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jueves, julio 28, 2022

paseos por la cara oculta de la imaginación

 

 

Carlos Edmundo de Ory, Aerolitos completos, edición de Carmen Sánchez y Laure Lachéroy, prólogo de Ignacio F. Garmendia, Cádiz, Firmamento, 2022.

 

 

El muy recomendable Práctica de la emoción, tomo que recoge la correspondencia entre los poetas Rafael Pérez Estrada y José Ángel Cilleruelo, se abre con una carta del malagueño que apostilla, refiriéndose a Carlos Edmundo de Ory: «Es increíble la estupidez de un país que se permite el desperdicio de tener a uno de sus locos más lúcidos en el exilio». La nota de Pérez Estrada está fechada en febrero de 1986, así que el exilio al que se refiere es más bien espiritual, la incapacidad testaruda de nuestra poesía reciente para orientarse en torno a sus mejores voces. Casi cuatro décadas después, la situación es más propicia, pero sin exagerar. De Ory murió en 2010 sin uno solo de los reconocimientos oficiales que tanto nos gustan en España. Con todo, tres libros publicados sucesivamente al final de su vida ayudaron a reparar años de desdén: la generosa antología poética Música de lobo (2003), los tres tomos de su diario (2004) y el volumen con todos sus aforismos, Los aerolitos (2005).

 

Digo la palabra «aforismo» y me doy cuenta de su inexactitud en este caso. Los «aerolitos» de Ory desbordan el perímetro natural de un género ya impreciso por definición para desplegar el ideario o manifiesto personal de su autor. Aquí, como en botica, hay de todo: en palabras del prologuista de este volumen, Ignacio F. Garmendia, «imágenes, paradojas, requiebros líricos, analogías, formulaciones irónicas o a veces crípticas»… A lo que cabe añadir: citas ilustrativas, desplantes, juegos de palabras, bromas privadas y obsesiones (como, por ejemplo, anotar el modo en que ciertas figuras del pasado hallaron la muerte). Lo que importa aquí es la rapidez del trazo, su fulguración, que lo libera de todo engolamiento o tentación de solemnidad. En de Ory y hay siempre un trasfondo de humor, la ligereza del niño que juega y al hacerlo aligera la carga del vivir. Lo que no quita para que el poeta nos hable muy en serio: «Hay días que parecen noches»; «¿De qué color es el vacío?».

 

El poeta José Ramón Ripoll nos recuerda la doble filiación de la palabra «aerolito», en la que confluyen dos voces griegas: aer, «aire, pero también oscuridad», y litos, «piedra arrojadiza, y al tiempo, piedra preciosa». Para Garmendia, es un término afortunado por «su doble connotación material y celeste, su implícita referencia a la velocidad y el vértigo, a la procedencia remota y el impacto impredecible».

 

El linaje del poeta, más que en la vanguardia (que también), está en la gran tradición romántica y visionaria europea, a la que inocula un gusto muy suyo por el disparate y la greguería ramoniana. Él mismo definió estos fragmentos como «perlas del cráneo llenas de corazón». Y una emoción cordial las recorre de principio a fin y le permite soslayar el peligro letal de la abstracción. Como su admirado Blake, de Ory es una paradoja andante, un materialista inconfeso que responde a los dictados de la imaginación y sabe ver el mundo en un grano de arena. Como a Blake, a de Ory no le interesa demostrar, sino mostrar. Algunas de estas entradas son meros asertos, sintagmas que limitan con el enigma o el desplante: «Estornuda una hormiga»; «La mosca es el diablo»; «La abeja descarriada»… Otras, más personales, nos permiten entrever algo de la intimidad de su creador: «Los árboles negros de mi espíritu». Otras, en fin, son migas de pan de su poética: «No digo palabras, hago palabras».

 

Esta edición definitiva de sus Aerolitos completos es una ocasión inmejorable para volver al centro emocional de su escritura. Preparada con esmero por Carmen Sánchez y Laure Lácheroy (viuda y compañera cómplice del poeta) con el respaldo expreso de la fundación gaditana que lleva su nombre, recoge un total de 2.450 textos, «254 de los cuales no habían visto la luz hasta ahora». La labor de cotejo y fijación textual no ha debido ser fácil, pero el resultado vale la pena. No hay página de la que el lector no salga con una sonrisa, pensativo o maravillado ante el don oryano para el relámpago verbal y la sorpresa feliz. Es como si nuestro poeta fuera capaz de convertir en «aerolito» todo lo que toca y piensa y escribe. Leyéndolo, he recordado a otro gran raro, el francés Julien Gracq, cuando anota (en Nudos de vida): «Nadie comulga de verdad con la literatura si no tiene la sensación de que, en literatura, el todo está presente en la más pequeña parte». Así es, justamente.

 

 

Publicado en La Lectura de El Mundo, 8 de julio de 2022.

 

 


 

 

Yo soy poeta, o sea, nada que sirva para nada que tenga nada que ver con el dinero y la mierda del mundo.

