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domingo, octubre 07, 2018

¿hay alguien ahí?



Peter Redgrove, 1969 © Penelope Shuttle


Quizá el ejemplo más curioso de lector de poesía puro que conozco (o del que tengo noticia, al menos) sea el de un tal J. H. Barclay, que en su vejez se aficionó a la poesía de Peter Redgrove y se dedicó a coleccionar todos sus libros e incluso a recopilar sus publicaciones en periódicos y revistas. El señor Barclay había dejado la escuela a los trece años y trabajó hasta su jubilación como pastelero y fabricante de galletas (biscuit-maker) en un pueblo cerca de Liverpool. Dice Neil Roberts, el biógrafo de Redgrove, que llegó a viajar a Londres sólo para asistir a una lectura del poeta y que solía visitar los lugares que protagonizaban o aparecían en sus libros, «cuidando siempre de no molestar».

Así descrito, el señor Barclay parece un modelo de excéntrico inglés, que se aficionó a la obra de un poeta como otros se dedican a las maquetas de trenes o la jardinería. Sin embargo, su devoción por la escritura de Redgrove parece haber sido genuina. En una carta llegó a decirle que «no puedo expresar lo que sus poemas significan para mí. Espero no ser una molestia al ponerle estas letras». El señor Barclay no tenía lo que ahora suele llamarse «educación formal» y su experiencia vital estaba en las antípodas de la del poeta, que sí fue un excéntrico redomado que nunca se adaptó del todo a sus circunstancias (o que se imponía alegremente a ellas, como tuve ocasión de comprobar cuando le traté, a mediados de la década de 1990). Con todo, el viejo hacedor de galletas tenía imaginación suficiente para responder con entusiasmo y comprensión a poemas que nacían de un tiempo, un lugar y un horizonte estético muy distintos de los suyos. Por no hablar de una sensibilidad poco habitual para percibir el peso y la valencia de cada palabra, cada frase, las vueltas y revueltas de la sintaxis, los «extraños ciempiés» del inconsciente…

Parece que el diálogo con el señor Barclay fue un gran «consuelo» para Regdrove en un momento en que su reputación crítica estaba bajo mínimos: ¡por fin un lector puro que disfrutaba con sus poemas sin veladuras ni mediaciones, sin intereses ulteriores, sin los malentendidos que suelen arruinar la relación entre colegas! Tiene que haber sido reconfortante saber que uno podía escapar del gueto de la poesía profesional y establecer vínculos de lealtad y simpatía con un lector anónimo. Pero la curiosa desgracia del poeta moderno es que nada de todo esto, en ultima instancia, tiene mucha importancia. La biografía de Roberts demuestra que Redgrove se pasó la vida buscando el aprecio y el asentimiento de sus semejantes… y que sufrió como el que más por los reproches y los desplantes de que fue objeto. La sensación –la evidencia– es que ni siquiera la existencia de cien señores Barclay le habría compensado del desprecio que algunos poetas-críticos contemporáneos (como los jóvenes émulos de Larkin que empezaron a brotar como setas con el arranque de la era Thatcher) le tributaron en diversos momentos de su vida.

Hay algo en el trabajo creativo, cierta dimensión artesanal (análoga a la del fabricante de galletas), que necesita el refrendo del semejante, del iniciado. Podría entenderse como una flaqueza si no tuviera que ver, en última instancia, con la conciencia de pertenecer a un oficio tan antiguo como las palabras a las que sirve. Las posibles diferencias estéticas no anulan o cancelan esta afinidad profunda, esta conciencia gremial de ser practicantes de un arte colectivo: de ahí que la falta de respeto –la falta de muestras de respeto– pueda causar frustración y hasta ira. Es como si nos dijeran que no formamos parte del gremio: que no se nos considera, vaya.

