miércoles, 22 de abril
He
abierto, por fin, los Cuadernos de Cioran (me lo había prometido para el
final del encierro, pero se me agotó la paciencia; y, en todo caso, el aplazamiento
ha cumplido su función: abrió un hueco por donde se colaron muchos otros libros).
Entre golpes de pecho, jeremiadas y frases autodestructivas, muy al principio –página
15– me salta esta perla: «Percibir la parte de irrealidad en todas las cosas,
señal irrefutable de que se avanza hacia la verdad…». Y he pensado que ojalá
sea así, y que esta sensación intensa de irrealidad que nos envuelve desde hace
días –semanas, de hecho– nos lleve tarde o temprano, no sé si a la verdad, que
es palabra muy grande, pero sí al menos a alguna certeza benéfica. ¿Será mucho
pedir?
Por
cierto, que vuelvo a confirmar para mis adentros que cualquier página de Cioran,
por amarga o desconsolada que sea, es preferible a la papilla indigesta,
confusa y niveladora de los medios de comunicación. Esa matraca, sobre todo.
Cada vez que siento una punzada de desánimo –y a veces es más que una punzada–,
me doy cuenta de que me he descuidado y he leído más prensa o visto más
televisión de la que me conviene. Habrá gente –los propios periodistas,
supongo– que pueda vadear sin apuro esta marea de noticias, pero yo no soy
capaz. Así que evito los momentos de apatía y me digo, como el poeta: «El ocio,
Catulo, te es dañino: / en el ocio te exaltas e impacientas, / el ocio perdió
antaño reyes y ciudades felices».
Me
desperté justo cuando había desesperado de llegar en metro a Atocha. Me perdía
una y otra vez en los subterráneos y no encontraba por ningún lado la línea
roja (que, para colmo, ni siquiera pasa remotamente por ahí). Luego, todavía en
la cama, mientras me iba desgajando de las aguas del sueño, pensé: ¿Atocha? ¡Serás
iluso!
Con
la llegada de los vencejos llega también el cambio de la luz, que empieza a
virar a blanco y se impregna de cal, de verano anticipado. Esa nitidez
polvorienta del sur que es ceguera y en la que, a ciertas horas, se adivina el
fondo negro, calcinado, de las cosas.
Las
breves salidas con la perra se han vuelto incómodas, casi desagradables. No es
solo el control social o el aire de reproche –de censura– de ciertas gentes.
Percibo un cansancio hastiado que no encuentra alivio y que crece lo justo para
no estallar. No damos con el culpable de nuestra situación, o al menos no con
claridad, y eso nos crea frustración y enfado. Hoy, sin embargo, he visto más
movimiento en mi calle; más tráfico, de gentes y de coches. Es como si el
cuerpo social se autorregulara, buscando salida a su malestar. Quizá tenga que
ver también con la cercanía de un final cada vez más visible. Quién sabe. Eso
que decían los presuntos expertos de que no había que relajarse a estas alturas
del calendario parece difícil. Contradictorio, incluso. Cualquiera que haya
visto una etapa ciclista sabe que es imposible ver la meta y no dar pedal,
aunque sea por un instante.
Esta
vida en suspenso, a la expectativa, en la que no dejamos de trabajar y cumplir
con lo que se espera de nosotros. Esta vida de encierro que, sin embargo, no
puede abdicar de lo que sucede fuera, en un tiempo –presente, futuro– del que
apenas tenemos vislumbres. Como un coche parado con el motor en marcha.
El
correo ha vuelto a adormilarse. Desde hace casi dos días, los mensajes llegan
con cuentagotas. Esto, que en otro tiempo me habría llenado de alivio, ahora me
inquieta y me da que pensar. Pasada la primera oleada de comunicaciones, en la
que todos nos íbamos dando noticias e intercambiando buenos deseos, parece que
se impone la atonía. No es el estupor de los primeros días, desde luego. Más
bien, la expresión de cierta indiferencia. Sabemos que estamos bien, y eso
basta. No hay negocios urgentes ni citas a la vista. A uno le gustaría decir,
como Bugs Bunny: «¿Qué hay de nuevo, viejo?», pero ya conocemos la respuesta
antes de pulsar el teclado.
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