lunes, diciembre 21, 2015

reseñas


Poco a poco van viendo la luz algunos comentarios que recogen la reacción de los lectores a los dos libros que he tenido el atrevimiento de publicar recientemente. El que más fortuna está teniendo de los dos (no sé si debo añadir: curiosamente) es Don de lenguas, mi librito de entrevistas literarias editado con mimo por Confluencias. Creo que el más madrugador fue Francisco León, que reunió algunas citas significativas en su bitácora. Una especie de aperitivo de la reseña (lúcida y atenta) que le dedicó por esas fechas Carlos Alcorta. Y, más recientemente, Eduardo Moga ha publicado en su bitácora un generoso comentario del libro que es también una breve antología del mismo. Los tres son poetas, claro, y los tres han sabido apreciar a la perfección el carácter ensayístico y reflexivo de estas conversaciones, muchas de las cuales giran precisamente sobre el arte poético.

Así también Álvaro Valverde, que hace unas semanas escribía por extenso sobre Don de lenguas en su bitácora, ha tenido la gentileza de reseñar mi antología Nada se pierde (Prensas de la Universidad de Zaragoza) en El Cultural del pasado viernes 18 de diciembre. A todos ellos, gracias de corazón.

jueves, diciembre 03, 2015

ted hughes / el grito



Leonard Baskin, 1974 



Estaba el sol en la pared, que era el cuadro
de mi cuarto infantil. Y ahí también mi lápida,
que compartía mis sueños, y comía y bebía conmigo alegremente.

Todo el día el halcón afinaba su arte
y noche adentro persistía el milagro.

Los montes vagueaban en su campamento humeante.
Los gusanos bajo tierra hacían bien su trabajo.

Carne de bronce, incitada por una sed de bronce,
dormía en la piedad del sol
como un recién nacido sobre el pecho.

Y las inanes pesas de hierro
que caen de la nada sobre gentes desprevenidas
sólo hacían que me sintiera valiente y en mi ser.

Cuando vi conejillos con el cráneo partido en el asfalto
supe que iba montado en la noria de la galaxia.

Cabezas de terneros asperjadas de sangre sobre los mostradores
hacían muecas igual que máscaras, y el sol y la luna bailaban.

Y mi amigo con la cara cosida
después de que le abrieran para extraerle algo
alzó una mano…

y sonrió, medio en coma,
una sonrisa de bajorrelieve.

También yo, luego, abrí mi boca en son de elogio…

pero un silencio hundió su cuña en mi garganta.

Como una daga de obsidiana, seca, erizada de púas,
un bulto silencioso de vidrio volcánico,

el grito
se vomitó a sí mismo.



trad. J.D. / el original, aquí 




Ted Hughes entró en la década de 1970 de la mano de un Virgilio muy particular: su libro Cuervo. Un Virgilio burlón y oscuro que lo condujo por los túneles y galerías de una poesía expresionista, descarnada, algo hermética incluso, que sorprendió a los lectores de sus primeros trabajos. No hace falta incurrir en la falacia biográfica para ver en esta evolución la sombra que arrojaron los turbulentos años sesenta y las muertes sucesivas de Sylvia Plath y Assia Wevill. El intento casi desesperado de Hughes para dar sentido a lo que carecía de él fue el detonante de una poesía que se adhería a viejas plantillas míticas o tomaba prestados elementos de las nociones de Jung para bucear en las profundidades de la psique.

El primer itinerario en este viaje abisal fue Cave Birds: An Alchemical Cave Drama (1975), fruto de una intensa colaboración con el pintor y dibujante norteamericano Leonard Baskin, cuyas figuras de aves antropomorfas habían estado en el origen de la escritura de Cuervo. Como explica mi viejo profesor Neil Roberts, «si bien Baskin influyó muy poco en la composición de Cuervo una vez pasado el primer impulso, la mayoría de los poemas de Cave Birds se inspiran directamente en sus imágenes. No es simplemente un libro de poemas ilustrados, sino una obra conjunta en la que la contribución de Baskin es tan importante como la de Hughes», hasta el punto de que algún poema se vuelve incomprensible si se lo separa del dibujo correspondiente.

El título completo del libro se podría traducir quizá como Pájaros de caverna: un drama cavernario alquímico (lo de «cavernario» no me convence demasiado, pero «rupestre» se me antoja incluso peor). Y, en efecto, cada pareja de poema-imagen se articula como una escena o capítulo de una ficción narrativa en la que un protagonista masculino es acusado, juzgado ante un tribunal y ejecutado por un crimen contra una víctima femenina para luego, al final, ser resucitado y encontrar algo parecido a la redención.

«El grito» es la pieza que abre el libro y puede leerse como una especie de prólogo. De hecho, es uno de los últimos poemas que Hughes escribió para la serie y de los que menos sufren si se lo desgaja del conjunto. Estamos lejos de los apuntes del natural y las fábulas silvestres de sus primeros libros. El impulso narrativo sigue estando muy presente, pero ahora se muestra sólo a medias y se envuelve en las ropas del sueño y la imagen elocuente. La moraleja escondida del poema parece relacionarse oscuramente con aquellos versos de Luis Rosales según los cuales «jamás me he equivocado en nada, / sino en las cosas que yo más quería». El protagonista del poema es alguien en quien se venga todo aquello que él mismo no ha sabido cuidar. Ya sabemos que «la ignorancia no exime del cumplimiento de la ley». Y en el «El grito» es justamente la incuria o la ceguera del protagonista lo que provoca los desastres que le sobrevienen. No hay excusa posible. Uno paga con creces sus propios errores, entre los cuales la ignorancia, lejos de ser un atenuante, es de los más graves. Uno cruza la vida tambaleándose, haciendo las cosas a tientas y provocando todo tipo de daños en los demás. Y la excusa infantil de «lo hice sin querer» no sirve de nada. Quien lo probó lo sabe, y Hughes tuvo el dudoso privilegio de adquirir esa sabiduría muy pronto.