Esta noción de respeto profesional puede parecer anticuada o incluso melodramática (¿en un sentido masculino de la palabra, tal vez?), pero existe, no tiene más remedio que existir, y ningún lector puro al estilo del señor Barclay, por sincero y profundo y conmovedor que sea su acercamiento, nos hará olvidar su ausencia. Redgrove lo sabía muy bien, y su larga correspondencia de años con Ted Hughes, amigo pero también rival, cómplice y antagonista, así lo confirma. Al fin y al cabo, las cartas de Hughes le obligaban a leer entre líneas, como un buen poema.



miércoles, mayo 14, 2014

palabras en el tiempo





Recuerdo una de las anécdotas preferidas del poeta Peter Redgrove (aparece, creo, en la entrevista que concedió a The Paris Review): un día, mientras paseaba por el taller de pintura de Falmouth College, en Cornualles, donde era profesor, vio que uno de sus estudiantes trabajaba en lo que a primera vista parecía un diseño abstracto y vagamente geométrico. Redgrove había estudiado ciencias naturales en Cambridge y reconoció en aquel patrón el tejido celular de un bronquio humano. Cuando el poeta se lo hizo notar, la reacción de su alumno fue de incredulidad, así que al día siguiente Redgrove apareció con un tratado de histología y le mostró la semejanza. El asombro fue grande. Una semana después, el estudiante hubo de ser ingresado en el hospital con una insuficiencia respiratoria cuyo origen estaba, al parecer, en esos mismos bronquios cuyo tejido celular había dibujado sin saberlo.

Redgrove era adepto a la fabulación y no es imposible que adornara esta historia hasta falsificarla, pero él la contaba para subrayar la idea –ahora mucho más aceptada o aceptable que entonces– de que ciertas energías creativas son una traducción de procesos corporales de los que no somos conscientes; una traducción que es también un anuncio, algo así que como un diagnóstico oblicuo de anomalías que afloran más tarde, cuando la palabra o la mancha de color o la nota musical han sido formalizados según la intuición de su creador. Del mismo modo que un tumor cancerígeno puede tener su origen en la somatización de un trauma vital, de un momento de crisis o una experiencia dolorosa, así la obra puede expresar o canalizar sin saberlo el nudo de una enfermedad que sólo se revela más tarde, a destiempo. Hubo aviso, pero no estamos entrenados para detectarlo.

Pienso en esta anécdota porque el asunto de la energía creativa –su origen, su circulación– no deja de inquietarme. Otro ejemplo, esta vez tomado de mi experiencia personal: he notado que los accesos depresivos –mezcla de irritación y melancolía– que oscurecen algunos días tienen que ver con el hecho de tener algo que escribir y no disponer de tiempo o tranquilidad para hacerlo. Los versos o el germen de idea que formulo en mi cabeza mientras camino por la calle se quedan enquistados, incapaces de desplegarse como piden, envenenando el ánimo y la sangre; la energía no fluye y contamina el lugar donde se encharca. Uno de los dichos preferidos de Redgrove era una frase del psicoanalista John Layard, antiguo compañero de andanzas berlinesas de Auden: «La depresión es conocimiento retenido». Retenido: esto es, no liberado, no fluyente, incapaz de circular y propagarse. Los versos a los que no doy la oportunidad de crecer o multiplicarse no son conocimiento por sí solos, pero sí tal vez la expresión de su búsqueda, de un anhelo por saber que al no cumplirse termina consumiendo a su dueño.

Esta energía vuelta sobre sí misma provoca una forma de tristeza que se distingue claramente de la melancolía poscoital de quien ha escrito y sospecha, de pronto, que no era para tanto, que el texto de llegada está muy por debajo de sus expectativas; y no es tampoco la tristeza de la esterilidad, la sorda impotencia de quien no logra romper su bloqueo. Sucede, más bien, que el flujo de energía se curva como una cola de escorpión para clavarse en uno mismo: es la manga de una camisa de fuerza que debemos morder con ganas para que se rasgue y así salir de la trampa en la que hemos caído casi a ciegas, sin enterarnos; violencia a la que respondemos con la furia de una dentellada. Todo sea por respirar, por abrir un claro en el tiempo donde las palabras encuentren su sitio: y con ellas lo que nombran, lo que saben sin saberlo.


miércoles, septiembre 28, 2011

peter redgrove / en el huerto

.
Gustav Klimt


Manzanos como un arrecife de coral

tras los cálidos muros de arenisca
que les permiten madurar. Hablamos

en susurros de la negrura
destilada en los frutos,
la carga basculante del ramaje
como pechos palpables bajo una blusa verde.

