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viernes, abril 10, 2020

cuaderno del encierro / 21

viernes, 10 de abril

Hoy es Viernes Santo y se cumplen cuatro semanas de encierro efectivo. Es verdad que el estado de alarma se decretó el sábado 14 de marzo, pero las señales ya eran nítidas desde al menos dos o tres días antes. Recuerdo haber salido con la bicicleta la tarde del jueves 12 y encontrarme con el barrio prácticamente desierto y un aire de sospecha en las calles. Había que ser muy necio para no darse cuenta de que la cosa iría a peor y de que tomaríamos el mismo camino que Italia. Fue una semana extraña, en la que los acontecimientos, como dicen los periódicos, «se precipitaron». La revivo ahora porque este cuaderno se abrió el domingo 15 y tengo la sensación de que algo le falta: ese preludio tenso de apenas unos días, ese vaciado repentino del barrio, la rapidez mecánica –como de llama sobre mecha– con que los anuncios se encadenaron y nos vimos, de pronto, confinados en nuestros hogares. Recuerdo también haber ido a Barajas la noche del martes 10 (fuimos a recoger a Paula, que venía de Florencia cuando estaba a punto de cerrarse el tráfico aéreo entre Italia y España) y pasarme todo el trayecto entre el aparcamiento y la terminal tomando precauciones. No me sentí ridículo, porque ya entonces vi a muchos con guantes y mascarillas. Lo que no imaginé fue la rapidez con que todo se iría desenvolviendo.
     Ahora, pasado un mes, oteamos el horizonte y nos preguntamos cómo será, o, mejor dicho: qué será de nosotros. Está claro que nos queda otro mes de encierro, como poco. Y saberlo agrava la sensación de incertidumbre, esa bruma de augurios contrapuestos que en el caso de los trabajadores culturales es un smog más tóxico que el de las novelas de Dickens. Algunos responsables políticos han empezado a hablar de una salida gradual del estado de alarma, de una «desescalada» progresiva. Los cambios en el lenguaje oficial siempre son interesantes. Si antes se abusaba de las metáforas bélicas –que siguen de moda, por cierto–, ahora el léxico parece extraído del ámbito del montañismo: de la insistencia inicial en «aplanar la curva» hemos pasado a vocablos como «pico, cumbre, planicie, desescalada»… Claro que la única montaña o cordillera que muchos de estos gestores han visto es la línea quebrada de una gráfica, pero eso da igual. Por lo mismo, nadie sabe muy bien en qué consiste esa desescalada progresiva, pero a fuerza de repetirlo puede que el mantra haga su efecto. Suena a que tienen miedo de que un regreso demasiado rápido nos haga trastabillar y caernos al vacío. O de que el exceso de oxígeno se nos suba a la cabeza. Desde luego, la metáfora está llena de posibilidades: ¿Sabremos descender sin dejar descolgados a nuestros compañeros? ¿Nos sorprenderá una ventisca por el camino? ¿Encontraremos el campamento base tal y como lo dejamos? Todo son incógnitas. Lo único cierto es que vivimos en una gráfica.


Recibo un mensaje de tranquilidad y buenos deseos encabezado por tres versos en inglés. Son de un poema no muy conocido de Yeats, «The Curse of Cromwell» («La maldición de Cromwell») y dicen así:

I came on a great house in the middle of the night,
Its open lighted doorway and its windows all alight,
And all my friends were there and made me welcome too.

     En la traducción de Antonio Rivero Taravillo (editada por Pre-Textos):

Me encontré una mansión en mitad de la noche,
Y la puerta abierta iluminada y sus ventanas encendidas,
Y todos mis amigos estaban allí y me dieron la bienvenida.

     Son versos hermosos y hasta reconfortantes. Pertenecen al último libro que publicó en vida, New Poems (1938) –el mismo donde se incluye «Lapislázuli», por cierto–, y pienso que Yeats tiene siempre, hasta de viejo, esa fuerza del sentimiento puro, ese vínculo directo con la inocencia del joven animal que busca el calor y la compañía de los suyos. Pero entonces voy a su Poesía completa y me doy cuenta de que el poema, lejos de quedarse ahí, acoge ese mismo espacio de purgatorio que dio nombre a su último drama. Todo era un sueño. Esa mansión iluminada y esos amigos expectantes son un espejismo nocturno que no tarda en esfumarse:

But I woke in an old ruin that the winds howled through;
And when I pay attention I must out and walk
Among the dogs and horses that understand my talk.

