lunes, febrero 28, 2022

con asombro dolido

 



Piedad Bonnett, Lo terrible es el borde. Antología poética, selección y prólogo de Malola Romero Carbonell, Madrid, Visor, 2021, 232 págs.

 

 

Lo primero que uno percibe al adentrarse en esta amplia y necesaria antología de la obra de Piedad Bonnett (Amalfi, Colombia, 1951) es su unidad de tono, de lenguaje, de intención. No hay lugar aquí para ensayos ni titubeos. Tampoco para cambios drásticos, más allá de un gusto creciente por la sencillez expresiva que no desfigura, más bien modula, la profunda elegancia y musicalidad del verso. Poeta de publicación tardía –su primer libro, De círculo y ceniza, es de 1989–, sabe muy bien cuál es su mundo y cómo decirlo. Y los ecos de ciertos maestros –Asunción Silva, Aurelio Arturo, ese legado de armónicos modernistas que salta justo sobre las vanguardias– no impiden que oigamos, rotunda, expresiva, la voz de un sujeto femenino que nos habla a las claras del daño, la herida, la decepción o la culpa.

 

«¿Esto era todo? / ¿Esto que nos han dado?». Así, con preguntas desabridas, impacientes, arranca este libro. Y pronto, como en esas enumeraciones que toma prestadas de Borges, va desplegando ante nosotros su estera de obsesiones: el difícil amor de los padres y el peso de «las herencias»; la bendición del espacio doméstico; el miedo como una compañía temprana, casi palpable, que amarga la conciencia y la vuelve receptiva a la culpa, la sospecha, la parálisis; la sombra de la pobreza y su rúbrica fatal, la violencia; pero también, del otro lado, el descubrimiento del propio cuerpo y el enigma del sexo, la alegría de la sensualidad y el amor entendido barrocamente como «campo de plumas»… Todo ello referido con palabras que Bonnett juzga falibles, limitadas, pero que quizá por ello mismo maneja con rara maestría.

 

A lo largo de los diez poemarios que recoge Lo terrible es el borde –con una etapa especialmente intensa en la década de 1990, cuando en apenas cinco años publica cuatro libros centrales– asistimos a un sondeo feroz en la memoria de su autora: si Nadie en casa (1994), El hilo de los días (1995) y Ese animal triste (1996) cartografían sucesivamente los ámbitos del hogar, el tiempo y el cuerpo, Todos los amantes son guerreros (1998) tiene algo de pausa en el camino: hasta la sintaxis se relaja queriendo ser fiel a la experiencia amorosa, su modo de sacarnos del tiempo y hasta de nosotros mismos. Pero es en Tretas del débil (2004) y Las herencias (2008) donde Bonnett da con la sustancia primera de su imaginación: la familia, telaraña que nos impone una cercanía hiriente y hecha de malentendidos.

 

Así, el padre, que «tuvo pronto miedo de haber nacido», está condenado a transmitir esa carga: «Tenía miedo de tu miedo / y miedo de mi miedo». La madre y su «terca convicción», sus «ataduras», sus «extrañas formas del amor», reciben el juicio retrospectivo de una hija que, a su vez, tiene que enfrentarse al reto de la maternidad. El destino cortó ese hilo y lo convirtió en una tragedia –la muerte del hijo– que está en la raíz de Los habitados (2017), donde el dolor mismo se convierte en presencia benéfica, dadora de sentido: «Cuida la sal de tus ojos»; «Pido al dolor que persevere […] para que de su mano cada día / con tus ojos intactos resucites». La poesía, una vez más, es la encargada de hablar de «lo que no tiene nombre» y lo hace justamente porque, siendo palabras, ilumina siempre ese borde «terrible» donde las palabras no suelen llegar. 

 

 

Publicado originalmente en La Lectura de El Mundo, 11 de febrero de 2022.

 

 

 


 

jueves, febrero 24, 2022

contra la muerte

  



Eduardo Moga, Tú no morirás, Valencia, Pre-Textos, 2021, 86 págs.

 

 

Alguna vez ha dicho Eduardo Moga (Barcelona, 1962) que toda su obra es un acto de rebeldía contra la muerte: la muerte, ese escándalo, que envenena la existencia y nos condena a bracear en el absurdo. A pesar de la tensión existencialista de sus últimos libros, Moga ha sido siempre un poeta barroco, empeñado en combatir ese falta de sentido con el placer de una palabra feraz, casi palpable, y Tú no morirás lo confirma plenamente, con su visión del amor como fuerza primordial que eleva y salva a sus protagonistas. «Amor todo lo vence», sí, como quería Virgilio.