Igual que duerme el ojo
duerme el fruto en su párpado perfecto,
hasta que muerdo negro y sale
blanco, diciendo
«Hágase la luz».



No es habitual, pero a veces ocurre. De hecho, debería ocurrir más a menudo. Quiero decir, uno vuelve sobre un antiguo poema, una traducción realizada –e incluso publicada– hace años, y la tentación inmediata es cambiar palabras, corregir este o aquel verso, optar por nuevas soluciones. Me pasó no hace mucho con un poema de Peter Redgrove (1932-2003) que colgué en esta bitácora hace exactamente cinco años. En realidad, los poemas de Redgrove me han planteado siempre muchos problemas, como si el estado de flujo en el que parecen haber sido escritos –según confesión del autor– los volviera escurridizos o resistentes a la traducción. Supongo que es también cuestión de torpeza (la mía, por supuesto). El caso es que me encontré con este poema, «En el huerto», y cuando me di cuenta había rescrito la mitad de los versos. Así que vuelvo a publicarlo aquí, acompañado del original. Podría dar para una curiosa sesión del taller de escritura creativa. Todos los cambios, por definirlos o resumirlos en pocas palabras, apuntan a un solo propósito: buscar la máxima precisión, arrimarse lo más posible al original sin dejar de estar atento a lo que la traducción misma puede aportar; en este caso, los últimos versos, esos «hasta que muerdo negro / y sale blanco», que suenan –creo– más concisos y hasta más vivaces que en inglés. Me gusta el modo en que el endecasílabo queda trunco y prepara la cita bíblica del final. No descarto, con todo, verme con una nueva versión de este poema dentro de cinco años.



orchard end

Apple-trees coralled behind
The warm stone walls that help
To ripen them. We discuss

In whispers the spirituous dark
Within the fruit, the boughs
Librating their poundage
Like heavy bosoms in a green shirt.

As an eye sleeps each apple
Sleeps in its seamless lid
Until I bite into the black, turning it
To white, saying
‘Let there be light.’
.

viernes, marzo 04, 2011

penelope shuttle / 2 poemas

.
tan temprano


Me levanto tan temprano
que parezco una especie de árbol
con hojas oscuras que no caen nunca,

o quizá, después de todo, trabajo por turnos

soldando las alas de las mariposas,

justo igual que tú… quienquiera que seas.

Hay personas tan altas y hermosas
–no sé qué edad tienen–
que me ayudan a entender la respiración
y su porqué. Quienquiera que seas, tú eres una de ellas.


Me comentas (esto es como una entrevista)
que la gente feliz te molesta.

Me comentas que has memorizado
las fuentes de todos los ríos del mundo. Sólo por si acaso.
No te creo, quienquiera que seas.

Un dolor pequeño y luminoso brilla en mi interior
igual que una lámpara cortante.
¿Me puedes decir, quienquiera que seas, de qué sirve este dolor?


Ya he hablado en otras ocasiones de Peter Redgrove (1932-2003), sobre quien escribí hace quince o dieciséis años mi tesina y de quien he traducido algunos poemas, menos de los que él se merece. Pero no he mencionado apenas a la también poeta Penelope Shuttle (1947), que fue su mujer y con la que escribió al menos dos libros de hermosa factura: The Hermaphrodite Album (El álbum hermafrodita, 1973), testimonio de los inicios de su relación, y The Wise Wound (La herida sabia), estudio pionero sobre la menstruación que combina enfoques de la antropología, la psicología, el estudio de los sueños y la crítica poética y que ha sido reeditado numerosas veces desde su primera y sorprendente aparición en 1978. Un libro que surgió de la propia experiencia personal de Shuttle, cuyos periodos comenzaron a hacerse cada vez más dolorosos hacia mediados de los años setenta, y de los remedios que ella y su marido pusieron en práctica tomando como arranque las enseñanzas del analista jungiano John Layard (el mismo Layard, por cierto, que había sido amigo de Auden en el Berlín de los años treinta). De La herida sabia hay una secuela o continuación, Alchemy for Women: Personal Transformation Through Dreams and the Female Cycle (1995), más dogmática y catequizadora y quizá por ello (sólo quizá) menos interesante.
.


