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jueves, abril 01, 2021

los poemas en el umbral de sylvia plath

 

El joven poeta Javier Gil Martín coordina con buena mano la sección de poesía de la revista Adiós Cultural, dirigida por Jesús Pozo y Nieves Concostrina. Y a finales del año pasado tuvo la gentileza de plantearme una entrevista por escrito sobre mi traducción de Ariel, de Sylvia Plath. El resultado se publicar en el número de marzo de la revista (que se puede descargar aquí).

 

Comparto ahora aquí la entrevista porque amplía y concreta algunas de las cosas que comenté en su día (a finales de noviembre del año pasado) para la revista Zenda. Y porque, al ser un diálogo por escrito, es casi un artículo a dos manos. La verdad es que el último trimestre del 2020 estuvo, en mi caso, dominado por dos grandes poetas: Anne Carson y Plath. Estos días de Semana Santa parecen un buen momento para recordar esta nueva edición del libro mítico que fue, que sigue siendo, Ariel.

 

 

 

los poemas en el umbral de sylvia plath

conversación con Jordi Doce, traductor de Ariel

 

«Nadie pone en duda, a estas alturas, el lugar central que ocupa este libro en la poesía angloamericana del siglo pasado», dice sobre Ariel, de Sylvia Plath (Boston, 1932-Londres, 1963), Jordi Doce, su más reciente traductor. Y el conjunto, escrito hasta el umbral mismo de la muerte de su autora, sigue despertando el interés lector a más de cincuenta años de su primera edición, que en 1965 preparó póstumamente su marido, el poeta Ted Hughes. Doce ha traducido el libro para la editorial Nórdica, en una hermosa edición bilingüe ilustrada por Sara Morante, que nos permite adentrarnos de nuevo en la poesía última de la poeta estadounidense. Aquí conversamos con el traductor y poeta y traemos dos poemas de Plath en su traducción, «Muerte y Cía» y «Filo».

 

Javier Gil Martín (JGM): Muy buenas, Jordi. En este trabajo concreto estableces un doble diálogo: con Sylvia Plath y su poesía; y con Sara Morante y sus lecturas pictóricas de Ariel. No sabemos si eso ha afectado a tu trabajo de traducción. Dinos cómo lo ves y qué te parece el resultado de esta colaboración con Morante.

 

Jordi Doce (JD): No sé, sinceramente, si se puede hablar de ‘diálogo’ para definir la traducción poética. Es más bien un ejercicio particularmente intenso de lectura, una aproximación personal que no excluye –que no puede excluir– las de otros lectores, incluida la propia autora. Ser traductor implica forjarte una idea más o menos clara de cómo suena esa poesía (y de cómo quieres que suene en tu idioma), qué crees que hace y que dice, cómo se relaciona con otras obras de su tiempo o de su entorno, cómo evoluciona, cómo cristalizan o se formalizan en la lengua ciertas tensiones emocionales, vitales, intelectuales, etcétera. Y eso dirige tu trabajo y se plasma en él, como es obvio. Se trata de ‘escuchar’ la obra en su lengua original, y cuanto más tiempo la hayas escuchado, cuanto más hayas convivido con ella, más fácil y fiable será tu esfuerzo.

 

Por otro lado, traducir, como leer, no es un ejercicio meramente pasivo, reactivo. Uno lleva a la mesa herramientas que provienen de la tradición y busca amparo (de forma natural, sin pensarlo mucho) en los recursos de la poesía en español. No se trata de ‘domesticar’ el original, sino de buscar puntos viables de contacto con obras de tu propio idioma, y también, en otro plano, de crear una lengua literaria persuasiva activando algunos de los instrumentos que la tradición pone a tu alcance.

 

Debo confesar que el diálogo con el trabajo visual de Sara Morante fue más bien escaso, porque los dos partimos del original de Sylvia Plath y solo al final hicimos confluir nuestros esfuerzos. El vértice donde nos encontramos son los poemas mismos en inglés.

 

JGM: Tu relación lectora con Plath se remonta, según has contado tú mismo, muchos años atrás. ¿Crees que, como poeta, esa relación con su escritura ha influido en la tuya de alguna manera?