     Es decir:

pero me desperté en unas viejas ruinas por entre las
     que aullaba el viento,
y cuando presto atención debo salir y caminar
entre los perros y caballos que entienden lo que digo.

     Todo era sueño, sí. Como los que siguen poblando mis noches de durmiente discontinuo. Y aunque tengo una imaginación bastante menos vívida o gótica que Yeats, confieso que algunos despertares se me están haciendo difíciles, y más en estos días ociosamente festivos, y más aún cuando me asomo a la ventana y veo caer la lluvia con opulencia cantábrica. No veo «viejas ruinas» ni escucho aullar al viento, pero sí noto amargura en mis apuntes, una tristeza que a veces toma la forma de la puya o el quiebro irónico. Supongo que es este girar del tiempo sobre sí mismo. O que algunas de las entradas más extensas, justamente por serlo, se han infectado del virus terrible de la opiniomanía (si algo sobra en este mundo son columnistas, tutólogos, y no tengo ninguna gana de sumarme a ese club). No, no, mejor guardar silencio, por un par de días al menos, y así dar tiempo a que las cosas vuelvan a su cauce, o a su quicio. Dejemos el apocalipsis para otra vez. De momento, voy a preguntarle a Paula si quiere ver conmigo la nueva adaptación de La Guerra de los Mundos.

jueves, octubre 11, 2018

w. b. yeats / recuerda la belleza olvidada





Cuando te estrecho entre mis brazos
arrimo al corazón una belleza
que se extinguió del mundo hace ya mucho;
coronas enjoyadas que al huir sus ejércitos
los reyes arrojaban a lagunas sombrías;
cuentos de amor que damas soñadoras
hilvanaban con seda
en telas que ha mordido la polilla asesina;
rosas que desde siempre
las doncellas prendían a su pelo,
lirios frescos como el rocío
que las damas lucían por pasillos sagrados
donde el incienso alzaba tales nubes
que sólo Dios podía abrir los ojos:
pues aquel pecho pálido y aquella mano persistente
provienen de una tierra más sumida en el sueño,
de un tiempo más sumido en el sueño que el nuestro;
y cuando entre dos besos tú suspiras
escucho suspirar a la blanca Belleza
por la hora en que todo ha de morir como el rocío,
mas llama sobre llama, abismo sobre abismo
y trono sobre trono, sumidos en letargo,
el peso de la espada en sus férreas rodillas,
cavilan sus altivos misterios solitarios.


trad. J.D. / el original, aquí



El que algunos lectores afines se hayan acercado a esta bitácora se debe, en gran medida, a las versiones poéticas que he ido compartiendo a lo largo de los años. Así que tocaba ya retomar esa veta de mi trabajo literario, y lo hago con uno de los poemas más impúdicamente románticos y «medievalistas» de W. B. Yeats, de su libro El viento entre los juncos, publicado en 1899, en ese primer momento de plenitud artística y creativa que lo puso al frente del llamado renacimiento celta. También Yeats, como nuestro Juan Ramón Jiménez, renegó en parte de la opulencia retórica y el tono sentimental de su poesía de juventud, pero este «He remembers Forgotten Beauty» [«Recuerda la belleza olvidada»] sigue siendo un poema hermoso, capaz de encerrar (y preservar) en unos pocos versos la fuerza melancólica de su amor por Maud Gonne. Nadie escribe ya poemas semejantes, la verdad; y quizá por eso disfrutamos aún más de su lectura.

domingo, abril 17, 2016

w. b. yeats / la belleza viviente


 
 
John Collier, Lady Godiva, c. 1897


Pujé, pues se agotaron la mecha y el aceite
y yacen congelados los cauces de la sangre,
por que mi corazón descontento gozara
de bellezas fraguadas en un molde de bronce
o de aquella que emerge en mármol deslumbrante,
que emerge, pero vuelve a irse cuando nos vamos,
y es más indiferente a nuestra soledad
que cualquier espejismo. Qué viejos somos, corazón;
la belleza que vive es de los jóvenes:
no podemos rendirle su tributo de lágrimas salvajes.


trad. J.D. / el original, aquí

sábado, febrero 01, 2014

in memoriam





Se acabó por fin enero. Un mes terrible, la verdad, que se ha cebado con su guadaña en la poesía y los poetas: Juan Gelman, José Emilio Pacheco y, más cerca de casa, Fernando Ortiz y Félix Grande, dos grandes escritores y dos ejemplos, me parece, de saber estar en la vida y en la literatura. No tuve ocasión de tratar mucho a Félix, pero en mis pocos encuentros con él siempre me impresionaba el timbre y la cadencia –sabia, mesurada– de su voz, el imán sereno de su conversación. Como dice José Luis Piquero en su bitácora, «se quedaba uno hipnotizado».

