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domingo, julio 03, 2022

1001: ensayo y error

 

 


 

Si hay algo que echo de menos en la crítica literaria –tal vez en toda crítica– es una mayor atención al error como categoría productiva, es decir, al error interesante, capaz de dar tensión a la escritura o abrir puertas que nadie sospechaba, el fracaso que vale menos por cuanto hace o deja de hacer que por cuanto promete. Ciertas páginas son fallidas, sí, pero su fallo es más fecundo y deslumbrante que muchos llamados aciertos, esos poemas o relatos o novelas que se limitan a reproducir con astucia lo ya hecho, lo sabido, lo sobado hasta el aburrimiento. Es cierto que quienes conciben la escritura como una rama de las artes decorativas solo tienen ojos para esta clase de «aciertos», pues son los únicos que pueden enjuiciarse según un criterio de evaluación, digamos, objetivo: todo depende de si se ha seguido fielmente la pauta previa, el esquema retórico y formal que va asociado desde antiguo a tales ejercicios.

 

A esta luz, cierta clase de errores son algo peor o distinto que una demostración de torpeza: son una falta de decoro, una ruptura del consenso tácito que permite a los practicantes reconocerse públicamente bajo una misma enseña, fundar un gremio, hacer fuerza. La censura estética se convierte muy pronto en censura moral. Tales errores significan que se han excedido los límites del campo donde se juega la escritura, esto es, que se pisa un terreno ilimitado en el sentido literal del término. Dado que todo pacto social es, primeramente, una fijación de límites, el trazado de una línea sobre la tierra que separa a propios de extraños, buscar lo ilimitado es volverse extraño, forastero, traidor. Es, de hecho, desterrarse a conciencia, desatender o incluso transgredir las costumbres y leyes compartidas, los códigos comunes. Cometer un error: errar: perderse por el mundo sin que nada ni nadie te asegure el regreso. El extravío se interpreta lo mismo en sentido espacial (no sabe dónde tiene la cabeza, tomó el camino equivocado) que social/moral: éste no sabe lo que hace, a ver qué se ha creído, ya le haremos pagar; como recuerda, exagerando un poco, la vieja expresión familiar: «a todo cerdo le llega su San Martín», esto es: el día de su sacrificio.

 

Este tipo de frases se dicen y se piensan cada día en cualquier lugar del mundo. Forman parte de las estrategias de coacción con que el grupo somete o intenta someter al individuo. Y muchas veces -en realidad, casi siempre- lo consiguen. Acaso, en un estadio primitivo del proceso de socialización, es bueno que así sea, a fin de reforzar los vínculos comunitarios, los lazos de obligación mutua. Pero la salud del colectivo depende, en última instancia, de la existencia de emisarios que salten las murallas y vuelvan con noticias del más allá, eso que no tiene límites porque no ha sido cartografiado y nadie tiene una idea clara de su extensión, de su naturaleza. La palabra «idiota» tiene su origen en la voz griega idios, que puede traducirse aproximadamente por «particular», «privado» (aquel a quien solo le interesaban sus negocios privados era, por tanto, un idiotes). Cuando una comunidad se niega a reconocer lo extranjero, lo diferente, se vuelve idiota en el sentido lato de la palabra y se condena a no crecer, a estancarse. De esta capacidad para reconocer y aceptar lo diferente, lo Otro, dependen nuestro equilibrio psíquico y nuestra supervivencia. De ahí la necesidad de traducir, de cifrar -ideas en signos, signos en signos de otra naturaleza-, de explorar, de preguntar, de crear. Y la creación comporta necesariamente un viaje extramuros, un viaje de ida y vuelta que despliega en la plaza pública el botín conquistado, los tesoros traídos de lugares remotos para pasmo de propios y de extraños. De los propios que sienten extrañeza, que se sienten extraños ante la novedad, la (mala o buena) nueva.

