien todo lo contrario.
Releo
con admiración la última entrega de Los cuadernos pálidos de Tomás
Sánchez Santiago. Siempre me conmueve la manera en que sus estampas, sus
vislumbres, combinan el asombro y la minucia. Una escritura tranquila, natural,
que pasa el dedo por las texturas del mundo y ensaya la ironía o la justa
indignación casi en defensa propia. Todo sin aspavientos, sin alardes. Como si solo
la observación piadosa del mundo pudiera conjugar los verbos de la imaginación…
Como
vivimos en una gráfica, cada día nos despertamos con una nueva cifra oficial de
muertos. Y los titulares se afanan en mirar el dato con buenos ojos, subrayando
que la cifra se reduce lenta pero tenazmente, que incluso en los casos de
repunte ocasional la «tendencia» es favorable. Pero siguen siendo entre 500 y
600 muertos diarios –hoy, en concreto, 523–, todos con su vida, sus recuerdos,
sus trabajos, su tripulación de amigos y de familia, todos de pronto
desaparecidos, metidos en bolsas negras en una morgue improvisada, sin nadie
que los despida. Solo las esquelas y obituarios de algunos fallecidos ilustres
–esas lápidas de tinta que llenan varias páginas de los periódicos– dan una
idea fiel o concreta de la pérdida. Cuesta escapar de la red de seguridad de
los números. Por más que desciendan, siguen siendo cifras tan grandes que
anestesian la pena. Me recuerdan aquel viejo poema de Zbigniew Herbert, «Don
Cogito lee el periódico» (lo leí por primera vez en la edición de Hiperión de
1993), donde el poeta polaco comparaba «la noticia de la matanza de 120
soldados / en primera página» con la «información justo al lado / de un crimen
espectacular / con retrato del asesino incluido». Don Cogito, que podría ser uno
cualquiera de nosotros, se ve tomando el periódico y buscando con avidez la
noticia del crimen, recreándose en los detalles –muchos de ellos morbosos–,
poniéndose en el lugar del criminal o de sus víctimas. En cambio, la
información sobre la guerra solo le causa indiferencia. En la traducción de Xaverio
Ballester:
a
los 120 caídos
es
inútil buscar en un mapa
la
excesiva lejanía
los
oculta como si fuera una jungla
no
estimulan la imaginación
son
demasiados
la
cifra cero al final
los
transforma en una abstracción
un
tema para meditar:
la
aritmética de la compasión.
Don Cogito está inmunizado contra el
dolor. Es posible que también nosotros lo estemos, en mayor o menor medida.
Todo en nuestra forma de pasar los días conspira para que pasemos de puntillas
por los espacios-tiempos del sufrimiento: la aritmética de la compasión nos
tiene cariño y quiere saldar a nuestro favor. Pero el sufrimiento, como el
agua, siempre termina por filtrarse: en los sueños, en los instantes de vacío o
de aburrimiento, en esa «hora violeta» de la que habló Eliot y que ahora
combatimos con aplausos y música barata (las horas, lo sabemos, tienen sus trampillas
secretas por las que podemos caer sin aviso). Es un rumor de fondo que no deja
de sonar, aunque a veces no lo oigamos, como el tráfico. No lo hacemos por precaución,
porque no queremos sentirnos abrumados por el dolor ajeno, pero está. Quinientos
veintitrés. Son 63 más que todas las palabras de esta entrada.
Segunda
tormenta de la semana, más copiosa aún que la de ayer. Y a la misma hora –media
tarde–, que es la hora en que reviso estas notas. Un telón de agua prieta que inunda
los desagües y desbrava las hojas primerizas. La primavera toca a rebato.
No hay comentarios:
Publicar un comentario