domingo, abril 05, 2020

cuaderno del encierro / 17

domingo, 5 de abril

Ayer por la tarde, cuando salí al balcón con la taza de café en la mano y sentí el viento de paso entre los árboles, eran las cuatro y diez.


Una humilde propuesta. Quizá desde ahora haya que matizar aquella frase de Max Aub y decir que uno es, entre otros lugares, de donde ha pasado la cuarentena.


Nos estamos aburguesando. Asomados a la ventana, oyendo el bostezo lento de la tarde de domingo, hemos vivido el paso de cada coche como una pequeña afrenta.


No tendrá velatorio ni despedida pública. No habrá un cortejo de amigos y colegas de vocación que se acerquen a decirle adiós y cantar sus alabanzas (es el precio abusivo que se cobra el virus). A cambio, eso sí, todos sabremos exactamente dónde estábamos cuando murió Aute.


El crujido como de papel de las alas de las palomas. El gajo de naranja que llevan los mirlos por pico. El vuelo a pies juntillas de las urracas. El regreso de los gorriones (les basta con eso, con haber vuelto, para alegrarme el día). Compañeros de tertulia.


Sentado en el balcón, en el alféizar de la ventana, sorprendo alguna mirada furtiva de los paseadores de perros que bajan la cuesta del parque. Una mirada tímida, sí, pero también de reconocimiento. No llegamos a saludarnos, pero por poco. Y luego me doy cuenta de que tal vez piensen que estoy ahí plantado vigilándoles, como un agente más de esa «policía de balcón» que ha nacido con el estado de alarma. Todo es posible. Así que opto por ponerme literalmente de perfil, haciendo como que miro las copas de los árboles o que sigo el ir y venir de los pájaros. Una tontería, lo sé. Y encima instintiva. Pero hay dudas que conviene despejar como sea.


Descubro a Layla hurgando en el cajón de los gatos. No hace falta ser muy listo para saber lo que está haciendo, pero es que además su masticación furtiva lo confirma. No me queda mas remedio que echarle un buen rapapolvo: ojos feroces y palabras de reproche (es una perra recogida y en su caso el castigo físico no es productivo). Ella sabe que ha hecho mal y camina casi a rastras, con el rabo entre las piernas, rehuyendo mi mirada y buscando el amparo del sofá. A partir de ahí todo va a peor: voy a sacarla y me rehúye, salimos a la calle y se acobarda, la animo a pisar la hierba y se pega a mi pernera, adulona. Un desastre. No hay manera de que se relaje, y solo al final, cuando emprendemos el camino de vuelta, parece olvidar su morriña. Y todo porque se topa con una bandada de palomas a las que puede espantar. De esto saco dos obviedades poco halagüeñas. Primero: que el miedo nos anula y nos vuelve tontos. Y segundo: que el miedo se cura atacando a otros más débiles. Nada nuevo, pues. Pero al menos la perra tuvo conciencia inmediata de su falta y pidió perdón. No se puede decir lo mismo de otros.

2 comentarios:

ÍndigoHorizonte dijo...

Me alegro de la vuelta de los gorriones. Respecto a Layla, Lula tiene (ya casi tenía) la manía de degustar las boñigas de las vacas cuando vivíamos en el campo. Ahora, dormita tranquila, hecha un caracol, con Alpie cerca. Aute, sin los “suyos”. Y tantos que ahora se van así. Llevo varios días de congoja intermitente pero el azul sigue ahí. Y las libélulas.

Un abrazo grande, Jordi. Sigamos.

Abilio Díez dijo...

Un saludo a todos los que van apareciendo en torno a este reducido mirador. Es uno de los aspectos que el bicho no ha empeorado, la comunicación con personas desconocidas hasta hace poco y que van entrando en nuestro círculo.
Qué pena los gorriones, mis pájaros emblema, diezmados por su particulares coronavirus, cotorras y destrucción de su hábitat.
Abrazos para todos.