Desde la muerte de Redgrove en 2003, Penelope Shuttle ha publicado dos libros de poemas que le recuerdan casi en cada página: Redgrove’s Wife (2006) y Sandgrain and Hourglass (Grano de arena y clepsidra, 2010), los dos en la legendaria editorial Bloodaxe. Son libros elegíacos, en parte, pero también celebratorios, empeñados en mirar atrás con voluntad y espíritu de agradecimiento por los buenos tiempos compartidos. Pero el poema que he traducido, «Tan temprano», pertenece a un libro muy anterior, de mediados de los años noventa (la época en que los conocí personalmente), Building a City for Jamie (Construyendo una ciudad para Jamie, Oxford University Press, 1996). Un poema típico del mejor tono de Shuttle: imaginativo y lúdico, turbado por cadencias surrealistas, en diálogo con un «tú» elusivo que sin embargo ayuda al hablante a conocerse y definirse.


Shuttle ha recordado a menudo el impacto que le produjo ver y escuchar a Neruda recitando su poesía en el Festival de Londres de 1970 (organizado entre otros por Ted Hughes). Uno de los poemas que leyó Neruda entonces, el inmenso «Vi desde la ventana los caballos», de Extravagario, se quedó grabado en su memoria y ha tenido una larga descendencia en su obra: esa capacidad excepcional para captar la belleza del mundo natural y transfigurarla con la imaginación. Pero en Shuttle palpita, además, una mirada ligeramente estrábica, humorística, con un toque naif y otra parte de sano escepticismo, de duda cordial. Así en este otro poema del mismo libro, «Cama rota», que me recuerda el tono algo gamberro de ciertos poemas de Redgrove, esa capacidad suya (tan poco británica) para mirar el sexo con humor, lejos del turbio feudo de la culpa.


cama rota

¿Quién destrozó la cama? ¿Algún monstruo de pesadilla?
¿Alguna gran langosta patizamba?

Ninguno lo sabía. Ninguno confesó.
Vivíamos felices en nuestra cama rota.
Cómo gemía cuando nos concentrábamos en nuestras devociones.

Reinaba un clima de mala suerte cuando llegó la nueva cama.
Un cielo gris, enfurruñado, y el resuello del trueno envolviendo las nubes.

Ahora me acuesto muy tarde, a solas,
incapaz de dormir bajo la marquesina roja de mi edredón,

deseando haber tenido cien hermanas, todas nosotras concebidas
en una sola noche, y un padre con sombrero
planeando de cama en cama rota, afrontando su gran tarea…

Pero así son las cosas.
Rompo un huevo tras otro con impaciencia, viendo
cómo las yemas caen a paso lento hacia el desagüe.

Pronto nos harán falta todas las vendas de Europa, ¿no crees?

jueves, abril 22, 2010

el trueno de peter redgrove

El poema de Jamie McKendrick que colgué la semana pasada me ha llevado a este otro de mi admirado Peter Redgrove, «Pigmy Thunder», que incluí en mi libro Gran angular (2005) con el título de «Trueno diminuto». Pasados los años volví a mi traducción y me di cuenta de que era manifiestamente mejorable, o al menos de que podía perfilar con más precisión el contorno del original. Ahora se llama «Trueno pigmeo», como debe ser, y es escrupulosamente fiel a los movimientos del verso y la sintaxis del texto inglés. Recuerdo haberlo leído allá en la primavera del 93 en las páginas, creo, de The Observer, que tenía la buena costumbre de publicar un poema contemporáneo en su edición dominical. La comparación sobre la que giran los versos es inspirada y está muy bien resuelta, como no siempre sucede en los poemas últimos de Redgrove. Creo que el paralelismo con el de McKendrick no es descabellado, aunque «Trueno pigmeo» es más extenso y complejo y también más humorístico. Si la lectura del poema no despierta una sonrisa, entonces es que lo he traducido mal.



Trueno pigmeo

Con hábil gesto de muñeca
el médico me extrae o saca
un diente delantero como si
me arrancara un botón de la camisa,
aunque el símil no explique mi ceceo.

Luego, en casa, lo observo:
pequeño, cavernoso
fragmento de marfil manchado.
En él uno podría, sin grandes cambios,
tallar un templo taoísta
con su propia escalera, bambúes y cigüeñas,
y encima una pequeña cúpula de cristal
para acoger a los espíritus.

