domingo, 19 de abril
Es
un lienzo de tamaño mediano, 40 x 50 cm, sin enmarcar. Su autor es Haritz
Guisasola –con quien colaboré hace ocho años en la edición de Monósticos,
que fue el origen, a su vez, de la imagen de cubierta de Libro de los otros–
y tiene un leve aire a Van Gogh, ese gusto suyo por la pincelada gruesa y los
objetos corrientes, de uso cotidiano. En él aparece únicamente un par de
zapatos negros con cordones sobre un soporte –¿una caja, una mesita?– color
crema. Detrás, un fondo granate o vino tinto con zonas donde el trazo se
empasta, entre gris y negro. Los zapatos están claramente gastados, pero la luz
que incide en ellos les da un brillo de charol, como de otra época. Tengo el
lienzo en mi estudio, a mi izquierda, y me ha acompañado desde hace al menos
dos años, cuando aproveché un cobro inesperado para comprarlo en la galería de
Luis Burgos. Debo decir que también su título me intrigó: Where are they now?
(¿Dónde
están ahora?). Un título digno de un poema, o capaz al menos de ampararlo. Miro
de nuevo esos zapatos –zapatones, más bien– y pienso que son un emblema
perfecto de estas notas, de este tiempo inmóvil que hace desfilar las palabras
en círculos. Son palabras descalzas, o como mucho en zapatillas. Los zapatos esperan
a la entrada, con los cordones puestos, listos para salir a escena, pero la
escena está acá, de este lado del telón, y no hay sitio adonde ir. Y eso es justo
lo que se preguntan estos zapatos: ¿Dónde están ahora? ¿Qué fue de nuestros
dueños? ¿Por qué nos tienen aquí arrumbados como trastos viejos? Uno de ellos
tiene un cordón larguísimo, que crece y se levanta hacia el espectador como
llamando su atención. Parece una ganzúa, de hecho, pero es incapaz de abrir
ninguna puerta. Ninguna, al menos, de las que nos gustaría.
El
poeta Juan Andrés García Román escribe dando noticias y casi al final, en
posdata, me agradece la mención de hace unos días a Thomas McGrath. «Por cierto
–añade–, yo descubrí a McGrath cuando estuve en la residency en Estados
Unidos y no puedo olvidar aquella frase de “Again, traveler, you have come a long way lead by that
star, / But the kingdom of the wish is at the other end of the night…”».
O, como diríamos en casa: «Una vez más, viajero, has llegado muy lejos guiado
por esa estrella, / pero el reino de tu deseo se encuentra al otro lado de la
noche…». Dos versos memorables, sí –y que deben bastante a Auden, parece–, aunque
el «deseo» español no distingue entre el «desire» inglés, más sensual y
anhelante, y el «wish a star» del poema, que es nuestro «pedir un
deseo». Da igual. No los conocía, pero me han dado ganas de caligrafiarlos
sobre la puerta del estudio como una suerte de lema o aviso a navegantes. Lo
hago aquí (prefiero ceder al fetichismo en compañía), tal vez porque volvemos a
tener una estimación oficial de cuánta noche nos queda, al menos de momento:
tres semanas.
Once
días sin ir al supermercado, pero ayer no quedó más remedio… Y confieso que
para alguien que se pasa la vida haciendo cábalas indiscretas sobre la gente
–su oficio y beneficio, su personalidad, incluso su estado civil–, este imperio
de mascarillas es un motivo constante de frustración. No hay forma de leer sus
rostros, sus muecas, más allá de unos ojos fruncidos o la urgencia más o menos
sombría en la frente. No son meros tapabocas, como dicen en México. Esconden lo
más importante: el armónico de labios y ojos, el gozne que une perfil y frontal,
la tirita del bigote, el acento decisivo de la nariz… Hasta agradecí,
prudencias aparte, que un par de clientes hubieran decidido salir a cara
descubierta. Uno de ellos, anciano parsimonioso, contribuía a la alarma general
moviéndose con titubeos, haciendo y deshaciendo varias veces el mismo trayecto
y arrastrando su carrito verde a la buena de dios (¡y sin guantes!). No parecía
tener prisa por volver a casa. Luego pensé que debía de ser un habitual, pues
la cajera lo trató con ternura casi inesperada. Ninguna impaciencia, ningún
gesto fuera de lugar. Yo iba después y el pedido me llevó lo menos cinco
minutos de trajín, pero al salir de la tienda aún estaba ahí, en la acera,
fumándose un pitillo mientras miraba el paso del autobús de línea por Ferraz.
El
correo vuelve a llenarse de spam, pero ahora de otra especie: ofertas de
crédito instantáneo, pastillas y métodos de adelgazamiento, kits de gimnasia
casera. Hasta Idealista ha cambiado el tenor de sus anuncios y ahora nos aconseja
sobre cómo alquilar o vender nuestras propiedades después del encierro. Es la
ley del mercado. Nada como aprovechar los nuevos nichos que se abren al buen
emprendedor. De hacer caso a estos heraldos, nos espera un futuro incoherente de
bulímicos endeudados que se han pasado la cuarentena buscando piso y haciendo flexiones.
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