 

Dividido en doce largos poemas que combinan el verso y la prosa –más un soneto en alejandrinos que hace las veces de pórtico–, estamos quizá ante el libro más condensado y a la vez formalmente más diverso de su autor. Desde el inicio mismo, la amada comparece como ausencia, pero es una ausencia corpórea, «desnuda […], acuciada por las dentelladas del no ser, húmeda de penumbra y de madrugada»; una ausencia material que no cesa de mutar y transfigurarse gracias al poder reproductor de la imagen. Amor y desamor conviven en una alternancia de la que salen más unidos que nunca: el dolor es alegría, el aliento es ahogo, todo baila los ritmos de la paradoja y el principio de contradicción. Y el yo se explaya en toda clase de formas –el versículo, la prosa sin puntuación, la tirada anafórica– para desvanecerse justo al final, en los poemas en prosa que reconstruyen el mal de amor de personajes reales o ficticios como Larra o Yuri Zhivago, entre otros. Por el camino, el poeta revisita el tono de sus primeros libros (La luz oída, Premio Adonáis) en dos largos poemas –el VI y el VIII– que confirman su maestría en el verso clásico y son, a la vez, el punto más alto y luminoso del libro: «Me lacera decir / tu nombre: me redime».

 

La poesía de Moga es a la vez minuciosa y expansiva, como si las palabras que pone ante la muerte crecieran hacia dentro, como matrioskas. Y aquí, además, las anima una urgencia, una necesidad, que el lector no tarda en hacer suya.

 

 

Publicado originalmente en La Lectura de El Mundo, 4 de febrero de 2022.

 

 

 


 

jueves, febrero 17, 2022

esplendor en la ruina

 


 

  

José Antonio Llera, El hombre al que le zumban los oídos, Barcelona, RIL Editores, 2021, 68 págs.

 

 

Para encontrar las raíces de este nuevo libro del poeta y ensayista José Antonio Llera (Badajoz, 1971) hay que ir no sólo a su poemario anterior, Transporte de animales vivos, publicado hace ya nueve años, sino al dietario Cuidados paliativos (2017), en el que la ambición reflexiva y el buceo en la memoria familiar y rural se correspondían con una palabra densa y bien trabada, de admirable intensidad plástica. Llera parece haber encontrado en el poema en prosa el cauce idóneo para una escritura que quiere dejar acta de un tiempo, aquí, ahora, que se percibe como terminal, agotado, incapaz de alimentar nuevos sueños.

 

Los 45 poemas en prosa de El hombre al que zumban los oídos, divididos en tres partes de igual extensión («Cuerpo», «Descendencia» e «Historia»), giran sobre esta idea y dibujan un mundo –el del tardocapitalismo– que «nos enferma» a fuerza de ensimismarnos: «Por eso acudimos a las puertas de la farmacia, para comulgar con sus ríos de hierro y sombra». Quizá el origen del mal esté en un sistema cuya opulencia se basa justamente en la insatisfacción constante, pero Llera, con Eliot, parece apuntar más hondo, a la naturaleza fallida del hombre y su pecado original: «Toda culpa es caracol: abre los surtidores, mengua la maleza…». Así, ante las «tijeras y pesticidas» que pudren las esperanzas, la mirada de Llera toma conciencia de su propia fragilidad y se compadece del fondo ruinoso de ciertas vidas: «Los exiliados […] nunca volverán a preguntar por el dueño de la casa».

 

Libro de índole expresionista, fértil en imágenes y hallazgos expresivos, El hombre… tiene algo de museo imaginario de la modernidad. A veces, en poemas como «Detrás del sol» o «Lautréamont», me recuerda un poco a Charles Simic, pero Llera es más arisco y también más hondo. No queda otro remedio cuando se sabe, como él, que «el límite del bosque es otro bosque». Alta poesía.



Publicado originalmente en La Lectura de El Mundo, 4 de febrero de 2022.


martes, febrero 08, 2022

una república de iguales

 


 

Pepa Merlo, Con un traje de luna. Diálogo de voces femeninas de la primera mitad del siglo XX, Sevilla, Fundación José Manuel Lara, Colección Vandalia, 2022.

 

 

Doce años después de publicar Peces en la tierra. Antología de mujeres poetas en torno a la Generación del 27, la narradora y estudiosa Pepa Merlo (Granada, 1969) nos entrega, con este Con un traje de luna, una revisión al alza de aquel libro pionero y necesario: se incrementa el número de poetas incluidas (de 20 se pasa a 24, con un apéndice que añade otras 10); se abre el abanico temporal, que ya no se detiene en la Guerra Civil sino que alcanza a la obra escrita en la posguerra, bien en el exilio o en el ámbito misérrimo de la España franquista; y se duplica largamente el número de páginas.