 

JD: Descubrí la poesía de Plath de manera más o menos simultánea con dos libros: un ejemplar de los Collected Poems de Faber & Faber que compré en una librería de Dublín; y la ya legendaria edición de Ramón Buenaventura en Hiperión. Esto fue hacia 1989, un año antes de publicar mi primer cuaderno de poemas. Así que la poesía de Plath ha estado presente en mis lecturas casi desde un inicio y ha tenido una influencia decisiva, no sé si en muy escritura (sería presuntuoso decir algo así), sino en mi forma de concebir la poesía. Quiero decir que la obra de Plath es un desarrollo natural de la poesía moderna, en la estela simbolista de T. S. Eliot, Wallace Stevens, Ajmátova o García Lorca. Es verdad que mira hacia adelante en el tiempo, que es un hito de la escritura confesional y el ideario feminista, pero las inquietudes formales de Plath (su sentido del ritmo, su forma de ajustar el verso, su noción del símbolo, su visión orgánica del poema, como algo vivo, mayor que la suma de sus partes, etc.) tienen más que ver con Eliot y con Stevens, digamos, que con gran parte de esa poesía más plana y narrativa que se declara heredera suya. El poeta al que más imitó en su juventud es Stevens, y se nota.

 

JGM: En tu ensayo «Los maniquíes de Múnich», recoges unas impresiones de Octavio Paz sobre la generación a la que perteneció la poeta y cómo esta, a pesar de haber vivido un periodo próspero materialmente, se había sumido en la desesperación, que, en el caso de Plath, acabó con su suicidio siendo muy joven: «Todo se disipó menos sus fantasmas», apunta Paz. Háblanos, si te parece, de algunos de los fantasmas que asediaron a la bostoniana.

 

JD: Esas impresiones de Paz, como sabes, no vienen de un ensayo, sino que aparecen en su correspondencia con Pere Gimferrer (Memorias y palabras, 1999). Es un párrafo tan solo, un apunte, pero muy sugestivo, porque parte de un cotejo con sus contemporáneos norteamericanos –Lowell, Berryman, Randall Jarrell, Delmore Schwartz, Elizabeth Hardwick–, que fueron los maestros y predecesores inmediatos de Plath, y señala que estos poetas, que materialmente lo tenían todo y vivían en la economía más pujante del planeta, en ciudades cosmopolitas y campus universitarios muy bien provistos –bibliotecas riquísimas, ayudas, becas, premios, medios de todo tipo–, fueron seres profundamente infelices, atormentados, que soportaron la competitividad del medio universitario y el vacío espiritual de su tiempo con ayuda del alcohol, la promiscuidad sexual y la constante huida de sí mismos. Une lee sus biografías con asombro y piedad. Y se da cuenta de que los poetas ‘beat’ o de la Escuela de Nueva York, todos a su manera, fueron una reacción imperativa a ese vacío.

 

Plath, que es más joven que Ginsberg o Ashbery, no lo olvidemos, absorbe más intensamente, de manera casi acrítica, los valores de esa generación y cae bajo su hechizo: la competitividad extrema, la sacralización de la profesionalidad, el imperativo de «hacer carrera»… Y añade fantasmas de su cosecha: el de su padre, muerto cuando era niña; el de su madre, espejo ante el que afirmarse o exhibirse, pero que necesita romper como sea; la sospecha de su propia falta de centro o de fundamento… Sin olvidar que Plath se educa en una universidad solo para mujeres que refrenda valores conservadores y postula una idea de la mujer como soporte refinado de las iniciativas del hombre; y que es mujer en un entorno muy masculinizado (todos estos poetas que hemos mencionado eran varones) y, por lo tanto, víctima de un machismo estructural.

 

JGM: La muerte es una presencia fuerte en el libro. Más allá de interpretaciones basadas en el trágico final de Sylvia Plath inmediatamente posterior a la escritura del libro, ¿nos podrías apuntar algunas de las formas que toma esta presencia en Ariel?