 

El error (el errar) es pues una necesidad vital del grupo, un mecanismo de supervivencia, y no un simple capricho narcisista de quien ha decidido abandonarlo. La confusión –la sospecha– se debe quizá a la falta de disimulo o de sentido del cálculo del viajero, pues suele postularse libremente para la tarea, presentar su misión como una exigencia de la voluntad egoísta. Es él quien se hace cargo de infundir nueva vida a la comunidad, de transferir la sangre necesaria para su desarrollo. Lo que viene a decir, por cierto, que el valor de sus tesoros, los usos y costumbres que ha tenido el arresto de dar a conocer -esto es, el valor de sus errores- está determinado históricamente; lo que fue novedad ha dejado de serlo; el viejo error se ha vuelto rutina, cosa familiar.

 

Recuerdo, a este respecto, las palabras con que el crítico canadiense Northrop Frye cerraba uno de sus ensayos sobre Blake: «Otelo era una simple farsa sangrienta a ojos de lo que el erudito y perspicaz Thomas Rymer sabía de teatro. Rymer tenía toda la razón, dentro de sus limitaciones; es como la gente que dice que Blake estaba loco. No es posible refutarlos, pero su concepción de la cordura pierde todo interés... Me pregunto si estamos ante juicios críticos o ante simples aberraciones de la historia del gusto». Si Blake cometió numerosos errores -como acaso los cometió, siglo y medio más tarde, el Hughes de Cuervo-, se trata sin embargo de errores productivos, que abren puertas y permiten pensar o imaginar una línea distinta de escritura. Siguiendo a Frye, la sensatez irónica con que el escritor Ian Hamilton echó abajo literalmente el libro de Hughes no carece de gracia ni de fuerza argumentativa, pero me hace perder todo interés en lo que él entiende por ironía y sentido común, al menos como armas del juicio crítico. Comprendo de inmediato que cualquier herramienta, empleada de manera exclusiva, nos condena a ser siervos de sus ángulos muertos.

 

Vuelvo al comienzo de estas líneas. ¿Qué quiere decir, en realidad, que un escritor ha acertado, o que el libro de X es un acierto, un logro, como dicen algunas veces -no muchas, desde luego- los críticos de los suplementos culturales? ¿No es el verdadero acierto, en realidad, un error que a fuerza de insistir trasciende o incluso redime su triste origen, su mala semilla inicial? Suele presuponerse que al escribir decimos o podemos decir exactamente lo que queremos decir. Nuestro grado de destreza se mediría, así, por nuestra capacidad para dar en la diana, clavar la mariposa de la idea con un alfiler de palabras precisas y más o menos sugerentes. Mi experiencia, no obstante, me recuerda que solo raras veces se tiene el blanco tan a la vista. Uno escribe por ensayo y error, a tientas, buscando las palabras para ideas cuyo sentido solo entiende, propiamente, cuando halla las palabras que le suenan mejor o parecen más justas. Nunca sé del todo lo que quería decir hasta que lo he dicho, como demuestran estas mismas líneas. Así que uno camina y va probando, sopesa, ensaya, borra y vuelve a probar. Yerra, sí, se equivoca, y sigue errando hasta llegar a su destino, que no es nunca el previsto, o no del todo, pues emerge ante uno según lo va alcanzando. «Acertar» no sería, pues, sino el resultado de evitar los errores que infestan el camino, solventar los problemas que se presentan casi a cada línea. O dicho en forma de sentencia: «acertar», al final, es solo una variante de la resignación.

 

 

[Originalmente publicado en Perros en la playa, Madrid, La Oficina, 2011, pp. 169-192].

 

jueves, agosto 18, 2016

una bitácora / diez años




Gerhard Richter, Teide Landscape, 1971


Regreso a esta bitácora después de un pequeño descanso, y lo hago con un artículo que trata justamente de ella, de cómo surgió y cuál ha sido su evolución –y la de su autor– a lo largo del tiempo. Me lo encargó la revista Nayagua hace muy poco y parece adecuado compartirlo ahora, cuando Perros en la playa cumple diez años de vida. Qué barbaridad. Y sigue uno con esa sensación –incómoda, paradójica– de no haber parado quieto y de tenerlo todo por hacer…


Desde que abrí Perros en la playa, mi bitácora literaria en la red, han pasado casi diez años. Fue en agosto de 2006, en un momento de profundo desconcierto vital y literario, y quiero pensar que gran parte del camino recorrido –o escrito– desde entonces no habría sido el mismo sin el concurso de esa pizarra pública donde he ido colgando de manera intermitente mi trabajo.

