Fermin
Herrero, En la tierra desolada, Madrid, Hiperión, 2021, 88 págs.
Desde hace
justamente veinticinco años, con la aparición de Echarse al monte, libro
que obtuvo el premio Hiperión en 1997, la obra de Fermín Herrero (Soria, 1963)
es uno de los secretos mejor guardados de nuestra poesía. La aparición sigilosa
de En la tierra desolada a mediados del año pasado confirma esta
anomalía y nos acerca el nuevo capítulo de una escritura que ha ido haciéndose
a su aire, sin forzamiento ni guiños de época. Y que ha logrado, con la
madurez, un equilibrio envidiable y nada frecuente entre naturalidad y hondura,
elocuencia y rigor expresivo.
En la tierra
desolada tiene mucho de
cuaderno de campo: piezas breves, casi todas de diez versos, sin título y
divididas en cuatro partes de quince poemas cada una («La ceguera»,
«Desprendimientos», «Contagio», «Cómo repoblar los taludes»). Se leen como
anotaciones sueltas, impresiones de alguien que conoce bien el terreno y
consigna lo que ve, lo que siente, lo que se deja escribir. Aquí el
protagonista es el campo de Castilla, sus plantas y animales, sus pueblos vaciados,
su léxico (arguilla, escernida, socarra, bajerada), las viejas costumbres
campesinas, el sondeo tenaz de quien está en el secreto («Indagar es ya el
encuentro») y nos lo va diciendo con palabras justas, medidas, pero también con
la respiración ancha de las tierras altas: «He bebido del manantial tumbándome
de bruces / a su vera, según es ley».
Abre el libro una nota
elegíaca o introspectiva que llega incluso a la autoacusación, como en su
recuerdo de la crueldad infantil («guiados / por su revoloteo, a tientas, los
matábamos / con unos palos, simplemente por crueldad»). Es una «ceguera» que
los poemas van curando lentamente (es su misión) conforme avanzamos por ellos.
Con todo, resulta difícil
espigar versos de un conjunto que lo mismo se repliega en el verso elíptico, lapidario
(«Lo decible es tan poco») que se abre en anchos periodos oracionales que
evocan a Claudio Rodríguez, uno de sus maestros. El tono es sereno,
contemplativo, pero convive con transiciones rápidas que nos hablan de un
diálogo constante entre el adentro y el afuera, el mundo y quien lo vive: «Dejo
correr, limpísima, el agua».
Publicado
originalmente en La Lectura de El Mundo, 8 de abril de 2022.