 

 

 

Los camiones en la noche llenos de personalidad.

 

 

 

Sueño palabra que sueña.

 

 

 

Cuando el cartero me trae una carta yo quiero al cartero por su generosidad anónima más que a la persona que me escribe.

 

 

 

La sangre fría de las puertas.

 

 

 

Inventa tu familia.

 

 

 

La inspiración es recordarle a Dios que existe.

 

 

 

lunes, abril 05, 2021

parole parole

 

Seguí el consejo de mis padres de no conversar con extraños, y dejé de escucharme.

 

 

 

Desconfía de aquellos que te animan a decir la primera palabra. Aspiran a tener la última.

 


domingo, marzo 28, 2021

migas

 


 

El ciego, que vuelve a escabullirse detrás de la cortina de sus ojos.

 

 

 

La última vez que lo vi, había salido de caza. Echado en el suelo, entre rastrojos, dejaba que los gorriones le picotearan la oreja.

 

 

 

No ha parado de hablar desde que entró en el vagón. Veinte minutos de casuística legal que no dejan un cabo suelto ni un pelo fuera de sitio. «Vamos a ver, el papel lo aguanta todo», le espeta a su cliente. Un abogado, claro. Y cuántos de nosotros le estaremos dando la razón sin saberlo.

 

 

 

Han pasado quince años, y aún hoy, en el sueño, el desdén de C. al saludarme. Y los ojos astutos y altivos de su mujer, que no era la suya –la que le conocí en aquel tiempo–, pero que le iba a C. como un guante…

 

 

 

Silencio del entusiasta. La lengua hinchada del elogio no le cabe en la boca.

 


martes, julio 02, 2019

sobre el aforismo


Jamás he tenido la impresión de escribir aforismos, ni mucho menos de ser eso que ahora se llama aforista (creo incluso que la palabreja sigue sin tener curso legal en la RAE). Sé que en mi juventud me fascinaban, como no han dejado de hacerlo desde entonces, los textos discontinuos, los libros de fragmentos, de líneas o párrafos sueltos y arropados por grandes espacios en blanco. Era una atracción más visual que conceptual, desde luego, aunque ese gusto temprano del mirar por las manchas de tinta debe de decir algo sobre mi forma de leer, de acercarme o entender el texto. Quizá fuera la atracción de un saber que uno intuía ahí, cifrado en aquellas manchas, el imán de una brevedad que parecía condensar o concentrar recorridos más amplios. Quizá fuera que uno adivinaba, como una sombra parapetada detrás de los espacios en blanco, la tercera dimensión del tiempo, esa penumbra de limos en suspensión que avanza con las aguas del río.

La provincia del hombre de Canetti en la vieja edición de Taurus; los dos volúmenes de los Carnets de Camus publicados por Alianza; los Aforismos (estos sí) de Lichtenberg en la colección «Breviarios» del Fondo de Cultura Económica (no me daba cuenta, entonces, de que el traductor era Juan Villoro); la edición de Ideolojía en Anthropos; pero también los poemas de Jacques Dupin en la colección color crema de Cátedra, ciertos pasajes de La invención de la soledad de Paul Auster… El fragmento era o se me volvió talismánico por muchas razones: su intensidad, su capacidad de sugerencia, su aura de pecio salvado del naufragio, pero también ese don refinado para articularse en unidades superiores y dialogar de manera oblicua o intermitente con sus alrededores.

Justamente lo que menos me interesaba de aquellos fragmentos era su sospechosa facilidad, en otros autores, para convertirse en máxima, sentencia grave (grave the sentence deep, como escribió con ironía William Blake, jugando con el otro sentido del vocablo inglés «grave»: «tumba»). Me parecía una reducción no solo injustificada, sino deprimente, de su capacidad polisémica y su ambigüedad, que es como decir su potencia poética. Y así vamos llegando a uno de los meollos del asunto, que es el peso que la poesía, la imaginación poética, tiene en la configuración y el desarrollo del fragmento… y, por extensión, del aforismo.

Recuerdo el tono agresivo y hasta impertinente con que reseñé, en su día, El cazador de instantes, un libro de aforismos que Rafael Argullol publicó en Destino allá por 1996. Era joven, ignorante (es decir, atrevido) y tenía la mala costumbre de escribir lo que pensaba, pero recuerdo dos aspectos de aquel libro que aún ahora me inspiran desconfianza: el autor había numerado cada aforismo, de modo que el libro adquiría un aire equívoco de misal o devocionario laico; y la prosa estaba perfectamente redondeada, con una sintaxis ampulosa que no dejaba ningún fleco, ningún cabo suelto. El número parecía un podio sobre el que aforismo se incorporaba para enunciar una verdad que se quería profunda, grave, pero aquel joven lector solo tenía ojos para el ritmo y el acabado de la prosa. Y ese ritmo y ese acabado daban una impresión de solemnidad que resultaba contraproducente: barniz para las piedrecillas de la obviedad.