Llegué tarde al mundo del blog, o eso me parece ahora, y cuando lo hice gran parte de mis contemporáneos y colegas disponían ya de un espacio propio en la red. La tardanza –y el ver cómo se las arreglaban los demás– no me dio más soltura ni más seguridad; tardé en encontrar la dicción, el tono de voz. ¿De qué forma debía dirigirme a los posibles lectores? Antes aún: ¿habría lectores? Parecía aconsejable encontrar un término medio entre la informalidad excesiva –muchas veces agravada por el desaliño expresivo y la pretensión de tratar a los visitantes como colegas de tertulia en la barra de un bar– y la distancia olímpica de ciertos figurones que veían la red como un instrumento publicitario más.

El arranque, pues, fue lento, titubeante. Tuvieron que pasar meses e incluso años para que la extrañeza inicial diera paso a una comprensión más o menos cabal de las ventajas y limitaciones del nuevo formato. Y sobre todo para ir encontrando ese tono que me permitiera sentirme cómodo y a la vez alerta, sin caer en las trampas del facilismo y la autocomplacencia. Decidí escribir como si no hubiera nadie al otro lado, como si realmente no tuviera lectores (cosa que, por lo demás, no estaba ni está muy lejos de la realidad). Y combinar el trabajo propio con el cuidado del ajeno, es decir: las viñetas callejeras y cotidianas, los poemas, las notas de poética o los aforismos con las versiones de poesía en lengua inglesa y el asedio crítico a otros escritores. Esa variedad parecía replicar de manera bastante ajustada y espontánea la naturaleza de mi propio trabajo literario, que desde siempre ha simultaneado la escritura propia y la traducción, la creación y la crítica.

Como expliqué en su día en una entrevista publicada en Cuadernos Hispanoamericanos, la bitácora me resultó estimulante sobre todo por dos motivos: «primero, a diferencia de un artículo de revista, que suele tener una extensión determinada y estar limitada por las características de la página o de la sección donde se incluye, me permitía escribir exactamente lo que el asunto o mi acercamiento a él me exigía; ni más ni menos; no había lugar para perífrasis retóricas ni glosas espesantes […]. En segundo lugar, saber que había lectores atentos [por pocos que fueran, añado ahora] al otro lado de la pantalla me hizo consciente de las vetas más egotistas o solipsistas de mi escritura, así que me propuse abrir bien los ojos y contar lo que veía, olvidarme un mucho del yo y dar cabida al “ellos”: creo que algunas notas de Perros en la playa tienen la virtud de llamar la atención, machadianamente, sobre lo que pasa en la calle, escenas o personajes que despertaron mi curiosidad y que guardan, en su brevedad, un gran potencial narrativo. […] Fue una buena disciplina».

En estos diez años la bitácora ha generado al menos dos libros –el homónimo Perros en la playa (La Oficina, 2011) y una muestra de mis traducciones de poesía de próxima aparición– y acumula más de 800 entradas (poco menos de ochenta al año de medio, que no es un ritmo precisamente vertiginoso). Sigue siendo un espacio modesto, con pocos pero fieles lectores, que no quiere ser más que un reflejo de mis gustos, intereses y averiguaciones. Pero ha sido también un interlocutor paciente que no se conforma con cualquier respuesta y que sigue exigiendo toda mi atención. Si algo he aprendido todo este tiempo, es que sin él estos diez años habrían tenido un sentido muy diferente. Es algo así como el fantasma que, como en el poema de Ashbery, no deja de reaparecer y plantear preguntas incómodas. Lo que nos recuerda que nuestro oficio sigue siendo dar respuesta, testimonio, aunque sea a nada o a nadie.