 

JD: La muerte es una presencia fuerte no solo en el libro, sino en su propia vida desde la temprana desaparición del padre, cuando ella tiene ocho años. Reaparece con fuerza en el verano de 1953, a los veinte, como una tentación inescapable: una sobredosis de pastillas que abre un lugar de calma donde el dolor de la existencia desaparece; o, mejor dicho, que despierta un sentimiento oceánico en el que se diluye el yo, la voluntad se aquieta, el deseo duerme y se alcanza la quietud de la indiferencia. Esa es la imagen de la muerte que aparece en «Filo», y a la que vuelve con su segundo intento de suicidio, esta vez fatal: «la mujer ha alcanzado la perfección». Perfección, sí, porque el ‘ser’ y el ‘estar’ coinciden, al fin, y uno deja de estar sometido al imperativo animal de los deseos corporales y a los espejismos agotadores de una voluntad de superación que nos empuja una y otra vez hacia delante y, por tanto, nos enajena. Y por ahí asoma esa segunda noción de muerte que postula Ariel: es una muerte-en-vida, en realidad, puesto que contamina y pone en entredicho la existencia, se cuela por las rendijas de cada día, de cada acto, para arruinar la simple alegría de vivir y desrealizarnos.

 

JGM: «Filo», que traemos aquí en tu traducción, es un poema liminar, escrito unos días de que acabara con su vida, que parece relatar simbólicamente (escenificar casi) ese momento por venir, aunque, como tú has apuntado, es una «máscara que realza y oculta al mismo tiempo el enigma de esta poesía y de su autora». Así, aunque sea el penúltimo poema de Ariel, es en cierta manera el punto final de su obra y de su vida. ¿Cómo lo relacionarías con el resto de Ariel y con su obra en conjunto?

 

JD: Hay que entender una cosa, y es que el Ariel que conocemos responde a dos momentos creativos muy distintos. Hay un primer momento, entre abril y noviembre de 1962, centrado en el proceso de liberación personal del yo protagonista en el que se mezclan sentimientos de ira, violencia, júbilo, temor y angustia, y que conjura el dolor de la ruptura amorosa con un reencuentro orgulloso consigo misma, con su propia energía oculta. En otras palabras, con su propia naturaleza oscura, reprimida mucho tiempo por convenciones de todo tipo. Así que hay una sensación de angustia, de temor a la soledad, pero también de liberación y de alegría transgresora conforme el yo toma conciencia de su fuerza, su poder, y asiste casi incrédula a este proceso de renacimiento personal.

 

Pero este proceso de renacimiento se pasa de frenada, como si dijéramos, y obliga al yo a enfrentarse con esos fantasmas que mencioné antes. Y, pasada la euforia inicial, lo que descubre es que las palabras no pueden sublimar ni maquillar el absurdo del vivir. En este sentido, Plath es hija del existencialismo de su tiempo. Y los poemas que van desde finales de 1962 hasta apenas la víspera de su muerte, en febrero de 1963, plasman un paisaje frío, desolado, despojado de figuras y de sentido, un paisaje invernal sepultado por el estatismo del cielo y la falta de horizontes. Lo más impactante de «Filo» es su estoicismo, su tono de aceptación y hasta de indiferencia por su propia suerte, como si aceptara como propios el veredicto y la actitud de la luna, «acostumbrada a este tipo de cosas».

 

 

Filo

 

La mujer ha alcanzado la perfección.

Su cuerpo

 

muerto muestra la sonrisa de la realización;

la imagen de la necesidad griega

 

fluye por los pliegos de su toca,

sus pies

 

desnudos parecen estar diciendo:

hasta aquí hemos llegado, se acabó.

 

Los niños, muertos y ovillados como blancas serpientes,

uno junto a cada pequeña

 

jarra de leche ya vacía.

Ella los he plegado

 

de nuevo hacia su cuerpo como pétalos
de una rosa cerrada cuando el jardín

se aquieta y los aromas sangran
de las dulces y profundas gargantas de la flor de la noche.

La luna no tiene de qué entristecerse,
mirando fijamente desde su capucha de hueso.

