lunes, 13 de abril
Ahora
la vida social –salvando los saludos entre paseadores de perros y alguna charla
fugaz con los tenderos– es lo que sucede entre calle y ventana. Ayer, por
ejemplo, en el tramo de Bailén que mira a la estatua de Sor Juana Inés de la
Cruz: una mujer limpiando las ventanas del salón; un viejo con un cigarrillo en
la mano y la cara vuelta hacia su derecha, en dirección a la librería Aleph, no
sé si buscando alguna patrulla en el horizonte... La mañana, luminosa y
primaveral, ponía de su parte para que todos se asomaran y se dejaran ver.
Luego, ya en una terraza palaciega de Pintor Rosales, un joven padre pedaleando
con fuerza en su bicicleta estática; llevaba puesto un maillot de colores fluorescentes
y un casco negro, puntiagudo, que inclinaba hacia el suelo como si estuviera
haciendo una contrarreloj. Sus dos hijos, muy pequeños, no paraban de correr y
dar vueltas por la terraza.
Gracias
a sus contactos con las farmacias del barrio –adquiridos duramente mucho antes
del encierro–, Marta ha conseguido mascarillas nuevas. Son de las que tienen
forma de «pico de pato», parece que más efectivas. Desde luego, permiten
respirar mejor y sin ahogo, pero las gafas se me siguen empañando como antes.
Si me las quito, veo borroso y desenfocado. Si me las pongo, veo nublado. Sé
que en todo esto se esconde una metáfora de algún tipo, pero hoy realmente no es
el día.
«Después
de tantos años, he recuperado aquel frenesí de liquidarme una novela en dos
días, en uno si es corta. ¡Qué gusto! Aunque podría hacerlo incluso mejor si el
estado de confinamiento no me hubiera privado de mi bien más precioso, el más
valioso de mis patrimonios: mi asistenta». He tenido que leer estas líneas un
par de veces para asegurarme de que no eran irónicas. Creo que no lo son.
Pertenecen al artículo de Almudena Grandes en El País Semanal de ayer. Un
lector cándido diría, como poco, que a la autora le ha traicionado el
subconsciente. O tal vez es que la falta de frenos, de una mínima vigilancia de
uno mismo, deriva pura y llanamente en necedad. Que una autoproclamada
escritora de izquierdas hable de su empleada del hogar en términos de propiedad
y la cosifique con ese desparpajo me deja sin habla. No quiero ni pensar qué
pasaría si esto lo hubiera escrito una columnista de un medio conservador. Todo
el párrafo es un perfecto desastre, incluido el posesivo final. Malena es
nombre de tango, te llamaré Viernes, a cada edad su Lulú, pero «mi asistenta»
mejor que quede en el anonimato.
Para quitarme el mal sabor de boca, esta frase de la
escritora inglesa Jeanette Winterson que recuerdo haber citado ya otras veces: «Los
libros siguen siendo una bolsa de aire en una barca que ha volcado». Antes era
una metáfora hermosa, sugerente, una hipótesis de la imaginación que yo
percibía como cierta. Ahora, en cambio, me golpea con la fuerza de una representación.
El ayuntamiento ha decidido reemprender los trabajos
en Bailén, calle arriba. La tarde empieza con un estruendo como de cajas de metal,
un traqueteo pendenciero, y al asomarme por el balcón veo el cuello de jirafa
de la perforadora, palas mecánicas y una breve nube de polvo cada vez que el émbolo negro
taladra la tierra. No los echaba de menos. Creo que tampoco los pájaros que siguen
por aquí tratando de hacerse entender. Pero habrá que alegrarse, supongo. Habíamos
olvidado que la normalidad también era esto.
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