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martes, mayo 26, 2009

donald justice

Un poema que descubrí hace quince años en The Longman Anthology of Contemporary American Poetry, el mismo que me acercó originalmente la poesía de Charles Simic. Un libro ancho y grueso como un listín telefónico, con el Cañón del Colorado -un inmenso risco iluminado por el sol de poniente- cubriendo la portada, y que sobresalía con descaro inconfundible de su balda en la biblioteca de la Universidad de Sheffield. Como nadie lo reclamaba, tardé más de un curso en devolverlo. Llegó a convertirse en parte del mobiliario, y aún ahora ciertos poemas siguen asociados a la memoria fotográfica de sus páginas: una tipografía generosa, como de libro de texto, y fotos de los autores en un blanco y negro de inconfundible aire sesentero.

La verdad es que a Donald Justice (1925-2004) sólo le he leído en antologías. Eso sí, está en todas, y en todas se dice que es un poeta de rara perfección, de obra escueta y ajustada, que hizo de la brevedad y la reticencia principios de orden moral. Así en este breve y punzante poema, donde la alucinación se deja envolver hacia el final por los rayos oblicuos de la elegía. Leyéndolo, se comprenden los elogios que Simic le ha dedicado alguna vez.


Sobre la muerte de amigos en la niñez

No los veremos en el cielo con la barba poblada
ni bronceándose entre los calvos del infierno;
si acaso, al final de la tarde, en el patio desierto de la escuela,
componiendo un anillo o juntando sus manos
en juegos cuyos nombres se nos han olvidado.
Ven, memoria, ayúdame a encontrarlos en las sombras.


Trad. J.D.

El original, aquí.