Cuando un poeta se muere, nuestro mundo se hace un poco más pequeño, más inhóspito. Hay una merma en los depósitos de conciencia vigilante con que afrontamos el día a día. Quedan, sí, sus palabras, esas que, según Auden, «se alteran en el vientre de los vivos», porque son raíz y alimento de los que han quedado atrás. Triste consuelo, dirán algunos, pero no es verdad; las palabras son la base misma de esa conversación incesante que es la literatura, el hilo de plata que nos une más allá de otras diferencias.

Y menciono a Auden porque también otro gran poeta, Yeats, murió un mes de enero. De hecho, el pasado martes 28 se cumplieron 75 años de su muerte en Roquebrune-Cap-Martin, un pueblo de la Costa Azul francesa. Apenas unos días después, ya en febrero, Auden escribiría su famosa elegía al poeta irlandés, la misma que incluye uno de sus versos más citados (y quizá malinterpretados): Poetry makes nothing happen. Hoy, sin embargo, me quedo solo con la primera parte del poema, que tiene esa mezcla de emoción, piedad, distanciamiento clínico y lucidez mental tan característica de su autor. Sirva para despedir y celebrar la obra de nuestros poetas, que nos han dejado, sí, «en lo más crudo del invierno», con más frío del que hace bajar los termómetros. Descansen en paz. Y démosles nueva vida en nuestras lecturas.



En recuerdo de W. B. Yeats

Nos dejó en lo más crudo del invierno:
Los arroyos estaban congelados, los aeródromos casi desiertos,
Y en las plazas la nieve desfiguraba las estatuas;
El mercurio se hundió en la boca del día moribundo.
Los instrumentos de que disponemos coinciden en decirnos
Que el día de su muerte fue un día oscuro y frío.

Lejos de su dolencia
Los lobos recorrían los bosques de coníferas
Y al río campesino seguían sin tentarle los muelles elegantes;
Gracias al luto de las lenguas
La muerte del poeta no llegó a sus poemas.

Fue su última tarde como el hombre que había sido,
Tarde de cuchicheos y enfermeras;
Las provincias del cuerpo se le alzaron en armas,
Las plazas de su mente se vaciaron,
El silencio invadió la periferia,
La corriente de su emoción sufrió un cortocircuito; se convirtió
[en sus admiradores.

Ahora se halla disperso en más de cien ciudades
Y dejado a la suerte de querencias ajenas
A fin de hallar su dicha en otros bosques
Y ser penalizado por un código de conciencia extranjero.
Las palabras de un hombre muerto
Se alteran en el vientre de los vivos.

Con todo, en la importancia y el ruido del mañana,
Cuando en el parque de la Bolsa los agentes aúllen como bestias
Y los pobres padezcan las penurias a las que están bastante
[acostumbrados,
Y todos, en su propia celda, respiren casi persuadidos de que son libres,
Un puñado de miles evocará este día
Como se evoca el día en que uno hizo algo ligeramente excepcional.

Los instrumentos de que disponemos coinciden en decirnos
Que el día de su muerte fue un día oscuro y frío.


Traducción J.D. / El original, aquí

domingo, diciembre 29, 2013

yeats / su alabanza


¿Qué sería de las navidades sin unos versos de Yeats? Hacía tiempo que no publicaba un poema suyo en esta bitácora. Este en concreto apareció por vez primera en Los cisnes salvajes de Coole (1919) y es uno de los últimos rescoldos de su amor por Maud Gonne, escrito quizá cuando estaba a punto de contraer matrimonio (en 1917) con Georgie Hyde-Lees. En cualquier caso, es una criatura extraña, un poema amoroso con toques anecdóticos y un fondo –muy al fondo– de leve humor.

Sirva en cualquier caso para cerrar el año y dar la bienvenida al que viene. Que no nos sea leve, pues eso significaría que la sangre no corre por nuestras venas. Pero que tampoco nos abrume con un peso excesivo, no vaya a acostumbrarse. Feliz 2014 a todos.




