domingo, febrero 25, 2007
domingo, febrero 18, 2007
bonifacio y un fragmento de john ruskin
Uno de los rasgos (y, en lo que se me alcanza, bastante universal) de los más grandes maestros es que nunca se esperan que veas su trabajo; parecen siempre bastante sorprendidos de que quieras verlo; y no del todo complacidos. Dígale a uno que piensa exhibir su lienzo en un lugar privilegiado de la mesa con motivo de la gran velada que tendrá lugar en su residencia en la ciudad, y que tal o cual ilustre señor le dedicará un discurso; no se inmutará lo más mínimo, ni siquiera de manera desfavorable. Lo más seguro es que le haga llegar lo más miserable que tenga en la carbonera. Pero llámelo a toda prisa y dígale que las ratas han abierto a mordiscos un feo agujero detrás de la puerta de la sala de recibo, y que desea hacer enyesar y pintar la pared; y le hará una obra maestra que el mundo entero, asomándose por detrás de su puerta, querrá admirar eternamente.
John Ruskin, Mornings in FlorenceHe pensado mucho en estas líneas de Ruskin a propósito de la retrospectiva de Bonifacio que alberga el Círculo de Bellas Artes de Madrid (Sala Picasso) hasta el 1 de abril. Una exposición espléndida, comisariada por Juan Manuel Bonet, y que incluye, además de sus grandes paneles, numerosos dibujos y bocetos. Bonifacio responde cabalmente al retrato del pintor esbozado por Ruskin: alguien a quien le impresionan muy poco los fastos de este mundo. Su desmarque es tan genuino como su escepticismo lleno de vitalidad y de indagación visual.
Una de las grandes satisfacciones de nuestro trabajo con la galería de Luis Burgos fue la posibilidad, dentro de la colección "El lotófago", de poner en contacto la pintura de Bonifacio con un largo poema (Himno a la vida) del norteamericano James Schuyler. Dos sensibilidades muy distintas (luciferina y agónica la de aquél, impresionista y elegíaca la del norteamericano) que, sin embargo, en el espacio de unas pocas páginas, lograron complementarse sin fisuras.
[en thames walk...]
En Thames Walk, las gaviotas saqueaban el fango bajo una luz metálica, o vestían el aire, ingrávidas, girando sobre el puente de Hammersmith como enormes esporas. Venían de muy lejos, con la marea baja y el olor del salitre, y se instalaban entre restos de plástico, charcos de aceite y leños andrajosos, la basura procaz de los bajíos. Allí, junto al breve jardín del tiempo compartido, la brisa del Atlántico mordía las maderas y el cemento, velaba la otra orilla donde a veces, a media tarde, un sol desafiante hacía relumbrar los descampados. Era el Londres de Blake, con sus calles censadas y sus fraguas satánicas, la niebla parda de la irrealidad, el río abandonado por sus ninfas, el cielo donde torres de ladrillo ondeaban su fuego seco. Nada era nuestro entonces, sólo aquellas conversaciones, la fresca letanía de agravios y cansancios junto al pretil solícito, el peso muerto de la expectativa caminando sin prisa a nuestro lado. Trama de herrumbres prematuras, el tiempo era un espejo en cuyo azogue plantábamos palabras impacientes, semillas de palabras que pudieran un día suplantarnos. Ahora sé que el deseo de ser oscurecía el ser, que la sangre no fluye a voluntad; hurtarnos al presente era una forma de inventar otro nuevo, de alzar con negaciones la quimera del sí, la casa en espejismo de la consumación. Se adensaba en los muros la penumbra inconsútil de la tarde y nosotros hablábamos, hablábamos, llevados de la mano de la urgencia, escrutando las aguas donde un rostro borrado nos llamaba... Una vez, en la orilla, vimos brillar la cola de una rata. Al tenue resplandor de las farolas, su negrura coriácea restalló ante nosotros como un látigo. Vislumbramos luego el pelaje, la blandura grasienta de su lomo, sus bruscos movimientos de reptil ofuscado. Regresaba a su hogar, como nosotros, bajo la tenue luz de las farolas, soldado en su trinchera de despojos, señal de algún augurio que no supimos descifrar. ¿De qué tenía miedo? ¿De la noche incipiente? ¿De la voz que calló de pronto al atisbarla, vencida por la intriga? El aire pensativo, con el terco espesor de las horas sin rumbo, se engastaba en la piel como una especia, borrando el crepitar de nuestros nombres. Invisibles a todo, sólo el vapor del río supo ofrecernos algo semejante a un cuerpo. Obedientes al aguijón del frío, respiramos su aliento alquitranado hasta formar con él un nuevo rostro, hecho de espera y de esperanza, y otra vez fuimos vulnerables.
(Escrito en el otoño de 2004, con el recuerdo de aquellas tardes de domingo en el barrio de Fulham, en casa de mis buenos amigos Cristina Fumagalli y Jon Dean. Si no hubiera sido por su hospitalidad, qué mal hubiera conocido Londres entonces. Estas líneas no son más que un fuerte abrazo nostálgico desde un Madrid casi tan gris, aunque mucho menos frío.)
jueves, febrero 15, 2007
nuevo número de 7de7
Sirvan esta nota y el poema de la canadiense Anne Carson que subí ayer para reactivar una bitácora que llevaba demasiadas semanas hibernando. No se puede tener la cabeza en demasiadas cosas a la vez; al final simplemente te quedas sin ella. Prometo ser más constante en el futuro.
miércoles, febrero 14, 2007
anne carson / «audabon»
AUDUBON
Audubon perfeccionó un nuevo método para dibujar pájaros
[que declaró suyo.
Al pie de cada acuarela escribía «tomado del natural»
lo que significaba que abatía los pájaros
y se los llevaba a casa para disecarlos y pintarlos.
Dado que odiaba las formas inmutables
de la taxidermia tradicional
construía armaduras flexibles de madera y alambre
sobre las que disponía la piel y las plumas del pájaro
–o en ocasiones
pájaros totalmente destripados–
en poses animadas.
No sólo el armazón de alambre era nuevo, sino también la iluminación.
Los colores de Audubon se sumergen en tu retina
como un reflector
rastreando el cerebro de arriba abajo
hasta que apartas la mirada.
Y acabas apartándola.
No hay nada que ver.
Puedes pasarte el día mirando estas formas verdaderas
[y no ver el pájaro.
Audubon concibe la luz como una ausencia de oscuridad,
la verdad como una ausencia de desconocimiento.
Es lo contrario a un día apacible en Hokusai.
Imaginemos que Hokusai hubiera abatido y rearmado 219 leones
y luego hubiera prohibido a su propio pincel pintar la sombra.
«Somos lo que logramos hacer de nosotros mismos», declaró a su esposa
durante su cortejo.
En los salones de París y Edimburgo
donde recaló para vender su nuevo estilo
este francés nacido en Haití
se hizo iluminar
como un noble rústico americano
desplegado en las poses esplendentes del Gran Naturalista.
Le amaban
por el «frenesí y el éxtasis»
de la genuina realidad americana, especialmente
en la segunda (y más barata) edición en octavo (Birds of America, 1844).
Anne Carson
Traduccion de J. D.