No he vuelto al libro de Argullol (de quien he leído con placer y admiración muchas otras páginas), pero si lo menciono aquí es porque su forma de concebir o realizar el aforismo estaba en las antípodas de mi ideal: el filo mellado de lo incompleto; el chispazo de lo que surge por capricho, sin deliberación; su insolencia y gratuidad; su rechazo de cualquier forma de énfasis y su carácter asistemático (escribió una vez el poeta Antonio Martínez Sarrión, y es frase que no he olvidado desde entonces, que el aforista debía tener «un talento de síntesis fulgurante y la ductilidad de un danzarín»). Si el aforismo enuncia una posición moral, lo hace no de manera deliberada o explícita, sino por ser justamente escritura al margen, volandera. Creo que por eso nunca he publicado un libro de aforismos en sentido estricto: Hormigas blancas y Perros en la playa son cuadernos de campo que incluyen anotaciones de diario, reflexiones más o menos ensayísticas, viñetas costumbristas, notas sueltas, fragmentos y aforismos, todo en alegre revoltijo, sin mucho orden y desde luego sin jerarquías. Son libros que se pretenden cercanos a la vida, no solo por el tono o los temas de muchas anotaciones, sino por su misma estructura fronteriza, heterogénea, ese revoltijo fatal que suele ser –en correspondencia– nuestro día a día.

Y volvemos por ese lado a la poesía, claro. Porque si la poesía es un ingrediente del aforismo como punto de partida (ese saber mirar o estar en el mundo que distingue al poeta), lo es también como horizonte, como inclinación afectiva: los aforismos ajenos y propios que más valoro aspiran a la condición de poesía y se dejan imantar por ella; son como limaduras que al saltar por los aires y recolocarse dibujan el retrato de los deseos y obsesiones de su autor.

Dice el poeta canario Francisco León que «los aforismos no pueden ser tomados como leyes para los demás, sino como expresiones de deseo para quien los escribe». Es así, exactamente. Y esa «expresión del deseo», por la misma fuerza o justeza de su decir, se inserta en la textura del deseo de los lectores. La verdad del aforismo depende directamente de la felicidad de su expresión, sí, pero se nos impone porque la imaginación que lo anima habla el lenguaje del deseo, es decir, habla con el deseo del lector y lo despierta. El aforismo no existe para enunciar leyes ni presuntas verdades universales, sino para alumbrar –dar a luz– ese nudo confuso de afanes, obsesiones y heridas mal cicatrizadas que nos constituye. Es algo profundamente personal que, sin embargo, en virtud del carácter social del lenguaje, termina implicando a otros. Y esos «otros», por definición, siempre serán minoría, una comunidad de soledades y afinidades electivas que se reconocen mutuamente entre el gentío.

Debo añadir, por último, que nunca me ha gustado leer aforismos sueltos, aislados, esas frases de almanaque que solían aparecer en nuestras libretas escolares y ahora infestan las redes sociales. Creo sinceramente que el aforismo necesita y hasta exige acompañantes, ser una hormiga en el desfile y no una miga de pan abandonada. El contexto, en este caso, lo es todo. Quizá porque el efecto del aforismo –su sentido– es cumulativo, como las gotas calcáreas que terminan formando la estalactita. Pero también, y más importante, porque el libro es el resultado de un proceso por el cual escritura y vida deciden, no siempre de buen grado, qué puede decirse, qué debe ir dentro y qué fuera. Y eso, lo de fuera, es lo obstinado, lo irreducible, lo que no puede masticarse ni disolverse en palabras y nos obliga a seguir escribiendo. El proceso se prolonga en el tiempo, se vuelve tiempo, y todo lo que contiene se vuelve más legible, más comprensible, cuando se observa en conjunto, en ese marco temporal que crece y se abre sin dejar de hospedarnos. El contexto lo es todo porque es nuestra vida, escrita y no escrita. Y ahí seguimos.

martes, mayo 17, 2016

azahara alonso / bajas presiones






Este es el texto que redacté para la presentación del libro Bajas presiones (prólogo de Marta Agudo, Trea, 2016), de Azahara Alonso, que tuvo lugar el sábado 7 de mayo en la Librería Los Editores. Finalmente no lo leí, o no del todo, pero me vino bien tener los folios en las manos como «seguro de habla». Lo comparto ahora, agradeciendo una vez más a Azahara su confianza en mi lectura.


Permítanme que comience con esta confesión. No es fácil abordar críticamente un libro de aforismos, como no lo es hablar de ninguno de los géneros breves. Cuando el discurso es más extenso y sintácticamente elaborado que la materia de que trata, se corre el riesgo de decir más y peor, o de volver a decir de manera trivial y redundante, lo que otro ha dicho con precisión memorable. Es verdad que no estoy hablando de un aforismo, sino de un conjunto de ellos –de todo un libro, en realidad–, pero ustedes me entienden. El aforismo es un alfiler que se inventa la mariposa clavada en él, y explicarlo puede ser tan ridículo como aclarar un chiste o tan mezquino como desvelar un truco de magia.