Invisibles desconocidos se pasearían
de un lado a otro de la escalera
conversando descalzos
con pies sensibles como mi lengua,
que ya conoce cada grieta
de este recinto liliputiense,
aunque en su día,
atada al pedregal de mi mandíbula,
esta piedra me pareciera siempre
la forma condensada de una cumbre
en la sierra lluviosa
donde brama mi trueno pigmeo.


Trad. J. D.

viernes, octubre 23, 2009

un gato


Los poemas sobre gatos son todo un subgénero poético dentro de la literatura inglesa moderna. Desde las piezas tempranas de Edward Thomas o de Yeats (creador de la memorable Minnaloushe) hasta «Esther’s Tomcat», de Ted Hughes, o «Music and the Cat», de Charles Tomlinson, pasando por el célebre Old Possum’s Book of Practical Cats de T. S. Eliot, la lista de poemas gatunos es interminable y cubre todo el espectro de visiones o puntos de vista sobre la presencia de este felino en nuestra vida cotidiana (y no olvido el largo y hermosamente excéntrico poema de Christopher Smart sobre su gato Jeffrey que colgué hace meses). Peter Redgrove también ha cultivado este subgénero con un breve y hermoso poema sobre el gato de su hija, una viñeta que recuerda a Ted Hughes y que se cierra, muy sugestivamente, con la palabra «luz». Lo traduzco para celebrar que el gato de mi hija, Bigotes, cumple medio año de vida traviesa y algo enloquecida, aunque todavía no le he visto perseguir las gotas de aire condensado en el cristal del ventana. Todo se andará, supongo.


El gato de Zoe

Es joven y delgado, y de un negro tan terso
como si hubiera emergido de un salto
desde el oscuro huevo de la noche. Con ojos

dorados como yemas, escudriña
sobre el cristal helado las gotas de rocío
de nuestro aliento: piensa que son ratones.

Un anillo de gotas patina por el vidrio
y estalla contra el marco: su zarpa se dispara
y observa el agua escasa mientras la hace girar

con ceño inquisidor y, sin dudarlo,
la lengua se dispara y lame ávida,
toma el agua inocente que da un grito de luz.


Trad. J.D.

miércoles, septiembre 30, 2009

peter redgrove / el objeto


El objeto

El objeto bien pudo
haber sido una diminuta
estrella de mar fósil;

sabía a piedra, pero
sus cinco brazos
traían consigo el sonido

del agua. Estrellas semejantes
tachonan el firmamento
del lecho marino, y recordé de un libro

las balsas ceremoniales
de los polinesios, trenzadas con juncos
en forma de estrella,

ágiles astros transportando
sobre el agua
gente y ganado; pensé en ciudades

(Washington, París) construidas
en forma de estrella por el
arquitecto de Napoleón, también

en cómo se decía que había tantas
personas sobre la tierra como estrellas
visibles a través de los prismáticos,

y me pregunté si en aquel
resto polvoriento algún alma habría
encontrado su forma última, un astrólogo

o astrónomo tal vez, profesional
o ferviente amateur, de observaciones
duras de roer pero estrelladas.




Otro poema de Peter Redgrove, para profundizar un poco en su trabajo. Otro poema construido sobre una cadena de analogías y metamorfosis que se resuelven en una conclusión entre luminosa y humorística, llena de humanidad. Los finales de Redgrove son siempre poco previsibles (aunque a veces, de tan anticlimáticos, puedan resultar planos), y éste no podía ser menos: un broche circular que enlaza, emparentándolas, la figura humana del hablante con la del «astrónomo» mencionado en los versos finales.

