Leonard Baskin, 1974
Estaba el sol en la pared, que era el cuadro
de mi cuarto infantil. Y ahí también mi lápida,
que compartía mis sueños, y comía y bebía conmigo
alegremente.
Todo el día el halcón afinaba su arte
y noche adentro persistía el milagro.
Los montes vagueaban en su campamento humeante.
Los gusanos bajo tierra hacían bien su trabajo.
Carne de bronce, incitada por una sed de bronce,
dormía en la piedad del sol
como un recién nacido sobre el pecho.
Y las inanes pesas de hierro
que caen de la nada sobre gentes desprevenidas
sólo hacían que me sintiera valiente y en mi ser.
Cuando vi conejillos con el cráneo partido en el asfalto
supe que iba montado en la noria de la galaxia.
Cabezas de terneros asperjadas de sangre sobre los
mostradores
hacían muecas igual que máscaras, y el sol y la luna
bailaban.
Y mi amigo con la cara cosida
después de que le abrieran para extraerle algo
alzó una mano…
y sonrió, medio en coma,
una sonrisa de bajorrelieve.
También yo, luego, abrí mi boca en son de elogio…
pero un silencio hundió su cuña en mi garganta.
Como una daga de obsidiana, seca, erizada de púas,
un bulto silencioso de vidrio volcánico,
el grito
se vomitó a sí mismo.
trad. J.D. / el original, aquí
¶
Ted Hughes entró en la década de 1970 de
la mano de un Virgilio muy particular: su libro Cuervo. Un Virgilio burlón y oscuro que lo condujo por los túneles
y galerías de una poesía expresionista, descarnada, algo hermética incluso, que
sorprendió a los lectores de sus primeros trabajos. No hace falta incurrir en
la falacia biográfica para ver en esta evolución la sombra que arrojaron los
turbulentos años sesenta y las muertes sucesivas de Sylvia Plath y Assia
Wevill. El intento casi desesperado de Hughes para dar sentido a lo que carecía
de él fue el detonante de una poesía que se adhería a viejas plantillas míticas
o tomaba prestados elementos de las nociones de Jung para bucear en las
profundidades de la psique.
El primer itinerario en este viaje abisal
fue Cave Birds: An Alchemical Cave Drama (1975),
fruto de una intensa colaboración con el pintor y dibujante norteamericano
Leonard Baskin, cuyas figuras de aves antropomorfas habían estado en el origen
de la escritura de Cuervo. Como
explica mi viejo profesor Neil Roberts, «si bien Baskin
influyó muy poco en la composición de Cuervo
una vez pasado el primer impulso, la mayoría de los poemas de Cave Birds se inspiran directamente en
sus imágenes. No es simplemente un libro de poemas ilustrados, sino una obra
conjunta en la que la contribución de Baskin es tan importante como la de
Hughes», hasta el punto de que algún poema se vuelve incomprensible si se lo
separa del dibujo correspondiente.
El título completo del libro se podría
traducir quizá como Pájaros de caverna:
un drama cavernario alquímico (lo de «cavernario» no me convence demasiado,
pero «rupestre» se me antoja
incluso peor). Y, en efecto, cada pareja de poema-imagen se articula como una
escena o capítulo de una ficción narrativa en la que un protagonista masculino
es acusado, juzgado ante un tribunal y ejecutado por un crimen contra una
víctima femenina para luego, al final, ser resucitado y encontrar algo parecido
a la redención.
«El grito» es la pieza que abre el libro y puede leerse como una especie de
prólogo. De hecho, es uno de los últimos poemas que Hughes escribió para la
serie y de los que menos sufren si se lo desgaja del conjunto. Estamos lejos de
los apuntes del natural y las fábulas silvestres de sus primeros libros. El
impulso narrativo sigue estando muy presente, pero ahora se muestra sólo a
medias y se envuelve en las ropas del sueño y la imagen elocuente. La moraleja
escondida del poema parece relacionarse oscuramente con aquellos versos de Luis
Rosales según los cuales «jamás me he equivocado en nada, / sino en las cosas
que yo más quería». El protagonista del poema es alguien en quien se venga todo
aquello que él mismo no ha sabido cuidar. Ya sabemos que «la ignorancia no
exime del cumplimiento de la ley». Y en el «El grito» es justamente la incuria
o la ceguera del protagonista lo que provoca los desastres que le sobrevienen.
No hay excusa posible. Uno paga con creces sus propios errores, entre los
cuales la ignorancia, lejos de ser un atenuante, es de los más graves. Uno
cruza la vida tambaleándose, haciendo las cosas a tientas y provocando todo
tipo de daños en los demás. Y la excusa infantil de «lo hice sin querer» no sirve de
nada. Quien lo probó lo sabe, y Hughes tuvo el dudoso privilegio de adquirir esa sabiduría muy pronto.