Bajas presiones es un libro peculiar por varias razones. Ante todo, porque es el primer libro de su autora, y el hecho de que el libro inicial de un escritor lo sea de aforismos ni es habitual ni es lo esperable. Resulta, de hecho, más bien insólito. Así de mano, sólo recuerdo el caso de José Bergamín, que se estrenó en 1923 con El cohete y la estrella. Pero la escritura juvenil de Bergamín tenía mucho que ver con la doble imantación literaria de Juan Ramón Jiménez, que fue un poco su padrino –al que luego traicionó, como es preceptivo–, y de las greguerías de Ramón Gómez de la Serna. Los libros de aforismos suelen ser productos laterales, o licores destilados de una cierta experiencia vital y literaria. Lo diré con un juego de palabras: más que cantos de la experiencia a la manera de Blake, son notas aisladas, compases sacados fuera de contexto pero que iluminan ese contexto desde fuera.

Pero la extrañeza es doble cuando se repara en que Bajas presiones no es una colección de ocurrencias ni de juegos de palabras ni de greguerías ni de agudezas irónicas tan al uso, sino el fruto de un ejercicio continuo y refinado de pensamiento, de una visión muy determinada de la vida y la literatura, es decir, y en resumidas cuentas, de una actitud moral. En sus páginas puede haber –y de hecho hay– golpes de ironía, chispas de ingenio y la imagen más o menos sugerente o extravagante, pero el conjunto está imantado por la mirada pasional y escéptica de una moralista. Dicho de otro modo: es el libro de alguien que debe recurrir a la literatura para denunciar las carencias y las limitaciones de la palabra; una palabra que, por lo pronto, nos sirve para sobrellevar la vida. Se abre así el círculo vicioso perfecto: porque vivir es también enfrentarse una y vez a las carencias y limitaciones de la existencia. Y para ello recurrimos a todo tipo de maniobras de distracción, empezando por la literatura.

Lejos de ser una simple colección de fragmentos, Bajas presiones está ordenado y estructurado de manera cuidadosa, deliberada, con algo parecido a estribillos que lo pautan de principio a fin. Con imágenes que recurren y obsesiones (el insomnio de las cinco de la mañana, el paraíso, los aviones, las estrellas, los libros, los días sin sol, Sísifo) que van y vienen en forma de variaciones sobre un mismo tema. Y con un tono personal –esto es importante– que lo unifica y le da nervio, intensidad. Un tono que oscila entre el orgullo y el desengaño, la fiereza y el autocastigo, que puede ser desafiante («Uno no puede hacer literatura si no aprendió antes a deletrear Faulkner») y a la vez desencantado. Como buena moralista, su autora piensa sobre todo a la contra, sin concesiones ni coquetería, con picos de ironía y hasta de sarcasmo que es la primera en aplicarse a sí misma. Como bien dice: «Moralista es quien se ríe de su tragedia». Es una buena definición del libro, que podría combinarse con estas otras: «Mi espacio está en el recorrido de la frase»; «Escribimos porque no tenemos respuesta». Y, como ejemplo de ese pensar agonista o antagonista ya señalado: «La predilección por ciertos autores nace del deseo de asociarse contra algo».

Hay, desde luego, frases de carácter puramente sentencioso, como hay también pequeñas fugas hacia la ocurrencia o la frase desnuda y enigmática («Un libro abierto es un cuervo»), pero son variaciones, breves excursiones que lejos de difuminar el efecto global del libro lo hacen más intenso y perentorio. Son breves remansos que permiten cambiar de ritmo, o mejor dicho, reactivar el principio de picoteo que es consustancial al trato con un libro de aforismos.

Dije antes que el libro está recorrido –suturado, en realidad– por una serie de presencias recurrentes que le confieren unidad: esos «días sin sol» con los que se abre –días de «bajas presiones», en efecto– se van repitiendo cada ciertas páginas y están, creo yo, asociadas a ese deseo infantil de aviones, de estrellas, de aquellos elementos que pueden comparecer en un cielo despejado. Señales, me parece entrever, de un paraíso perdido que no sé si es el de la infancia, pero que en todo caso comparece con nombre propio a lo largo del libro y que da al conjunto intensidad emocional, que es como decir que alienta al fondo de sus renuncias y negaciones, como esa –rotunda, inequívoca– de la sílaba en que se cierra: «No».

Se trata, en fin, de un paraíso de cielos despejados que se nubló pronto y que ya es irrecuperable, porque en parte era falso. Como decía uno de los barrocos hermanos Argensola: «Ni es cielo ni es azul». Un verso que Azahara, no menos barroca y abrumada por el paso del tiempo, no menos consciente de la vanidad de vanidades que es la existencia humana, viene a glosar así: «La convivencia con las nubes educa en la aceptación de las amenazas del cielo». Y es que algún momento, muy pronto, cae una sombra eliotiana que lo desbarata todo. De igual modo que las terribles cinco de la madrugada «son el agujero negro de los días» y por eso, en otro momento, «le caen a Sísifo a los pies. Una a una», una conciencia temprana de la vida nos la arruina para siempre. Y estos aforismos son el modo en que uno va construyendo respuestas que por definición son parciales, sucesivas, pero también complementarias.