Entre quienes merecen alabanza es ella la primera.
He deambulado por la casa, he ido de un piso a otro
como un hombre que edita nuevo libro
o una joven que estrena traje nuevo,
y aunque he manipulado la charla con astucia
de forma que su elogio saliera a colación,
una mujer terció con un cuento reciente, tomado de algún libro,
de un hombre medio envuelto en un sueño confuso
que apenas conservaba memoria de su nombre.
Entre quienes merecen alabanza es ella la primera.
No hablaré más de libros ni de la larga guerra
sino que pasearé junto al árido espino hasta que encuentre
a un mendigo escondiéndose del viento, y allí hablaré con él
de modo que su nombre termine apareciendo.
Si tiene harapos suficientes sabrá su nombre
y lo dirá con gusto, pues en los viejos tiempos,
aunque obtuvo el elogio de los jóvenes y la censura de los viejos, 
entre los pobres fue alabada igualmente por jóvenes y ancianos.


Trad. J. D. / El original, aquí.

domingo, diciembre 16, 2012

yeats / los hombres ganan con los años





Vencido estoy bajo mis sueños,
un maltrecho tritón de mármol
a la intemperie, entre las aguas;
y todo el largo día miro
la belleza de esta mujer
como si un libro me ofreciera
el retrato de una belleza,
contento de saciar mis ojos
o los oídos perspicaces,
feliz de ser un sabio, pues
los hombres ganan con los años;
y aun así, aun así,
¿es todo un sueño, o la verdad?
¡Ah, si la hubiera conocido
en mi vehemente juventud!
Mas envejezco entre mis sueños,
un maltrecho tritón de mármol
a la intemperie, entre las aguas.

 
trad. J.D. / el original, aquí.

viernes, octubre 19, 2012

yeats / navegando hacia bizancio

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Caligrafía de Philippa Dow


I

Aquel no es un país para viejos. Los jóvenes
unos en brazos de otros, pájaros en los árboles
–esas generaciones moribundas– cantando,
cascadas de salmones y mares de caballa,
aves, peces o carne celebran en verano
cuanto ha sido engendrado, nace y muere.
Sujetos a esa música sensual todos descuidan
los monumentos de la mente inmarchitable.


II

Cosa indigna es un viejo, un abrigo andrajoso
montado en una estaca, excepto cuando el alma
bate palmas y canta, y canta con más fuerza
por cada desgarrón de su mortal vestido,
pues no hay escuela para el canto, sólo estudiar
los monumentos de su propia magnificencia.
Y por ello he cruzado los mares y venido
a la ciudad sagrada de Bizancio.


III

Oh sabios congregados en el fuego divino
tal figuras murales en un mosaico de oro.
Venid a mí del fuego, girando en la espiral,
para ser los maestros de canto de mi alma.
Purgad mi corazón; enfermo de deseo
y uncido a un animal agonizante,
no recuerda quién es; y encomendadme
al artificio de la eternidad.


IV

Fuera de la naturaleza no tomaré mi forma
corpórea de ningún objeto natural
sino de aquellas formas que los orfebres griegos
crean forjando el oro y en oro recubriéndolas
a fin de prevenir la modorra imperial;
o ponen a cantar en un árbol dorado
ante las damas y señores de Bizancio
los hechos que pasaron, pasan o pasarán.



trad. J. D. / el original, aquí
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miércoles, febrero 08, 2012

yeats / heaney / minerva





Está ya en las librerías el número 19 de la revista Minerva del Círculo de Bellas Artes, correspondiente a este primer cuatrimestre del 2012. Y no sólo en las librerías, porque hoy mismo se ha colgado íntegramente en la página web del CBA. Un número tan bien surtido que es casi un prodigio (puedo decirlo, que conste, porque yo no la coordino), con páginas dedicadas al trabajo de artistas magrebíes contemporáneos, una entrevista con el poeta francés Bernard Noël (de quien se ofrecen poemas inéditos) a cargo de Miguel Casado y Olvido García Valdés, otra (un rescate de hace años) con Olivier Messiaen y una tercera con la gran Cristina García Rodero, una conversación entre Miquel Barceló y Alberto Anaut… Sin olvidar un breve artículo de Nacho Vegas sobre Bob Dylan y el lúcido ensayo que el crítico japonés Shigeiko Hasumi dedica a John Ford.