Está acostumbrada a este tipo de cosas.
Sus negros crujen y se arrastran.

 

 

5 de febrero de 1963

 

 

 





 

 

 
 

lunes, febrero 20, 2017

la caza del carualo





El pasado otoño, coincidiendo más o menos con la publicación de No estábamos allí, vio la luz en Nórdica Libros mi traducción de uno de los poemas narrativos o nonsense poems de Lewis Carroll, The Hunting of the Snark (para nosotros, La caza del Carualo), con las ilustraciones que la artista finlandesa Tove Jannson realizó en la década de 1960 para la célebre editorial sueca Bonniers.

Tengo la sensación, quizá injustificada, de que el libro ha pasado algo desapercibido. Aparte de una reseña entusiasta de Luis Alberto de Cuenca en ABC Cultural, no me consta que hayan aparecido notas en prensa; y la reacción en los medios virtuales ha sido escasa. Por eso me alegró la iniciativa de Joaquín Torán, de la revista virtual Fabulantes, de escribir un largo artículo sobre este divertido y hermoso poema de Carroll que diera cuenta de algunas de sus claves y también de los desafíos que supuso traducirlo. Con ese motivo se puso en contacto conmigo y me pasó un pequeño cuestionario con tres preguntas que respondí por escrito a comienzos de año. El resultado de sus pesquisas es francamente iluminador y puede leerse aquí.

Como el cuestionario es sólo una de las fuentes que maneja (y es citado de manera más bien sucinta), me parece oportuno darlo íntegro en esta entrada. Se explican ahí cuestiones que abordo también en la nota del traductor que acompaña la edición y que quizá merecían desgranarse con más detalle. En todo caso, no me resisto a citar algunas de las estrofas del Pronto VII, que relata la lucha desigual entre uno de los protagonistas del relato, el Banquero, y el monstruo Magnapresa. Es una demostración de por qué lo pasé tan bien traduciendo este poema, aunque a veces el desafío formal terminara consumiendo mis fuerzas y mi paciencia. Buena lectura.


¿Cuáles son las principales dificultades y desafíos que te encontraste traducido un texto como La caza del Carualo, lleno, entre otras cosas, de numerosos neologismos?

Las dificultades que plantea la traducción de un texto como La caza del Carualo son principalmente de naturaleza formal. Es un poema muy blindado formalmente, con un metro y un ritmo muy marcados, rima consonante, aliteraciones, asonancias internas, neologismos y guiños a la propia tradición literaria inglesa, sobre todo la literatura infantil y de viajes, que tanto auge tuvo en el siglo diecinueve, tan aficionado a las misiones científicas y las exploraciones de nuevos territorios.

Como explico en la nota del traductor, «un poema como The Hunting of the Snark no admite medias tintas y sólo puede traducirse en una prosa más o menos literal, rítmica y elocuente, o intentando crear –hasta donde sea posible– un poema medido y rimado con resabios clásicos». Lo que quiero decir con esto es que uno puede optar sencillamente por recrear en prosa la historia que cuenta el poema de Carroll, ya que el relato –digamos– tiene interés por sí mismo y se basta para entretener al lector y hacerle pasar un buen rato. Es una opción legítima, y yo entendería que cualquier editorial optara por ella.

La otra alternativa, que es la que hemos adoptado en este caso, entiende que Carroll escribió un poema narrativo con todas las marcas formales de la poesía tradicional, y que hay un margen amplio en nuestra tradición poética para ensayar algo parecido en español: esas marcas formales no están ahí para estorbar u oscurecer el sentido sino para enriquecer la experiencia del lector y subrayar la comicidad del relato, sus coqueteos con el absurdo. En última instancia, los neologismos de Carroll (las famosas «palabra maleta» de las que habla en su prefacio) eran lo de menos; quiero decir que no suponían mayor problema. Por ejemplo, opté por «Carualo» (Caracol+Escualo) en vez de por «Carabón» porque me parecía un término más dócil o manejable dentro del cauce impuesto por los versos endecasílabos. Pero crear los correspondientes neologismos en español fue infinitamente más sencillo que traducir el poema como lo hice, en cuartetos de endecasílabos con rima consonante en los versos pares. Creo que hice bien, aunque a veces me pregunté si no me había excedido siendo tan rígido. Pensaba: si hubiera optado por el alejandrino… Pero las limitaciones agudizan el ingenio, y debo decir que terminé disfrutando enormemente con la tarea. El placer del trabajo literario está en relación directa con la magnitud del desafío.