Este poema apareció primero en Abyssophone (Stride, 1995), uno de los muchos libros en los que a lo largo de su vida fue dando los poemas que sus editores dejaban fuera de sus poemarios, digamos, importantes. Redgrove no entendía estos descartes, se rebelaba contra ellos, y dos o tres meses después de publicar un libro con Cape publicaba otro de igual extensión en una firma modesta como Stride con todos los textos que su editor de Cape había suprimido. Así que «El objeto», dentro de la economía redgroviana, tiene algo de poema menor. Y, sin embargo, hasta en estos presuntos divertimentos logra conmovernos con su imaginación y su capacidad lúdica.

jueves, septiembre 24, 2009

peter redgrove en falmouth

No suelo colgar dos traducciones seguidas en esta bitácora, pero esta vez haré una excepción. Hace días que pienso con insistencia en Peter Redgrove (1932-2003), y en lo necesario que sería editar una amplia antología de su trabajo (la pequeña muestra que ofrecí en un hermoso catálogo de la galería Luis Burgos no basta, es sólo un pequeño aperitivo, el vértice de un iceberg cuyas dimensiones exactas resultan muy difíciles de calibrar, incluso para los críticos británicos). Redgrove es casi un arquetipo de gran poeta irregular, capaz de lo mejor y de algunas caídas disculpables y hasta coherentes con su ideario: su fe en la creación, en la vida como un ejercicio constante de la fuerza imaginativa, le hicieron escribir y publicar en exceso, pero ese mismo exceso es parte de su encanto, algo que lo explica y lo singulariza.

Hablar de Redgrove me lleva al pasado. Durante dos años, del 93 al 95, bajé regularmente al sótano de la biblioteca de la Universidad de Sheffield, un lugar no en vano llamado The Cage, para trabajar con los papeles de su archivo: borradores de poemas y novelas, cartas, primeras ediciones de sus libros… Mi tesina debía estudiar su método compositivo y llegué a consultar borradores escritos veinte años atrás. Todo un viaje en el tiempo. De vez en cuando, para combatir el tedio, desoía las prohibiciones legales y abría las carpetas de la correspondencia: recuerdo, por ejemplo, un fajo de cartas de Ted Hughes de mediados de los años setenta que leí con una mezcla de aprensión, entusiasmo y curiosidad malsana, como quien se cuela en una conversación ajena.

Para entender su curioso método de composición, del que dio cumplida descripción en un artículo, «Redgrove’s Incubator», no me resisto a citar dos párrafos de un viejo ensayo, «El baile del poeta» (incluido en Curvas de nivel), que dejan claro hasta qué punto vivía en una atmósfera saturada de creatividad, de un afán constante y perdurable por transfigurar la realidad cotidiana. Son un poco largos, pero con ellos todo queda más claro:

«El principio básico [de Redgrove] es que el proceso creativo consta de diversas etapas. A cada etapa corresponde un cuaderno diferente: uno primero, llamado Diario, en el que anota todo tipo de estímulos: imágenes, citas, ideas, sueños; a este cuaderno le sigue otro llamado Imaginario, al que van a parar ‘las imágenes más musculosas, las metáforas más voraces, los extraños ciempiés del pensamiento’. Una vez incubado, este material se organiza en un tercer cuaderno. Aquí la tarea es doble: en la página izquierda aparece un primer borrador en prosa; en la página derecha, el borrador incorpora la partición del verso. Cuadernos posteriores exhiben borradores cada vez más trabajados, que un buen día desembocan en lo que Redgrove, a regañadientes, llama ‘versión final’.

Lo más curioso de esta técnica compositiva es que el autor dedica una o dos horas al día a cada uno de estos cuadernos: diario, imaginario y borradores pasan por sus manos en un proceso que abarca el trabajo de lustros. Aclaro enseguida este punto: Redgrove deja pasar meses e incluso años entre diferentes borradores de un mismo poema. Así, incorpora a su diario las imágenes e ideas del día; abre luego el imaginario por páginas de un año de antigüedad; corrige un borrador en prosa escrito dos años antes, y el primer borrador en verso de otro poema aun más antiguo. Y así sucesivamente. De este modo, pueden pasar de cinco a diez años hasta que un poema adquiere forma final, y en cada instante el escritor puede tener en sus ficheros centenares de textos inconclusos. Obviamente, no todos los borradores desembocan en un poema ni todas las versiones finales terminan viendo la luz, pero el porcentaje de logros es lo bastante amplio como para dar trabajo simultáneo a varias imprentas.»