Por la parte que me toca, he tenido la fortuna de poder coordinar un pequeño dossier dedicado a William Butler Yeats con motivo de la exposición que la Embajada de Irlanda organizó en el CBA la pasada primavera, coincidiendo con el Día del Libro. Y qué mejor para dar consistencia a esas páginas que una colaboración de Seamus Heaney: un viejo ensayo de finales de los años ochenta en el que habla del vínculo de Yeats con el lugar, en concreto con la torre normanda que compró en 1916 y que figura con tanta fuerza en su poesía de madurez (hasta el punto de dar título a uno de sus mejores libros, La torre, publicado en 1928).

Todos recordamos aún la espléndida edición de la Poesía reunida de Yeats que Antonio Rivero Taravillo publicó hace cosa de año y medio en Pre-Textos. Pero la poesía, que es lo más importante, no lo es todo, y quedan aún por difundir buena parte de los dramas teatrales que dio a la escena a lo largo de su vida. El último de ellos, y quizá uno de los más terribles, es Purgatorio, escrito en 1938, poco antes de su muerte. Es asombroso, en verdad, que Yeats, casi a punto de cumplir los setenta, escribiera una obra tan intensa y fulgurante como este breve drama de un acto, en verso, cruzado por la idea del eterno retorno y un fatalismo pesimista que no puedo evitar relacionar con aquellos famosos versos de «El segundo advenimiento»: «los mejores carecen de toda convicción, mientras que los peores / están llenos de brío apasionado».

Me he dado el gusto, sí, de poder traducir ambos textos para la revista: un privilegio y un homenaje. Os invito a leerlos en pantalla y, si os gustan, a comprar la revista. Pero, en realidad, os invito a leer todas y cada una de las páginas de este número de Minerva. Hay joyas ocultas a cada paso.

miércoles, diciembre 07, 2011

yeats / ¿luego qué?

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Los amigos que tuvo en el colegio
pensaban que sería un hombre célebre;
de la misma opinión, vivió sin tacha,
llenando su veintena de trabajo.
«¿Y luego qué?», cantó el fantasma de Platón, «¿y luego qué?»

Todo lo que escribió fue bendecido
y más tarde llegó la recompensa,
dinero acorde a sus necesidades,
amistades que fueron para siempre.
«¿Y luego qué?», cantó el fantasma de Platón, «¿y luego qué?»

Sus más felices sueños se cumplieron,
una pequeña finca, esposa, hijos,
tierras que dan repollos y ciruelas,
ingenios y poetas a su paso.
«¿Y luego qué?», cantó el fantasma de Platón, «¿y luego qué?»

«Cumplí con mi labor –pensó ya viejo–,
fiel a mi plan; así rabien los necios,
nada me desvió de mi camino,
algo conduje hasta su perfección.»
Pero más fuerte cantó el fantasma: «¿Y luego qué?»




Este poema de Yeats, incluido por vez primera en New Poems (1938; fue el último libro que su autor publicó en vida), es una conclusión que en realidad no concluye nada. Es también la confesión de un perpetuo insatisfecho, o de alguien para quien ningún logro vital puede nada contra la muerte, contra la terrible certeza de la muerte. Y es que pocas veces se explica que la inmensa vitalidad de la poesía última de Yeats se desprende, precisamente, de su no menos inmensa lucidez. Se habla con cierta reserva burlona de sus intereses esotéricos y de su afición a la astrología, de su gusto por rodearse de jóvenes atractivas, de la operación de Steinach a la que se sometió en 1934 para recuperar el vigor sexual, de su falta de realismo político, etcétera, pero nada de todo eso tiene mucha importancia cuando se lee la serie de «la loca Jane», por ejemplo, o poemas como «La deserción de los animales del circo», donde Yeats confiesa la impotencia de la vejez, el agotamiento de quien, tras una vida rica en deseos y experiencias, se ve obligado a recostarse como un mendigo «en esta inmunda trapería del corazón».

En última instancia, quizá lo que más me atrae de «What Then?» es el modo en que Yeats confiesa su ambición y su orgullo (mundanos pero también creativos: era perfectamente consciente del valor de su escritura), para hacerlos pasar de inmediato bajo la horca caudina de una pregunta fatídica: ¿Y qué? ¿De qué sirve nada frente al ideal, frente a la aspiración absoluta del ideal? Un absoluto cuyo reverso –cada vez más cercano, cada vez más apremiante y repulsivo– es la muerte. Como si la muerte fuera un imán
capaz de hacer saltar la chispa del poema, transmitir su voltaje a las palabras.
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viernes, octubre 07, 2011

yeats / 2 poemas breves

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John Duncan (1866-1945)



reprende al zarapito

No lances tu chillido al aire, oh zarapito,
o lánzalo tan sólo al agua del Oeste;
pues tu chillar me trae a la memoria
finos ojos ardientes y sus largos cabellos
palpitando pesadamente sobre mi pecho.
Bastante mal hay ya en el chillar del viento.



