miércoles, abril 22, 2020

cuaderno del encierro / 28

miércoles, 22 de abril

He abierto, por fin, los Cuadernos de Cioran (me lo había prometido para el final del encierro, pero se me agotó la paciencia; y, en todo caso, el aplazamiento ha cumplido su función: abrió un hueco por donde se colaron muchos otros libros). Entre golpes de pecho, jeremiadas y frases autodestructivas, muy al principio –página 15– me salta esta perla: «Percibir la parte de irrealidad en todas las cosas, señal irrefutable de que se avanza hacia la verdad…». Y he pensado que ojalá sea así, y que esta sensación intensa de irrealidad que nos envuelve desde hace días –semanas, de hecho– nos lleve tarde o temprano, no sé si a la verdad, que es palabra muy grande, pero sí al menos a alguna certeza benéfica. ¿Será mucho pedir?


Por cierto, que vuelvo a confirmar para mis adentros que cualquier página de Cioran, por amarga o desconsolada que sea, es preferible a la papilla indigesta, confusa y niveladora de los medios de comunicación. Esa matraca, sobre todo. Cada vez que siento una punzada de desánimo –y a veces es más que una punzada–, me doy cuenta de que me he descuidado y he leído más prensa o visto más televisión de la que me conviene. Habrá gente –los propios periodistas, supongo– que pueda vadear sin apuro esta marea de noticias, pero yo no soy capaz. Así que evito los momentos de apatía y me digo, como el poeta: «El ocio, Catulo, te es dañino: / en el ocio te exaltas e impacientas, / el ocio perdió antaño reyes y ciudades felices».


Me desperté justo cuando había desesperado de llegar en metro a Atocha. Me perdía una y otra vez en los subterráneos y no encontraba por ningún lado la línea roja (que, para colmo, ni siquiera pasa remotamente por ahí). Luego, todavía en la cama, mientras me iba desgajando de las aguas del sueño, pensé: ¿Atocha? ¡Serás iluso!


Con la llegada de los vencejos llega también el cambio de la luz, que empieza a virar a blanco y se impregna de cal, de verano anticipado. Esa nitidez polvorienta del sur que es ceguera y en la que, a ciertas horas, se adivina el fondo negro, calcinado, de las cosas.


Las breves salidas con la perra se han vuelto incómodas, casi desagradables. No es solo el control social o el aire de reproche –de censura– de ciertas gentes. Percibo un cansancio hastiado que no encuentra alivio y que crece lo justo para no estallar. No damos con el culpable de nuestra situación, o al menos no con claridad, y eso nos crea frustración y enfado. Hoy, sin embargo, he visto más movimiento en mi calle; más tráfico, de gentes y de coches. Es como si el cuerpo social se autorregulara, buscando salida a su malestar. Quizá tenga que ver también con la cercanía de un final cada vez más visible. Quién sabe. Eso que decían los presuntos expertos de que no había que relajarse a estas alturas del calendario parece difícil. Contradictorio, incluso. Cualquiera que haya visto una etapa ciclista sabe que es imposible ver la meta y no dar pedal, aunque sea por un instante.


Esta vida en suspenso, a la expectativa, en la que no dejamos de trabajar y cumplir con lo que se espera de nosotros. Esta vida de encierro que, sin embargo, no puede abdicar de lo que sucede fuera, en un tiempo –presente, futuro– del que apenas tenemos vislumbres. Como un coche parado con el motor en marcha.


El correo ha vuelto a adormilarse. Desde hace casi dos días, los mensajes llegan con cuentagotas. Esto, que en otro tiempo me habría llenado de alivio, ahora me inquieta y me da que pensar. Pasada la primera oleada de comunicaciones, en la que todos nos íbamos dando noticias e intercambiando buenos deseos, parece que se impone la atonía. No es el estupor de los primeros días, desde luego. Más bien, la expresión de cierta indiferencia. Sabemos que estamos bien, y eso basta. No hay negocios urgentes ni citas a la vista. A uno le gustaría decir, como Bugs Bunny: «¿Qué hay de nuevo, viejo?», pero ya conocemos la respuesta antes de pulsar el teclado.

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