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Willys de Castro. Torsión, 1958. Colección Patricia Phelps de Cisneros
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El pasado viernes 18 de enero, el
Círculo de Bellas Artes de Madrid acogió el homenaje que escritores, colegas y
amigos rendimos al editor Sergio Gaspar tras el cierre de DVD Ediciones. Sabedor de que mis colegas de mesa (mis queridos Eduardo Moga, Juan Manuel Macías, Manuel Rico y Javier Lostalé) glosarían con elegancia y precisión
la trayectoria personal y profesional de Sergio –como
así fue–, opté por
salirme un poco por la tangente y escribir este centón o ristra donde aparecen,
sin orden ni jerarquía, no pocos de los títulos de la colección de poesía y
alguno de la de narrativa, más los títulos de los tres libros de poesía que
Sergio ha publicado hasta hoy. No pretende ser otra cosa que un juego, aunque,
como me ha escrito algún amigo, es una manera «de que los títulos homenajeen a
su editorial, de que el catálogo cante en honor del catalogador». El juego, por lo demás, es también un intento de combatir esa melancolía que inspira siempre la desaparición de una realidad cercana, y más cuando se trata de una editorial que nos ha permitido respirar mejor, más anchamente, durante casi veinte años. Dan ganas de decir, como un viejo monárquico: DVD ha muerto, viva DVD.
Un centón para
Sergio Gaspar y DVD Ediciones
Esta estancia en las afueras a
la que ahora debemos renunciar, que cerramos con llave a regañadientes para que
quede intacta a nuestras espaldas, tiene y no tiene autoría. La fueron haciendo, con la tenacidad del hombre constante, las horas y los labios, la
voz que murmulla a las tres de la
madrugada y ese adulto extranjero
que ensaya, frente al espejo convexo,
una pronunciación desconocida que
quizá sea su autorretrato más
genuino, pues al fin y al cabo sabemos bien que yo es otro, se llame Aben
Razín o Rengo Wrongo. Es el mismo
adulto que, navegando a solas por la
habitación, ha llegado a convertirse alguna vez, sin poder evitarlo, en el invitado incómodo de sí mismo.
En esta estancia todo guarda una rara coherencia, como si la viéramos con
una lente de gran angular: paredes
color cobalto, un lucernario, un muro con inscripciones que reproduce, en miniatura, algunas
pintadas del muro de Berlín, un
tablero de corcho con el mapa de América,
fotos de los dos en la playa, ella con su primer
bikini, un retrato de familia en el
invernadero de nieve con el gato que
sólo quería a Harry… Formas débiles
que vacilan en la penumbra, que la piel
del vigilante rozó apenas al salir con prisa y que parecen, de lejos, un
escenario con las pruebas del delito.
Detrás de una puerta hay otra estancia, que es la misma mitad de la anterior. En su sombrío armario hay un espejo
negro y allí, a la luz de un fósforo
astillado, tan fino y tenue que parece el hilo de nadie, podemos ver las
máscaras que ha colgado de una percha el
hombre que salió de la tarta, las hormigas
sin sombra que corren por la esquinera, papeles casi subterráneos con el borrador de tres
poemas, el dinero que cogerá de
la mesa, de un manotazo, el que desordena,
antes de contemplar, desplegado frente a él, el fin de semana perdido en un ejercicio triunfante de porno ficción. El mismo que, tras pasar la noche en blanco, sin licencia ni límite, revela en la
pantalla su carne de píxel.
Ahora todo se ha fundido en negro y la lengua se ha vuelto ciega,
pero no hay cuidado. Esa estancia
vivirá impresa en la memoria de los lectores, del huésped panorámico que somos todos al leer. Los que, por más señas, de tanto vadear ríos y no
hacer pie aprendimos a medir el peso de
los puentes y la tara que
soportan. Los que sabemos cómo perder
y terminar el día con el barro en la
mirada. Los que combatimos la falta
de lectura con poemas a la hora de
comer y escribimos en nuestra vigilia breves
historias de la sombra. Los que observamos, con ojos de entomólogo, la lenta construcción de la palabra, y a
ratos perdidos vamos dando forma a nuestro vitral
de voz.
No haya, pues, golpes en el pecho (feroces o no) ni heridos
graves. No echemos leña al fuego.
El mundo no se acaba, ciertamente,
aunque se nos haga un poco más pequeño, más hostil. No es la última noche de la tierra ni la destrucción de la mañana. Sólo una nueva revisión de la naturaleza, ley de vida. No hay que hacer ninguna autopsia. Poetry is not Dead. La poesía, que son los nombres del tiempo, que es el diario de la luz, que es amor
tirano.
Hace
triste,
eso sí. Nos esperan, desde ahora –huyendo de las invasiones, esas que recoge el libro de las catástrofes donde
nuestros hijos aprenderán a leer–, el cielo
sin mácula, la errancia a campo abierto
bajo un sol de sal, el tránsito hacia un país lejano y sus fronteras
de niebla, sus montañas de niebla,
el bosque lácteo de la noche donde
brilla el hierro de la luna, la
estrella que señala el norte magnético
sobre las tiendas de fieltro.
El camino es largo, da vueltas y
revueltas mientras en el cielo de Mercia
se levanta, sorda y remota, la tormenta.
Alguien dice: ¿Estás seguro de que no nos
siguen? Otro duerme, intranquilo, el
sueño del monóxido. Un tercero dibuja pequeños
círculos en la tierra. El cuarto pregunta: ¿Dónde? Un quinto susurra para sus adentros: Dime qué.
Heredemos la sabiduría de las brujas. Cultivemos la astucia del vacío. Persistamos en la adoración, de todo y de todos, de nada o de nadie. Escuchemos la
corriente subterránea del mundo.
Escribamos, en fin, apuntes para un
futuro manifiesto.
Después
de todo,
lo que queda es esto, todo esto.
leído en el Círculo de Bellas
Artes el 18 de enero de 2013