lunes, abril 13, 2020

cuaderno del encierro / 22

lunes, 13 de abril

Ahora la vida social –salvando los saludos entre paseadores de perros y alguna charla fugaz con los tenderos– es lo que sucede entre calle y ventana. Ayer, por ejemplo, en el tramo de Bailén que mira a la estatua de Sor Juana Inés de la Cruz: una mujer limpiando las ventanas del salón; un viejo con un cigarrillo en la mano y la cara vuelta hacia su derecha, en dirección a la librería Aleph, no sé si buscando alguna patrulla en el horizonte... La mañana, luminosa y primaveral, ponía de su parte para que todos se asomaran y se dejaran ver. Luego, ya en una terraza palaciega de Pintor Rosales, un joven padre pedaleando con fuerza en su bicicleta estática; llevaba puesto un maillot de colores fluorescentes y un casco negro, puntiagudo, que inclinaba hacia el suelo como si estuviera haciendo una contrarreloj. Sus dos hijos, muy pequeños, no paraban de correr y dar vueltas por la terraza.


Gracias a sus contactos con las farmacias del barrio –adquiridos duramente mucho antes del encierro–, Marta ha conseguido mascarillas nuevas. Son de las que tienen forma de «pico de pato», parece que más efectivas. Desde luego, permiten respirar mejor y sin ahogo, pero las gafas se me siguen empañando como antes. Si me las quito, veo borroso y desenfocado. Si me las pongo, veo nublado. Sé que en todo esto se esconde una metáfora de algún tipo, pero hoy realmente no es el día.


«Después de tantos años, he recuperado aquel frenesí de liquidarme una novela en dos días, en uno si es corta. ¡Qué gusto! Aunque podría hacerlo incluso mejor si el estado de confinamiento no me hubiera privado de mi bien más precioso, el más valioso de mis patrimonios: mi asistenta». He tenido que leer estas líneas un par de veces para asegurarme de que no eran irónicas. Creo que no lo son. Pertenecen al artículo de Almudena Grandes en El País Semanal de ayer. Un lector cándido diría, como poco, que a la autora le ha traicionado el subconsciente. O tal vez es que la falta de frenos, de una mínima vigilancia de uno mismo, deriva pura y llanamente en necedad. Que una autoproclamada escritora de izquierdas hable de su empleada del hogar en términos de propiedad y la cosifique con ese desparpajo me deja sin habla. No quiero ni pensar qué pasaría si esto lo hubiera escrito una columnista de un medio conservador. Todo el párrafo es un perfecto desastre, incluido el posesivo final. Malena es nombre de tango, te llamaré Viernes, a cada edad su Lulú, pero «mi asistenta» mejor que quede en el anonimato.


Para quitarme el mal sabor de boca, esta frase de la escritora inglesa Jeanette Winterson que recuerdo haber citado ya otras veces: «Los libros siguen siendo una bolsa de aire en una barca que ha volcado». Antes era una metáfora hermosa, sugerente, una hipótesis de la imaginación que yo percibía como cierta. Ahora, en cambio, me golpea con la fuerza de una representación.


El ayuntamiento ha decidido reemprender los trabajos en Bailén, calle arriba. La tarde empieza con un estruendo como de cajas de metal, un traqueteo pendenciero, y al asomarme por el balcón veo el cuello de jirafa de la perforadora, palas mecánicas y una breve nube de polvo cada vez que el émbolo negro taladra la tierra. No los echaba de menos. Creo que tampoco los pájaros que siguen por aquí tratando de hacerse entender. Pero habrá que alegrarse, supongo. Habíamos olvidado que la normalidad también era esto.

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