Llevo casi tres semanas sin añadir nada a esta bitácora. En parte, se debe al exceso de trabajo (un libro que debo entregar sin falta estos días y que me tiene amarrado al duro banco). Pero también a la dichosa actualización de Internet Explorer que descargué a mediados de este mes y que me ha descompuesto el sistema. Supongo que es algo sin importancia, pero no he logrado solucionarlo. Y la falta de tiempo no ayuda, precisamente.
Entretanto, ha habido algunas novedades de las que no he dado cuenta aquí. Una de ellas, la estupenda reseña de Himnos de Mercia que el crítico asturiano Luis Muñiz publicó la semana pasada en Culturas, el suplemento literario de La Nueva España. Es una reseña modélica, muy superior a lo que estamos acostumbrados a leer en Babelia, por ejemplo (con excepción de Antonio Ortega). ¿Por qué gente como Luis o Jaime Priede no están haciendo crítica en los suplementos de los grandes periódicos nacionales? No espero que nadie responda a esa pregunta, pero ahí queda, por si algún redactor jefe se cansa de su actual cuadrilla.
Tiempo de Offa
Poeta prácticamente desconocido en España, el británico Geoffrey Hill (1932) blande por igual en su obra las armas de la parodia y la mirada visionaria, y en su tercer libro, Himnos de Mercia (1971), se sirve de ambas para erigir un monumento al reino del mismo nombre (integrante de la llamada heptarquía anglosajona) y su monarca legendario, Offa, que lo gobernó en la segunda mitad del siglo VIII. Monumento, a veces, en sentido literal, pues muchos de los treinta poemas en prosa que componen el volumen parecen tallados en piedra, como las Estelas de Víctor Segalen; pero monumento, también, devastado por la ironía y el sarcasmo, porque la hímnica de Hill, su calculado artificio lingüístico, que juega deliberadamente al cultismo y la adición de fragmentos, es asediada de continuo por la intromisión de un tiempo mucho más próximo al nuestro (el de la infancia del propio autor), que se filtra al marco temporal de partida y permite inocular el veneno del presente en el relato de un pasado que, ya de por sí, se nos aparece envuelto en brumas, cuando no en el aura de violencia y duras consonantes del viejo anglosajón, la lengua que se hablaba en la isla antes de la conquista normanda.
De la influencia rítmica y aliterativa que ejerce en los Himnos aquel antiguo inglés (cuyo sustrato aflora de vez en cuando en las obras de, entre otros, Ted Hughes o el primer Auden), así como de la genealogía del poema (Pound, Eliot, Bunting, Saint-John Perse, el citado Segalen, añadimos nosotros), dan cumplida cuenta la introducción de Julián Jiménez Heffernan y el epílogo del gijonés Jordi Doce, quienes, además, firman conjuntamente una estupenda traducción; una de ésas que hacen posible leer en español a un poeta inglés sin que parezca que su lengua materna es la de Cervantes. Lo contrario, tratándose de Hill, hubiese sido estúpido, ya que su escritura no encuentra parientes próximos ni lejanos en nuestra tradición, excepción hecha, quizás, del Antonio Gamoneda de Lápidas, cuyas concomitancias con Hill son señaladas por Jiménez Heffernan con su proverbial olfato para la literatura comparada. Es cierto que las viñetas en prosa del libro del asturleonés ofrecen un similar entrecruzamiento de tiempos (el infantil de posguerra y el León medieval de los mercados), pero los respectivos talantes son tan distintos (el último premio «Cervantes» no acostumbra a vestir la tragedia con los ropajes del sarcasmo) que la invitación a una lectura en paralelo resultará más placentera por el contrapunto que por la semejanza.
De cualquier manera, y sea mucha o poca la vecindad que haya entre Hill y Gamoneda, toda la obra del británico (y los Himnos, dentro de ella, más que ningún otro libro) se inscribe en una tradición netamente anglófona, la del poema que se construye a base de fragmentos, de ruinas lingüísticas; en este caso, de las ruinas enterradas del viejo anglosajón, sobre las que han ido superponiéndose sucesivas capas de inglés afrancesado. Como, además, la perspectiva del poemario es histórica, tenemos que hablar necesariamente de épica y, más en concreto, de épica poundiana, esta vez propulsada por versículos de aparente salutación a un gran monarca. No obstante, la mofa y el chiste de bar acechan en cada esquina del texto, como ocurre en el tercero de los himnos, donde un chef y «un rey con su sombrero recién erguido» (Offa en pleno siglo XX) se funden en un mismo, cómico, personaje, que ofrece mostaza a sus compañeros de farra; una escena que, según Heffernan, habría que situar en 1936, año de la coronación de dos reyes ingleses, Eduardo VIII y Jorge VI. El solapamiento de tiempos es deudor de Eliot y Pound, pero Hill no viaja hasta la alta Edad Media para poner orden en el presente, tal como hicieron sus maestros con la cultura grecolatina, el Renacimiento y, también, el medievo; busca, como el Joyce de Ulises con Homero, el contrapunto irónico que le proporciona la yuxtaposición de su época y la de Offa; aunque, de paso que se hace eco de los hechos del rey, permite que el anglosajón que hay en él emerja a la superficie del poema (no en vano su región natal, Worcestershire, era parte de Mercia en el momento de mayor esplendor del reino). Y es aquí donde su apuesta diluye las fronteras temporales y crea, mediante el lenguaje, un tiempo, el de los Himnos, que es a la vez las dos épocas y ninguna; porque, al dejarse contagiar por el viejo inglés germánico, por sus ritmos entrecortados y sus chasquidos consonánticos, el poeta se contagia, asimismo, de su cultura trágica y violenta, lo que le lleva a incrustar en una recreación de viejas crónicas medievales escenas de su propia infancia, marcada por la posguerra de la segunda gran conflagración mundial.
Luis Muñiz
La Nueva España, 21 de diciembre de 2006