Redgrove vino dos o tres veces por Sheffield a leer poemas y aproveché aquellos encuentros para charlar con él y tratar de conocerlo. No pude sacar mucho en claro porque vivía tan absorto en su mundo, en su peculiar rutina, que era casi imposible transitar una zona media en la conversación: o se hablaba de lo que a él le interesaba, y en sus términos, o no había mucho que hacer. Recuerdo sus cejas, eso sí, con un curioso bucle o rizo hacia arriba, como acentos circunflejos, y sus ojos vivaces de inglés excéntrico. Vivía muy retirado con su mujer, la también poeta Penelope Shuttle, en Falmouth, uno de los pueblos más hermosos de la costa sur de Cornualles, lugar favorecido por toda clase de pintores, donde daba clases de escritura creativa en el College of Arts, y a Falmouth dedicó multitud de poemas en los que aparecía como un pueblo poseído por una extraña energía, un lugar mágico que acogía o suscitaba constantes metamorfosis. Uno de esos poemas es este «Zona de terremotos», en el que coexisten diferentes realidades imaginativas, diferentes versiones del mismo pueblo, y que fue una de las primeras piezas de Redgrove que me atreví a traducir. No sé si es un gran poema, pero le tengo mucho cariño y es un retrato bastante fiel de la relación que él mismo tenía con su entorno, esa capacidad para otorgar rango fabuloso a las circunstancias más cotidianas y prosaicas.



Zona de terremotos

Nuestro hogar es zona de terremotos,
ciudad de columnas partidas y avalanchas colgantes.

Al ojo del visitante todo es paz:
las pequeñas cabañas de piedra, los estuarios
siempre alisados por el viento, pero ¿y la realidad?

Grandes piedras caen del cielo y rebotan
varias veces al día, grandes como palacios
o largas como avenidas.

¿De dónde vienen estos cuerpos caídos?

Ahora observo la luna llena:
qué tranquila y hermosa en su navegación;
luego, su negro equivalente se echa sobre nosotros
y aterriza en algún antiguo cráter…

Pero ¡mirad!, la luna aún cabalga
serena como una postal;
y otra vez su pesado espectro cae.

El golpe de la luna resuena por los montes.

De vez en cuando, e
n noches claras,
otra aparición nos visita,

una ciudad de muros y torres
y cisternas de agua luminosa
toma tierra y se acopla a nuestras calles,

y vagamos por esta ciudad suplementaria

explorando una versión astral del hogar
que estrena galerías en nuestras escaleras cotidianas,
halla un salón del trono en el silencio

[de cada invernadero.


Trad. J. D.




viernes, marzo 06, 2009

peter redgrove en la farmacia



Éste es uno de los primeros poemas que leí de Peter Redgrove (1932-2003), allá por el 92-93, gracias al interés y la sabiduría de Neil Roberts, que sería luego uno de mis profesores en Sheffield. Si alguna vez el poema ha sido el testimonio de la metamorfosis, como quería Canetti, aquí está la prueba evidente. Una delicia.


EN LA FARMACIA

Prodigio: al otro lado del frasco, sobre el rótulo,
una polilla de alas bordadas ensombrece
el vidrio. Sin aviso, echa a volar y cambia de botella.

Bajo el cuello de vidrio de este frasco violeta
otra etiqueta dice Lapis invisibilitatis:
beber de esta botella nos haría invisibles.

Etiqueta ambulante, la polilla gravita
de un frasco a otro, roza con sus ropas de harina
el mármol, y en su lengua rasposa se debaten

el azúcar del cuello, las gotas del tapón:
como un conejo de alas chillonas, la polilla
extrae de los fármacos su esencia, se desplaza

de jarra en jarra y sella en cápsulas su propia
cogitación, implicando en sus huevos
nuestra explícita medicina.

¿Y los venenos, los filtros de la invisibilidad?
El gusano recuerda que ha de morir, y muere,
como rezaba el rótulo,

todo acaba en la sopa interior del capullo
donde sólo la ninfa medita, sólo el nervio
flotando como una raspa de arenque,

y ya en torno a ese nervio tiernamente se abren
nerviosas alas donde, con bella letra antigua
de boticario, escrita se perfila: la fórmula.