Bajas presiones pertenece a esa clase de libros que no se eligen escribir, sino que se imponen, que nacen dictados por la fatalidad. Como dice su autora: «Un escritor que elige sus temas no es más que un cronista»; y más adelante: «Un escritor que elige sus temas es como una puerta sin bisagra», que yo entiendo como que no lleva a ningún sitio, no nos permite salir de la celda de una subjetividad que, mal encauzada, puede devenir en solipsismo. En este sentido, es un libro de aprendizaje, lo que no quiere decir que sea el libro de una aprendiz. Aquí hay madurez vital y literaria, conciencia plena de hasta qué punto el aforismo exige sencillez, elegancia y precisión. Como escribió el poeta inglés Charles Tomlinson en unos versos que no me canso de citar: «No tiene que haber nada / superfluo, nada que no sea elegante / ni nada que lo sea si sólo es eso». Este libro cumple del todo con esta condición, y lo hace con aplomo y ecuanimidad, asumiendo sin quejas ni caídas su cuota de desengaño y violencia tácita. Abrir este libro, como quiere su autora, es convertirlo en un cuervo impasible que nos dice al oído: Nevermore. Y disfrutar con todos los matices que es capaz de dar a las palabras no, nada, nunca.




miércoles, marzo 23, 2016

elias canetti / contra la muerte




Los apuntes de Elias Canetti se dieron a conocer en España en 1982 con la publicación de La provincia del hombre. Carnet de notas 1942-1972 en la colección de ensayo de la editorial Taurus. En el marco de una serie que dio a conocer libros de Adorno, Eliade, Ricoeur o Benjamin, este «carnet de notas» representaba una cierta anomalía. No se estaba ante un ensayo ni un estudio sistemático, ni siquiera ante un compendio más o menos coherente de piezas sueltas, sino ante un enjambre de apuntes, ocurrencias, notas de lectura y aforismos ordenados cronológicamente que, para colmo, se presentaba como subproducto de una obra mayor (Masa y poder, 1960) cuya primera edición española había pasado desapercibida (Métodos vivientes, Barcelona, 1977). El libro, pues, tenía un aire testamentario que no hacía sospechar que era el primer capítulo de un proyecto más vasto (en el volumen de las Obras completas dedicado a sus Apuntes, La provincia del hombre ocupa un tercio del total). A lo que contribuía el que su autor no dudara en pronunciarse a menudo ex cátedra, con la autoridad que le otorgaba una vida de intensa actividad intelectual.


Quizá lo más anómalo de esa autoridad es que provenía de alguien que se negaba a definirse como filósofo –antes bien, que decía «desconfiar» de los filósofos, digamos, profesionales– o como experto en ninguna de las ramas del saber humanístico. No, Canetti insistía en definirse como un autor de ficciones que había dedicado treinta años a un proyecto titánico: el estudio de la masa como fenómeno ligado a las estructuras de poder y los órdenes sociales. El resultado era un libro desigual, de naturaleza poco académica, que procedía más por el principio de analogía que por el de síntesis, que gustaba más de la anécdota significativa que de la lógica de la argumentación.


Canetti se concibe también como un ensayista puro, empeñado en no dar nada por sabido, jugando a ser un poco el buen salvaje que prefiere hacerse preguntas ingenuas antes que dar por cierto un argumento de autoridad. Por no hablar de la repugnancia que le inspira el cientificismo y cualquier forma de pensamiento dogmático. Su único capital es la curiosidad, la tensión intelectual, su afinidad electiva y una inmensa capacidad para leer y activar con la imaginación la secreta red de correspondencias que rige el mundo. Por ahí se entiende la importancia del mito en su trabajo: el mito como pensamiento originario, como realidad que atrae y repele a la vez las interpretaciones, que genera una plétora de discursos incapaces de agotarlo o de iluminarlo por completo.


Donde Canetti se siente a gusto es en entornos fallidos o incompletos, en el espacio que abren proyectos hiperbólicos como el suyo propio; en este sentido, es un hijo más de Nietzsche, cuya luz recibe mediante el prisma interpuesto, entre otros, por Kraus, Musil o los expresionistas. Lo asistemático alienta también en los relatos de los pueblos primitivos –vivero de incitaciones que encapsulan toda el vigor del pensamiento mítico– o en libros raros como las Vidas breves de John Aubrey, el diario de Hebbel y Specimens of Bush Folklore de los lingüistas Bleek y Lloyd. Hay en él, lector omnívoro, un recelo visceral de la pedantería libresca, de toda forma de afectación destinada a reducir la importancia formativa de la experiencia vital. Y aquí su enemigo explícito es Borges, a quien llama «sus antípodas»: «No me gusta nada Borges. No choca con piedra. La reblandece». De nuevo emerge su vena de buen salvaje que desconfía del intelecto puro y cree ver en sus edificios conceptuales un espejismo. Parece que vislumbraba con claridad –y temía, con una mezcla de espanto y de desdén– el fondo nihilista y disolvente que anida tras la máscara de las ficciones borgesianas.