(publicado en la revista Nayagua, núm. 24, pp. 329-330)

martes, junio 05, 2012

abc


Más de un año después de sus primeras excursiones, mis perros en la playa han sido invitados a pasearse por la Feria. Cortesía, desde la página virtual del diario ABC, de Manuel de la Fuente, uno de nuestros periodistas culturales con mejor gusto musical; por algo, justamente, cita a Neil Young al final de su artículo.

miércoles, diciembre 21, 2011

gil o gila

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Cosas del espacio virtual. Como un personaje de cuento de navidad de Dickens, un momento sentí que viajaba al DF, a la casa de mi admirado Zaidenwerg, para dejarle un poema de Geoffrey Hill (esa maravilla que abre su Poesía completa con el oportuno título de «Génesis»), y al siguiente que Marcos Canteli, director de la revista 7 de 7, picaba en la puerta y me dejaba un sobre con la lúcida reseña que Pilar Martín Gila ha escrito sobre Perros en la playa. A todos, gracias. Estos gestos de complicidad son como faroles que van iluminando el camino del final de año.

Ah, el original (memorable, deslumbrante) del poema de Hill se puede leer aquí.
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viernes, septiembre 16, 2011

+ perros


1. Estos perros siguen haciendo de las suyas. Ayer mismo, gracias a la hospitalidad del escritor Antonio José Ponte, se colaron en las playas del periódico virtual Diario de Cuba, uno de los grandes espacios dinamizadores de la resistencia democrática cubana. Si tenéis tiempo, no dejéis de pasearos por sus páginas para leer, entre muchas otras incitaciones, los memorables artículos literarios de Orlando González Esteva, Lorenzo García Vega o el propio Antonio Ponte. (La ilustración, por cierto, no podía ser más acertada.)

2. Mi querido y admirado Andrés Sánchez Robayna ha escrito una muy generosa reseña del libro para el número de septiembre de la revista cultural Letras Libres. Se titula «Reticencia y agudeza» y se publica exactamente siete años después de que yo dejara, en septiembre de 2004, la redacción española de la revista. Cosas del azar, o de esas extrañas simetrías que esconde el tiempo. En cualquier caso, no niego que me hace mucha ilusión. Y para que la alegría sea completa, traigo a esta pantalla una ilustración, espléndida, de otro buen amigo, el pintor Melquiades Álvarez.


y 3 (posdata). Estoy de enhorabuena. A las pocas horas de colgar esta entrada, me llega el aviso de que el joven poeta José Luis Gómez Toré (por cuya escritura siento eso tan raro de encontrar llamado afinidad, cercanía) ha escrito una reseña de Perros en la playa para el blog de crítica La Tormenta en un Vaso. Su generosidad viene de lejos. Suya fue también una reseña de Hormigas blancas, allá por el 2005, que ayudó no poco a difundir el libro. Gracias, José Luis. Esa poesía, intemperie que da título a tu bitácora es bastante más amable gracias a compañeros como tú.


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viernes, agosto 19, 2011

regreso


Es curioso cómo me dejo llevar por la inercia de cada etapa. El silencio llama al silencio, pero esta bitácora lleva abandonada demasiado tiempo y es preciso recuperar la tensión perdida. Tengo los dedos oxidados y la mente cubierta por una fina capa de arena (¿o era al revés?), así que toca incorporarse y echar a correr de nuevo por esta playa virtual…

Entretanto, algunos amigos han tenido la gentileza de sacar a mis perros de paseo: así Miguel Ángel Lama en su bitácora Pura tura, y el poeta José Luis Zerón Huguet en el diario digital Minuto cero. Tanto como su generosidad, me conmueve la cercanía cómplice desde la que leen el libro: esa capacidad para saber de dónde viene el impulso de escritura, qué la mueve. Una vez más, gracias.