Trad. J.D.

viernes, octubre 20, 2006

para el ojo que duerme


Ayer, mientras Rafael-José Díaz nos hablaba con la inteligencia y la sensibilidad que acostumbra sobre su trabajo de traducción de Philippe Jaccottet, se inauguraba en la Galería Luis Burgos la exposición del pintor vasco José Luis Zumeta. Y se presentaba, de paso, Para el ojo que duerme (El Lotófago), el libro que reúne su pintura y los poemas del escritor inglés Peter Redgrove. Del libro y de Redgrove ya hablé en una entrada anterior. Cuelgo ahora la portada y añado un segundo poema a modo de adelanto. El libro ha quedado estupendamente y comenzará a verse la semana que viene en las librerías de Madrid y Barcelona. Todos los que estéis interesados en el libro y no viváis en estas ciudades, podéis haceros con él llamando o escribiendo a la galería (91 7811 855 / luisburgos@art20xx.com).


Peter Redgrove

SEÑORA DEL APRENDIZAJE

Me torcí la muñeca al quitarle la falda; se movía con demasiada rapidez en la dirección contraria.
Capto las difíciles matemáticas de la topología porque conozco las curvas de nivel de su cadera.
Me instruyo en las secciones cónicas mirando la caída de su falda.
Los números trascendentales no son difíciles ya que por dentro es mucho mayor que por fuera.
Y en lo que respecta a la teología, ella siempre da buenas respuestas a mi pequeño dios.


(1973)

Versión de J. D.

sábado, septiembre 30, 2006

peter redgrove / el lotófago

Uno de los trabajos de traducción que mencionaba en mi anterior entrada es el nuevo libro de «El Lotófago», la colección de pintura y poesía que edita la galería madrileña Luis Burgos (amigo generoso que sabe y entiende más de poesía que muchos poetas que conozco). Después de los libros de James Schuyler, Olga Novo y Jenaro Talens, le toca al turno a una breve antología del poeta inglés Peter Redgrove (1932-2003), en la foto. Amigo y contemporáneo de Ted Hughes y Sylvia Plath, Redgrove puso color y extravagancia a la poesía británica en un momento en que Larkin y Hughes, cada uno por razones muy distintas (y con resultados igualmente opuestos), dominaban el ambiente con su paleta de grises y claroscuros. En este caso, la poesía de Redgrove viene acompañada de la pintura del artista vasco José Luis Zumeta, algo más joven que Redgrove y por suerte aún en activo. El libro se titula Para el ojo que duerme (si leéis el poema que cierra esta entrada sabréis por qué).

De Redgrove explico en el prólogo a este libro «que es una rara avis dentro del panorama de la poesía inglesa contemporánea. Autor prolífico, su exuberancia y excentricidad (también en el sentido geográfico de la palabra: vivió durante más de treinta y cinco años en Falmouth, Cornualles, en el extremo sudoeste de la isla, donde fue profesor en una escuela de arte) parecen haber impedido una lectura crítica atenta y generosa. [...] Redgrove es un poeta eminentemente sensual, obsesionado por la riqueza y multiplicidad del mundo físico, empeñado en celebrar cada uno de sus detalles y fundirlos de la mano de la exaltación sensorial. Si Charles Tomlinson es un poeta de la mirada, Peter Redgrove lo es del olfato, del gusto, del tacto. Amante de la hipérbole y el humor negro, sus poemas son una celebración del extrañamiento y la sinestesia. A ello no es ajeno un componente onírico que acerca el trabajo de Redgrove al de los surrealistas».

Pienso que estas líneas pueden dar una idea de la naturaleza de esta poesía. Si queréis saber más sobre su autor, hay una sucinta entrada en Wikipedia que ofrece algunos datos suplementarios, en especial de sus primeros años.

Imagino que el libro estará en la calle a mediados de octubre, coincidiendo con la inauguración de la exposición de Zumeta en la galería. Entretanto, ahí os va un pequeño adelanto que ojalá despierte vuestro interés.


Peter Redgrove

EN EL HUERTO

Manzanos como una colonia de coral
tras los cálidos muros de arenisca
que les permiten madurar. Debatimos

en susurros la oscuridad
destilada en los frutos,
la carga temblorosa del ramaje
como pechos palpables bajo una blusa verde.

Igual que duerme el ojo
duerme el fruto en sus párpados exactos,
hasta que muerdo la penumbra y la torno blanca,
proclamando
«Hágase la luz».

Versión de J. D.