oye el grito de las juncias

Me aventuro por la orilla
de este lago desolado
donde el viento aúlla en las juncias:
Hasta que no se rompa el eje
que sostiene a los astros en su ronda,
y las manos arrojen a lo hondo
los pendones del Este y el Oeste,
y se desciña el cinto de la luz,
no ha de yacer en sueños
tu pecho junto al pecho de tu amada.


trad. J. D.; aquí, allá, los originales.
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viernes, julio 15, 2011

hasta agosto


Han pasado quince días desde mi última entrada y debo reconocer que es poco lo que puedo aportar a esta bitácora a estas alturas de curso. Ha sido un año muy intenso y está uno cansado, rendido casi, con la sensación de haber cerrado un pequeño ciclo después de la publicación de Perros en la playa. Y, aunque hace ya casi diez años que abandoné la docencia, mi cuerpo y mi mente siguen todavía el ritmo del curso escolar. Llega julio y parece que todo lo importante puede esperar unas semanas para reactivarse. Así que me despido hasta finales de mes. Esta bitácora se abrirá de nuevo a comienzos de agosto, después de una necesaria y merecida tregua de al menos quince días.

Entretanto, os dejo con uno de mis poemas favoritos de Yeats, uno de los pocos que escribió en la década de 1900-10 y que anuncia su estilo de madurez, y también con la generosa y atenta reseña de Perros en la playa que el escritor Tomás Sánchez Santiago publicó el pasado sábado 9 de julio en el suplemento literario de El Norte de Castilla. No está en la red, así que es preciso pulsar dos veces en la imagen para que aparezca a un tamaño que permita su lectura. Un texto que, más acá de los elogios, resulta modélico por su atención al detalle y su complicidad, su voluntad para entender que ha originado un libro, cuál es el territorio en el que quiere insertarse. No en vano Tomás publicó hace años Para qué sirven los charcos (Del Oeste Ediciones, 1999), libro en el que percibo una sensibilidad –una respiración, un estar en el mundo y en la palabra– muy cercana a la de mi libro. Leedlo si tenéis ocasión; no os arrepentiréis.

Gracias a todos por vuestra compañía y vuestra lectura a lo largo del curso. Os deseo lo mejor para el verano. Nos vemos a la vuelta.




w. b. yeats

la maldición de adán

Estábamos sentados, un día de finales de verano,
aquella dulce y bella mujer, tu amiga íntima,
y tú y yo, hablando de poesía.
«Un solo verso puede llevarnos horas –dije–,
pero si no parece algo pensado en un instante
todo nuestro coser y descoser es en vano.
Mejor arrodillarse sobre la médula del hueso
y fregar suelos de cocina o picar piedra
como un viejo indigente, a la intemperie;
pues dedicarse a articular dulces sonidos
es trabajar más duro que ellos, y sin embargo
ser tildado de vago por la ruidosa camarilla
de clérigos, maestros y banqueros
que los mártires llaman mundo.»

..........................................Y entonces
aquella bella y dulce mujer por cuya causa
muchos descubrirán la angustia del amor
cuando escuchen su voz discreta y dulce
replicó: «Ser mujer es saber
–aunque en la escuela nadie nos lo diga–
que hemos de trabajar para estar bellas».

«Es verdad –respondí– que no hay cosa admirable
desde la caída de Adán que no requiera un gran esfuerzo.
Recuerdo amantes convencidos de que el amor
debía ser tal muestra de alta cortesía
que suspiraban y citaban con semblante estudioso
precedentes tomados de viejos y hermosos volúmenes;
aunque ahora esa labor parezca más bien vana.»

La mención al amor nos sumió en el silencio;
vimos morir los últimos rescoldos de la tarde,
y en el aguamarina temblorosa del cielo
una luna, gastada como una concha que lavara
la marea del tiempo cuando fluye entre las estrellas
y rompe luego en días y años.

Me invadió un pensamiento que sólo tú debías escuchar:
que eras hermosa, y que yo me esforzaba
por amarte en la antigua y noble doctrina del amor;
que alegre había parecido todo, y aún así nuestros corazones
estaban tan exhaustos como aquella luna vacía.


Trad. J. D.

El original, aquí.
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