 

En realidad, este libro –subtitulado Diálogo de voces femeninas de la primera mitad del siglo XX– esconde otros más en su interior: su extensa introducción es un compendio de la misoginia cifrada en las tradiciones clásica y judeocristiana y de hasta qué punto sigue reprimiendo a la mujer, confirmando así que lo simbólico está una y otra vez detrás de los códigos de la vida social y familiar. Un segundo libro es la antología misma, cuyos ejes no han cambiado, desde nombres más familiares –Carmen Conde, Concha Méndez o Rosa Chacel– a otros que nos acercó en su día Peces en la tierra: Lucía Sánchez Saornil y Margarita Ferreras; o Elisabeth Mulder, cuya obra narrativa está siendo objeto de un intenso trabajo de recuperación. El tercero lo configuran los fascinantes bosquejos biográficos que Merlo antepone a la selección de cada poeta y que tienen, a menudo, un fuerte acento novelesco: imposible no conmoverse con la peripecia vital de Sánchez Saornil, por ejemplo; o no admirar la entereza de Marina Romero en el exilio; o, en el otro costado ideológico, no descubrirse ante la fuerza de carácter de una Cristina de Arteaga.

 

Si algo queda claro es que el ingreso de la mujer en la vida civil española de los años veinte y treinta forma parte de un proceso de modernización y apertura que culmina con la instauración republicana. ¿El 27? Si queremos ser fieles a la riqueza y diversidad –no sólo genérica– de ese tiempo, tal vez haya que empezar a hablar ya claramente de una «Generación de la República».

 

 

Publicado originalmente en La Lectura de El Mundo, 28 de enero de 2022.

 

 


 


martes, febrero 01, 2022

el sueño del final

 



Louise Glück, Recetas invernales de la comunidad, traducción de Andrés Catalán, Madrid, Visor, 2021, 102 páginas.

 

 

Louise Glück (Nueva York, 1943) es una poeta de las postrimerías. El paisaje de sus libros más recientes suele ser invernal, sombrío, un mundo escasamente poblado en el que las cosas se repliegan sobre sí mismas o espían con paciencia, con discreta pasión, la presencia de la muerte. Su talante introspectivo parece excluir el deseo humano, los afanes del cuerpo –que es algo manifiestamente impuro, poco fiable–, pero no el gusto sensorial por las formas de la naturaleza, en especial las plantas: en El iris salvaje (1992), el libro que la descubrió entre nosotros gracias al trabajo pionero de la editorial Pre-Textos, otorgaba emociones complejas a las flores y también a una voz que, a falta de otros candidatos, debemos atribuir a Dios.

 

La atracción del vacío y el silencio, esa vía negativa que ha ido perfeccionando con los años, mueve los hilos de este nuevo libro, Recetas invernales de la comunidad (Visor), el primero que publica tras obtener el premio Nobel en 2019. Traducido con solvencia por Andrés Catalán, que reproduce con acierto el tono frío y lacónico del original, es un conjunto de quince poemas o series poemáticas de corte narrativo, con personajes brumosos que viven en la esfera del «érase una vez» y se pasean por un mundo espectral donde las cosas suceden a menudo sin porqué y la existencia es un descenso tenaz («Hacia abajo, hacia abajo, hacia abajo, hacia abajo / es donde nos lleva el viento»), un aprendizaje del cambio y la pérdida. El impulso fabulador convive con el don para la expresión lapidaria: «no existe algo así como una muerte en miniatura»; «pero has dejado de hacer cosas, dijo, que es lo que / hace el filósofo»; «no hay suficiente noche, respondí. De noche puedo ver / mi propia alma»… A veces la sequedad se resuelve en apartes mordaces, gotas de humor negro que confirman el buen ojo de Glück para el detalle grotesco y destierran, de paso, cualquier asomo de patetismo. Como ella misma señala en la primera sección del poema homónimo: «El libro contiene / solo recetas para el invierno, cuando la vida es dura. En primavera / cualquiera es capaz de preparar un buen plato».

 

Muchas de estas series («La negación de la muerte», «Viaje de invierno», «Una historia interminable», «La puesta de sol») incluyen pasajes dialogados, careos en los que una segunda voz –de la hermana, del profesor de pintura, de una figura misteriosa llamada «el conserje»– permite articular ideas y emociones que ayudan al yo en su labor de examen. Son voces que parecen provenir del pasado, visto por la poeta como una carga que le impide relacionarse sin trabas con el ahora: «Qué llena tengo la cabeza / con las cosas del pasado. / ¿Habrá suficiente espacio / para que quepa el mundo?». Así la hermana, que la acompaña en sus sondeos de la memoria familiar para revivir escenas con la lente de la ficción, viñetas en las que lo evocado tiene la misma aura fantasmagórica que lo inventado y enturbia el recuerdo de los padres, de la madre enferma, de la propia niñez en la que «demasiado pronto surgió / mi verdadero yo, / robusto pero amargo, / como un despertador».

 

La precisión del autorretrato hace patente la lucidez de Glück. Robusta pero amarga, su voz ilumina el territorio austero pero lleno de posibilidades del final. Y este libro breve y decantado, intensísimo, confirma que el viaje –la vigilia– está lejos de haber concluido: «Ah, dice, otra vez estás soñando // Y entonces digo: me alegro de estar soñando / el fuego aún sigue vivo».

 

 

Publicado originalmente en La Lectura de El Mundo, 21 de enero de 2022.