En sus apuntes, Canetti convierte de manera explícita el odio a la formalización y los sistemas cerrados en odio a la muerte. En rigor, no hay diferencia: el sistema y la muerte son manifestaciones de un mismo fenómeno («Nada hay más horrible que la unicidad. ¡Oh, cómo se engañan todos esos supervivientes!»). Tan pronto trazamos límites o cerramos fronteras, reconocemos la existencia de la muerte y su derecho a actuar sobre nosotros, esto es, a cerrar la frontera de nuestras vidas. El afán de sistematización no es sino deseo de servir a la muerte, despojándola de sus atributos más horrendos, convirtiéndola en un accidente más de la existencia, algo natural y esperado. Se entiende así que dedicara más de treinta años a su estudio de la masa: la magnitud del proyecto impedía un final inmediato y actuaba, en cierto modo, como un seguro de vida. Su resistencia a formalizar datos y extraer conclusiones actúa como razón y fuerza motriz de la existencia: cerrar el libro es rendirse ante la muerte.


La existencia ideal se basa en la agregación. El mapa de los apuntes se asemeja a un racimo o una constelación: todo le rodea, todo excita su curiosidad, todo lo aparta de sí… pero para verlo mejor. Busca la amplitud, la diversidad, pero una diversidad en la que cada elemento se muestre entero, irreducible, sin maquillajes ni artificios. Lo que quiere son frases sencillas pero a la vez duras como pedernales, enigmáticas. Mientras se mantengan a distancia unas de otras, hay esperanza; mientras graviten a nuestro alrededor, la muerte no podrá romper el cerco. Cada frase es un ladrillo en el muro alzado contra la muerte: no sólo ofrecen una resistencia casi obsesiva a ser interpretadas o incluidas en un marco formal que lime sus aristas, sino que el autor vive su distancia de ellas como un retraso forzado del final y, por tanto, como vigilia o motivo de tensión: «Todo lo inacabado era mejor. Te mantenía en vilo y descontento».


Canetti se aparta de manera visible de las vetas centrales del aforismo, signadas bien por un tono sentencioso y cercano a la máxima, bien por el ingenio mordaz, el jeu d’esprit y la observación costumbrista. Esto se aplica no sólo a la tradición francesa –de la que sólo parece salvar a Joubert–, sino a escritores centrales en su formación como Lichtenberg y Stendhal. De Lichtenberg, en concreto, aprecia la sequedad irónica, la dureza de las frases (en las que se «choca con piedra»), su capacidad para juzgarse con la misma impiedad con que mira el mundo. Pero en Lichtenberg las frases, siendo partes de una totalidad conjetural, son autónomas y están completas, contienen las claves que permiten comprenderlas y ponerlas en relación con el mundo al que apostillan. Litchtenberg no amaga: no amenaza con un golpe para luego retirar la mano. En Canetti, en cambio, abunda no sólo la frase incompleta, que amaga un sentido elusivo, sino también la gestualidad pura y dura, esto es: la declaración de intenciones, el brindis al sol, la simple enunciación de un deseo. Sí, los carnets incluyen apuntes muy diversos (notas de lectura más o menos detallada de obras clásicas; mini-cuentos o fábulas truncadas; pequeñas observaciones de este o aquel personaje, convertido en categoría), pero su clave musical es el autor hablando consigo mismo, aplaudiéndose o increpándose, ordenándose decir tal cosa, dirigiendo el movimiento de su conciencia y su deseo. Esta clave se hace más audible conforme pasan los años, acompañada de un gusto creciente por la brevedad y la expresión trunca. El impulso autoexhortativo se alía con una gestualidad que suele complacerse en la mera exposición, frases breves o sintagmas nominales que refieren una realidad desnuda de contexto y desarrollo: «Inventar cosas de poca monta»; «Beneficios de la conciencia»; «Ilusiones como olores»; «Seres vivos hechos de juramentos», etc.