Si nada lo impide, esta bitácora recupera desde hoy mismo su ritmo habitual. Se avecinan rutinas mucho menos agradables y hay que estar bien pertrechado de palabras y compañías reparadoras. Cuento, eso sí, con que el sol de verano siga acompañándonos muchos días…
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viernes, julio 15, 2011

hasta agosto


Han pasado quince días desde mi última entrada y debo reconocer que es poco lo que puedo aportar a esta bitácora a estas alturas de curso. Ha sido un año muy intenso y está uno cansado, rendido casi, con la sensación de haber cerrado un pequeño ciclo después de la publicación de Perros en la playa. Y, aunque hace ya casi diez años que abandoné la docencia, mi cuerpo y mi mente siguen todavía el ritmo del curso escolar. Llega julio y parece que todo lo importante puede esperar unas semanas para reactivarse. Así que me despido hasta finales de mes. Esta bitácora se abrirá de nuevo a comienzos de agosto, después de una necesaria y merecida tregua de al menos quince días.

Entretanto, os dejo con uno de mis poemas favoritos de Yeats, uno de los pocos que escribió en la década de 1900-10 y que anuncia su estilo de madurez, y también con la generosa y atenta reseña de Perros en la playa que el escritor Tomás Sánchez Santiago publicó el pasado sábado 9 de julio en el suplemento literario de El Norte de Castilla. No está en la red, así que es preciso pulsar dos veces en la imagen para que aparezca a un tamaño que permita su lectura. Un texto que, más acá de los elogios, resulta modélico por su atención al detalle y su complicidad, su voluntad para entender que ha originado un libro, cuál es el territorio en el que quiere insertarse. No en vano Tomás publicó hace años Para qué sirven los charcos (Del Oeste Ediciones, 1999), libro en el que percibo una sensibilidad –una respiración, un estar en el mundo y en la palabra– muy cercana a la de mi libro. Leedlo si tenéis ocasión; no os arrepentiréis.

Gracias a todos por vuestra compañía y vuestra lectura a lo largo del curso. Os deseo lo mejor para el verano. Nos vemos a la vuelta.




w. b. yeats

la maldición de adán

Estábamos sentados, un día de finales de verano,
aquella dulce y bella mujer, tu amiga íntima,
y tú y yo, hablando de poesía.
«Un solo verso puede llevarnos horas –dije–,
pero si no parece algo pensado en un instante
todo nuestro coser y descoser es en vano.
Mejor arrodillarse sobre la médula del hueso
y fregar suelos de cocina o picar piedra
como un viejo indigente, a la intemperie;
pues dedicarse a articular dulces sonidos
es trabajar más duro que ellos, y sin embargo
ser tildado de vago por la ruidosa camarilla
de clérigos, maestros y banqueros
que los mártires llaman mundo.»

..........................................Y entonces
aquella bella y dulce mujer por cuya causa
muchos descubrirán la angustia del amor
cuando escuchen su voz discreta y dulce
replicó: «Ser mujer es saber
–aunque en la escuela nadie nos lo diga–
que hemos de trabajar para estar bellas».

«Es verdad –respondí– que no hay cosa admirable
desde la caída de Adán que no requiera un gran esfuerzo.
Recuerdo amantes convencidos de que el amor
debía ser tal muestra de alta cortesía
que suspiraban y citaban con semblante estudioso
precedentes tomados de viejos y hermosos volúmenes;
aunque ahora esa labor parezca más bien vana.»

La mención al amor nos sumió en el silencio;
vimos morir los últimos rescoldos de la tarde,
y en el aguamarina temblorosa del cielo
una luna, gastada como una concha que lavara
la marea del tiempo cuando fluye entre las estrellas
y rompe luego en días y años.

Me invadió un pensamiento que sólo tú debías escuchar:
que eras hermosa, y que yo me esforzaba
por amarte en la antigua y noble doctrina del amor;
que alegre había parecido todo, y aún así nuestros corazones
estaban tan exhaustos como aquella luna vacía.


Trad. J. D.

El original, aquí.
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viernes, junio 24, 2011

perros, dentro

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El poeta Óscar Curieses ha tenido la gentileza hospitalaria de entrevistarme en su bitácora, Dentro (titulada como su espléndido poemario, publicado hace poco más de un año en Bartleby Editores). Hablamos básicamente de Perros en la playa y el resultado puede leerse aquí. Preguntas y respuestas que terminan, al cabo, en una pequeña confesión. Un detalle trivial, quizá, pero al que no hubiera llegado sin todo el intercambio anterior, como cuando escribimos un poema.
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lunes, junio 06, 2011

pausa publicitaria

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Perdonadme este breve paréntesis ególatra, pero la coincidencia en el tiempo de estas reseñas bien lo merece. También porque no se publica un libro todos los días y las lecturas que van surgiendo en distintas revistas y espacios virtuales me sirven para ir componiendo la imagen que los demás tienen de un trabajo del que muchas veces el autor poco o nada sabe, salvo que ha dejado de pertenecerle.