¿Te has tomado alguna licencia a la hora de realizar la traducción? Si es así, ¿cuál (o cuáles)? Asimismo, ¿consultaste para tu trabajo otras traducciones, quizás a otros idiomas?

No consulté ninguna traducción, ni al español ni a otros idiomas. Me bastó con la edición de Martin Gardner y el rastreo en los diccionarios (sobre todo de términos náuticos o relativos a la caza). Toda traducción debe tener una lógica o congruencia interna, es decir, debe fluir de principio a fin con un mismo tono de voz, una atmósfera, un cierto sentido del ritmo… Lo bueno de la traducción literaria es que puede haber varias soluciones satisfactorias a un mismo problema. Y otro traductor puede haber dado con una solución estupenda que funciona muy bien en su contexto pero no en el contexto de mi trabajo.

No cabe traducir un poema semejante sin tomarse algunas licencias, siempre que no sean excesivas ni atenten contra su sentido final. Lo comento en la nota del traductor: «No he dudado en aprovechar las rimas internas y aliteraciones que iban surgiendo casualmente, sin pensar, conforme iba leyendo y traduciendo. Si me he tomado alguna (pequeña) libertad ocasional con la letra, ha sido siempre con permiso de la música y con pie en ella». El traductor de Carroll (bueno, cualquier traductor) tiene que hacer caso de los azares y guiños creativos que le salen al paso; es preciso que haya un elemento de frescura y casi de improvisación en el trabajo si no queremos caer en la rutina y el aburrimiento. Ahora bien, el texto original ha sido en todo momento mi guía, también para saber priorizar qué es lo importante en cada momento: a veces se trataba de conservar el sentido literal; otras, de reproducir con otros medios, o dando un pequeño desvío, el efecto que buscaba el autor; y otras, en fin, de recrear la capacidad cómica o la dosis de absurdo de una imagen o una situación.


¿Qué quisieras destacar del poema de Carroll?

Carroll es un maestro trabajando en varios planos a la vez: el poema es un cuento infantil algo perverso, un relato burlesco que parodia los libros de viajes de su tiempo, un ensayo metafísico y una especie de crucigrama narrativo con enigmas que han despertado toda clase de interpretaciones (y seguro que Carroll, allá donde esté, no para de reírse con la inventiva de algunos de sus críticos). Lo que me gusta del poema es su sentido del humor –oscuro, hiperbólico, disparatado– y esa capacidad que tiene para mirar a sus personajes con una mezcla de ironía y ternura piadosa. Y algunos golpes de efecto, como el célebre «mapa en blanco», que se han hecho justamente célebres.


 […] Y el Banquero, movido por un brío
que a todos sorprendió por novedoso,
echó a correr y se perdió de vista
ansioso por hallar a su coloso.

Con dedales y esmero iba y venía…
Mas salió un Magnapresa de la nada
que hizo gritar de pánico al Banquero
cuando vio que su suerte estaba echada.

Le ofreció un gran descuento, y luego un cheque
(al portador) por libras diecisiete;
mas redobló su ataque el Magnapresa
y al Banquero infeliz puso en un brete.

Sin pausa ni descanso —pues frumiosas
chascaban las mandíbulas al vuelo—
fue brincando, cayendo y tropezando
hasta dar con sus huesos en el suelo.

Su horrendo grito a los demás atrajo
y el Magnapresa huyó con gran oprobio;
y el Heraldo exclamó: «¡Me lo temía!»,
sonando el cascabel con gesto sobrio.

Atónitos, le ven tiznado el rostro:
nada pervive de su viejo aspecto.
¡Hasta el chaleco está blanco del susto!
(Y muy digno de asombro es en efecto).

[…]