Canetti convierte la nota en un género volitivo: su ser es un querer ser, un acto de fe; y también un movimiento simultáneo de repliegue y de búsqueda del lector, a quien se ignora y se requiere para que complete la propuesta de sentido del texto. Este movimiento alcanza su paroxismo en el libro póstumo Libro de los muertos (Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores, Barcelona, 2010), summa de las notas, fragmentos y aforismos que escribió sobre y contra la muerte y que leemos, en gran parte, como una acumulación reiterativa de frases en las que se limita a exponer o constatar ese odio. Cierto es –siendo justos– que hay un intento accidental de revisar la noción de la muerte en la Biblia y la mitología grecolatina, en ciertas tragedias clásicas, en la configuración del pensamiento cristiano y nuestro modo de contar(nos) la Historia. Pero tan cierto es que nada dice sobre asuntos como la muerte digna, el dolor y la enfermedad terminal, la indignidad de la agonía y la aflicción de la carne, en absoluto marginales para un repensar contemporáneo de la muerte. Las notas de este Libro de los muertos son momentos de un diálogo continuo consigo mismo en el que su autor se exhorta a seguir y se reafirma en la necesidad de un libro semejante. A veces duda, pero sólo para rehacerse de inmediato: «¿Aún más parloteo? ¿Para qué? ¿Consuelo?». Y luego: «Rechazar a la muerte (rechazar la declaración)»; «Más simulaciones. ¿Salvaciones? Ninguna». Y al fin: «Podría ser que nada cuente, excepto tu convicción. // Podría ser que estés destinado a ser verdugo de la muerte y nada más. // Por eso callas durante tanto tiempo: porque no hay nada más que estés destinado a decir».


La dimensión de brindis al sol se vuelve omnipresente y despierta el fantasma de la megalomanía; se llega al extremo de condenar por «abominables» todos los intentos del pensamiento por reconciliarnos con la idea de nuestra muerte inevitable, que configuran una de las vetas más poderosas de nuestra propia tradición intelectual. ¿Es que Canetti pretende decirnos que basta con negar a la muerte, que basta con que él niegue a la muerte, para exorcizar su influjo? Desde luego, tomada en sentido lato, esta pretensión se nos antoja ridícula; pero en sentido figurado, leída a la luz del pensamiento mítico tan querido por él, se vuelve más fértil: el libro como un elenco de enigmas que inducen a la reflexión –y la identificación– imaginativa, pero que a la vez se sustraen a la tarea disgregadora de la razón crítica. Es decir, que se sustraen expresamente a la labor del tiempo: para nuestro autor, lo deseable es que cada una de sus frases tenga la opacidad y la capacidad de sugerencia de un petroglifo.


La lectura de Libro de los muertos arroja, en fin, una curiosa luz retrospectiva sobre la totalidad de los apuntes; nos permite entenderlos mejor y discriminar su calidad genuina. Pero sobre todo aclara el peculiar modo de modernidad de esta escritura: un querer ser, una proyección de futuro que es a la vez huella fósil, un eco del origen que solo siendo hipérbole se ve capaz de proyectarse sobre el presente.

  
Publicado en la revista Quimera, núm. 388, marzo de 2016, pp. 21-23.





lunes, noviembre 09, 2015

el aforista


José Luis Trullo ha tenido la gentileza de plantearme algunas preguntas sobre el aforismo en su revista virtual llamada, precisamente, El aforista. Este «cuestionario Chamfort», al que he intentado responder por breverías, para no desentonar, va acompañado de una pequeña muestra de mi trabajo en el género (aunque a los lectores habituales de esta bitácora gran parte de esa muestra os resultará familiar). Y, por si fuera poco, Trullo reseña brevemente Perros en la playa en compañía de los nuevos libros de Mario Pérez Antolín (Oscura lucidez) y de mi querido amigo Elías Moro (Algo que perder). Estoy de enhorabuena. Gracias, José Luis, por tu hospitalidad.

sábado, octubre 17, 2015

volver


Algunas frases que han ido a volcarse, un poco al azar, en mi cuaderno. Las reúno aquí para delimitar el espacio propicio donde esta bitácora pueda volver a respirar, no sé por cuánto tiempo. Cruzaré los dedos:



Thoreau: «Conoce tu propio hueso, mordisquéalo, entiérralo, desentiérralo, y sigue royéndolo con los dientes».



Orlando González Esteva (en carta de hace algunos días): «La inteligencia alarma a quienes les avergüenza un tanto, como debe ser, tenerla».




Miguel Fisac (creo que leído en un periódico): «La arquitectura es el aire que queda dentro de lo que construimos».




Francisco León (2009): «Los aforismos no pueden ser tomados como leyes para los demás, sino como expresiones de deseo para quien los escribe. En eso creo: escribo mis aforismos como “lemas de memoria” que trato de aplicar únicamente en mi escritura».


lunes, junio 10, 2013

aforisma, que algo queda




Corre desde hace semanas por las mesas de novedades un libro que viene a llenar una pequeña laguna en nuestra literatura reciente. Se titula Pensar por lo breve. Aforística española de entresiglos (1980-2012), lo publica la editorial asturiana Trea, y es exactamente lo que dice en la cubierta: una antología de los aforistas españoles que han publicado su trabajo a lo largo de las últimas tres décadas. Su autor, José Ramón González, profesor de literatura española en la Universidad de Valladolid, ha hecho la selección después de haberse leído hasta la más pequeña colección de astillas verbales que alguien haya tenido la ocurrencia de publicar entre nosotros, y ha escrito un estudio previo que es un modelo de orden, claridad expositiva y sutileza conceptual: el tema lo exige, la verdad, porque pocos géneros plantean tantos problemas de caracterización como el aforismo, que puede ser y no ser al mismo tiempo sentencia moral, juego de ingenio, apunte narrativo, chispazo metafórico y capricho verbal. También antepone a cada selección un breve comentario que describe y explica la obra de su autor con una prosa que es todo un ejemplo de lo que debe ser la escritura académica: rigurosa y perspicaz, cordial y accesible. Un gusto, vaya.