Pedro de Silva ha dedicado su columna diaria en La Nueva España a Perros en la playa y teje una sugerente miniatura a partir de tres de sus aforismos. El novelista Eloy Tizón –un maestro del medio fondo narrativo y compañero de
fatigas en Hotel Kafka– escribe por extenso y con generosa perspicacia sobre el libro en el nuevo número de Ámbito Cultural, la página cultural de El Corte Inglés. Y mi viejo amigo el poeta Fernando Menéndez lo reseña con palabra cómplice en el último número (el de junio) de la revista virtual Literaturas.

Ah, y en el mismo número de Literaturas el poeta y crítico José Luis Gómez Toré escribe sobre Matemática tiniebla con un guiño inicial a La ciudad consciente. Realmente, no puedo quejarme. Gracias a todos, de corazón.
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sábado, mayo 28, 2011

reconocimiento

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Cualquiera que haya vivido de primera mano el curso de la poesía española a lo largo de los últimos veinte años convendrá conmigo, creo, que el ambiente es ahora mucho más rico, más plural, más respirable. Los viejos dogmatismos, las viejas oposiciones binarias que tanto empobrecieron el debate y nos convirtieron en bandos de beatas que poníamos velas a los santones de turno, se han ido diluyendo hasta perder peso y figura, convirtiéndose en fantasmas un poco cansinos e incluso ridículos. Más que nunca, nuestra poesía es un ámbito de libertad y convivencia, de respeto hacia lo otro y lo distinto. Sigue habiendo un buen trecho por recorrer, como nos recuerdan ciertas operaciones editoriales, tan triviales como regresivas, que quisieran llevarnos de vuelta al pasado, pero entre todos, poetas, traductores, lectores y editores, se ha ido tejiendo una red de lecturas y escuchas que nos enriquece a todos y de la que sólo un temperamento muy mezquino o muy cobarde podría desconfiar. Empleo la palabra red a propósito: me da la impresión de que Internet ha sido una herramienta fundamental para ir abriendo espacios de debate, de intercambio de información, de libertad crítica… Ya no son las editoriales los únicos agentes de difusión, los únicos intermediarios entre poetas y lectores: los márgenes han crecido y tienen ahora una importancia y un peso capaz de poner en cuestión la forma de trabajar del centro. Bien es verdad que ahora padecemos la tenia de los anónimos, el encubrimiento rastrero del que arroja la piedra y esconde la mano, pero quizá es el precio a pagar por la existencia de la red, y más en un país como el nuestro, donde la gente sabe –por experiencia– que los ejercicios de franqueza y honestidad suelen provocar represalias, y donde todos somos muy valientes hasta que corremos el riesgo de ser castigados públicamente.

