lunes, 20 de abril
Toca
madrugar. El día empieza bien cuando llegas a tiempo de asomarte a la calle y ver
apagarse las farolas.
De
un sueño exasperado en el que aparecía mi padre, me queda este reproche suyo
que sigo sin (querer) entender muy bien: «¡Serás matafiebres!».
Podrían
ser ocho semanas de cuarentena, finalmente. No es mal número. Un número par,
cerrado sobre sí. Al fin y al cabo, el 8 es el infinito puesto en pie, un
infinito con el que puedes bailar y que vuelve como un tentetieso si lo
golpeas.
Desde
el balcón, veo a una madre subir las escaleras del parque con dos niños de la
mano. Sus hijos, supongo, a los que no puede dejar solos si debe hacer un
recado. La estampa es melancólica –ella va encogida, los niños caminan muy
juntos, sin decir palabra–, pero a mí me han dado ganas de exclamar, como
Calderón (o Raphael): «¡Escándalo del aire!». Como ver seres fabulosos, de otro
tiempo. Y así es, claro. Así está siendo. Ese escamoteo.
Malos
tiempos para las gitanas que piden a la puerta del Dia. Ya nadie o casi nadie
lleva suelto. Hoy he visto pagar con tarjeta hasta en el quiosco.
En
el escaparate de El Aleph, un libro titulado Filósofos de paseo. ¡Ya
quisieras!
Me
da que esconder la cara o mirar para otro lado cuando nos crucemos en la calle será
pronto una evidencia de buenos modales.
Escribir
estas notas no debería necesitar justificación, lo sé, pero no puedo impedir
que a veces busque amparo en lo que dicen o piensan algunos de mis prójimos. Un
guiño cómplice, vaya. Hace quince días fue un artículo de Antonio Muñoz Molina en
el que celebraba el diario como el género más capaz de dibujar, de manera
colectiva –cada cual en su madriguera–, «el mapa inmenso y meticuloso del
presente» (esa aliteración de la eme no podía dejar de seducirme). La
semana pasada fue esta nota luminosa en Facebook de su tocayo Antonio Rivero Taravillo:
«Un diario que se publica no está hecho para mostrar la vida privada de su
autor, sino las intimidades del lector». Y ahí, con ese sutil desplazamiento
que es mucho más que un golpe de ingenio, se cifra la condición paradójica de
este cuaderno. Porque la intimidad es siempre, por lo menos, cosa de dos.
La
vida de diario sucede en los patios traseros: un zumbido de fondo sobre el que
resuenan voces irregulares, martillos, portones que se cierran, una radio lejana.
Los martillazos son ahora ruidos como de ping-pong, un golpe de metal elástico
que lleva consigo su propio eco y que filtra, más allá, el rumor de los coches.
Pero los gatos siguen sin aparecer. Una vecina de un entresuelo se ha puesto el
bañador y está en el tejado del garaje, tomando el sol sobre una esterilla de
yoga.
La
ventana entreabierta, para dejar entrar el fresco. El sol se hace fuerte en el
patio y mueve los estores. Él sí puede ir y venir a su antojo, sin avisar. El
runrún del aire. La mesa de trabajo es mi rompeolas.
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