La nómina, amplísima, arranca con Carlos Castilla del Pino, Cristóbal Serra y Carlos Edmundo de Ory (un trío que ejemplifica muy bien la diversidad de propuestas que acoge el volumen) y termina con autores nacidos a finales de los años setenta. Por el camino, nombres como los de Antonio Fernández Molina, Rafael Sánchez Ferlosio, Rafael Pérez Estrada, Carlos Pujol, Rafael Argullol, Ramón Andrés, Fernando Aramburu, José Mateos o Andrés Neuman, por nombrar unos pocos. Se incluyen también, me alegra decirlo, algunas de las «hormigas» que he ido publicando desde hace diez años. En fin, que estoy encantado con el libro. Son casi 350 páginas, pero en formato de bolsillo: caben bien en cualquier carpeta y también en la mesita de noche. Hay que afinar los ojos porque el cuerpo de letra es pequeño pero abundan las líneas en blanco, los espacios donde perderse cada vez que leemos algo que nos conmueve o nos pasma.
 
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Por cierto, acaba de aparecer en la red una breve selección de mis aforismos en traducción italiana (con el original español). La «culpa» es del escritor Fabrizio Caramagna (Turín, 1969), creador y responsable de Aforisticamente, una página asombrosa, dedicada íntegramente al aforismo, en la que se recoge el trabajo de escritores de casi todo el mundo. Ahora le ha llegado el turno a este ocioso domador de hormigas. Caramagna ha montado su particular hormiguero (qué curioso comparar lo que cada cual selecciona del trabajo de uno) y ha escrito una breve semblanza crítica en la que me reconozco sin dificultades. Estoy encantado, por supuesto. Si digo tonterías, al menos suenan en italiano...! Grazie mille, Fabrizio.

martes, marzo 20, 2012

karl kraus / 3 aforismos





Literatura actual: conjunto de recetas prescritas por los pacientes.


Una de las dolencias más extendidas hoy en día es el diagnóstico.


Anestesia: heridas sin padecimiento. Neurastenia: padecimiento sin heridas.

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Leyendo The Body in the Library, una erudita y apasionante compilación de textos literarios sobre enfermedad y medicina editada por el poeta Iain Bamforth (en la que sólo faltan, como es habitual en los libros de autores británicos, algunos escritores de habla española), me encuentro con un puñado de astutos aforismos de Karl Kraus. Copio tres de ellos aquí; el primero, en concreto, me parece todo un hallazgo.

domingo, marzo 27, 2011

rey de mínimos

Hay libros que parecen haber sido escritos expresamente para nosotros. Libros que nos hablan con una voz familiar, como si siempre hubieran estado ahí o hubiéramos crecido a su amparo. Les rencontres des jours (Gallimard, París, 1995), del escritor francés Claude Roy (1915-1997), fue para mí uno de esos libros: un diario que mezclaba poemas, aforismos y apuntes o reflexiones más o menos extensos. La gracia y la falta de énfasis con que lo hacía me parecieron admirables en su día; también la inteligencia de sus reflexiones, su mezcla de humor y suave melancolía y sentido común. Sólo ahora, al releerlo después de diez u once años, me doy cuenta del peso que tuvo su lectura en la confección de Hormigas blancas, que es como decir –por inferencia– de esta bitácora. Obviamente, no pretendo insinuar ninguna comparación, sólo apuntar que estos «encuentros de los días» me han importado bastante más de lo que yo mismo pensaba.

Como pequeño homenaje a Claude Roy, hoy un tanto olvidado incluso en Francia, he traducido algunos de sus aforismos (que él llamaba «mínimas») para la revista virtual Las razones del aviador. Creo que no hay mejor definición de su escritura, o al menos del horizonte que la enmarca, que el aforismo con que se cierra mi pequeña muestra: «Escribir para demostrar es aburrido, escribir para mostrar es irrisorio: no habría que escribir sino para decir». Pero para llegar hasta esas líneas hay otras muchas que muestran (y demuestran) que Roy era un maestro en decir lo importante, lo fundamental, y en hacerlo con una sonrisa, sin pedantería ni engolamiento.

Copio las tres primeras «mínimas» de la entrada. Si queréis seguir leyendo, podéis pinchar aquí:


Esa manera que tiene la vida de no terminar sus frases.


El pensamiento gira en torno a la muerte, pero no entra en ella.


Que no haya respuesta no excusa la ausencia de preguntas.
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