Cuando pienso en los protagonistas de este cambio, en las personas que han liderado, por así decirlo, este viaje de nuestra poesía hacia la pluralidad, uno de los que se destaca más claramente es Sergio Gaspar, el creador y responsable de DVD Ediciones. A punto de cumplir los quince años de existencia, la editorial de Sergio ha sido un lugar de referencia y también un refugio, un albergue propicio. Sé bien que la figura de Sergio despierta ciertas reticencias –como las despierta cualquier editor, por la sencilla razón de que su trabajo pasa por evaluar y discriminar el trabajo ajeno– y que algunas de sus elecciones han sido, como poco, discutibles. Pero ¿qué editor no se ha equivocado alguna vez o se ha dejado arrastrar por intuiciones poco atinadas? Ningún catálogo editorial es intachable y el de DVD Ediciones no es una excepción, pero pocos son tan sostenidamente ambiciosos y ricos y anchos de miras como el que Sergio ha ido construyendo con la ayuda excepcional de Eduardo Moga (y hasta en la elección de Eduardo como codirector de la colección de poesía se percibe la inteligencia de Sergio, su saber muy bien quién le complementa y le completa). ¿Qué otra editorial española ha logrado hacer convivir sin fisuras a Julieta Valero y Martín López-Vega, a Miguel Casado y José Ángel Cilleruelo, a Antonio Méndez Rubio y José Luis Piquero, a Tomás Sánchez Santiago y Elena Medel, a Manuel Vilas y Juan Andrés García Román, a Jorge Riechmann y uno mismo? Por no hablar de las antologías (Campo abierto, Feroces…) y las traducciones de poesía extranjera, que han tenido una influencia decisiva en muchos lectores: pienso en los dos libros de Ashbery editados por Julián Jiménez Heffernan, en el Simic de Martín López-Vega, en Geoffrey Hill, en el Rimbaud de Miguel Casado y Eduardo Moga… Quizá más que ningún otro editor, el afán de Sergio Gaspar ha sido precisamente el de abrir campo, dinamitar viejas banderías y cuestionar las certezas que muchos habíamos heredado sin sospecha. Ha tenido éxito en su empeño, en gran medida, aunque pocos se lo quieran reconocer (y menos públicamente). Quince años después de poner en marcha este DaViD editorial, creo que su influencia en el devenir de la poesía española es innegable. También que, con los inevitables lunares, ha sido rotundamente benéfica.

Diría que uno de los símbolos de este espíritu es su página web, llevada con mano maestra por el poeta y helenista Juan Manuel Macías. No conozco ninguna otra que se haya convertido, a todos los efectos, en una revista virtual abierta a todos los autores, no sólo a quienes publican en la editorial. Aquí se adelantan contenidos o se difunden novedades de otros sellos, se publican textos de poética o se responde a cuestiones de actualidad con breves textos polémicos, como el que escribió el propio Sergio hace un par de años a cuenta del Premio Nacional de Poesía. Ahora, Sergio y Juan Manuel han invitado a un puñado de amigos y conocidos de la casa a que hablemos de nuestras novedades con motivo de la Feria del Libro de Madrid, aun a sabiendas de que pocos libros pasan más desapercibidos en las casetas que los nuestros. No sé por qué motivo, me ha tocado ser el primero en hablar. Es un cuestionario breve, pero hemos intentado que tuviera algo de jugo, de gracia. Estad atentos, pues habrá nuevos invitados a lo largo de estas dos semanas.
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lunes, mayo 23, 2011

invisible

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Hace pocas semanas, al término de su perspicaz lectura de Perros en la playa, el poeta Álvaro Valverde confesaba que había escrito un poema a partir de uno de los fragmentos del libro, una suerte de objet trouvé hecho con las palabras que escribí –algo alocadamente– hace siete años sobre el lugar que le estaba reservado en nuestro mundo a ciertos escritores (seguramente también yo estaba confesándome, aunque quisiera disfrazarlo de mala teoría). Curiosamente, este fragmento forma parte de las notas que decidí no publicar en esta página, así que puedo dar ahora el poema –que Álvaro me ha enviado hace unos días– casi como una primicia. También como un texto a dos manos, una obra en colaboración que no sería posible sin una amistad de casi veinte años, esa cercanía o complicidad que se establece con el tiempo. En cierto modo, la operación de reescritura de Álvaro me reafirma en la idea de que hay mucha poesía en Perros en la playa, aunque no adopte la forma ortodoxa del poema. También de que a la casa común de la escritura se llega por muchas puertas, aunque no todos quieran darse cuenta o cuiden esa casa por igual. En fin, glosas aparte, aquí está el poema. Obrigado, Álvaro, de corazón.


Invisibilidad

Siguiendo tu consejo,
estoy atado al mástil de mí mismo.
al de mi soledad, al de mi orgullo,
al de mi condición de persona invisible.
Ni juez ni periodista
y menos policía;
el que va por ahí sin ser notado
y capta de un vistazo
el sentido de ésta o de cualquier escena;
el que sale de casa y vuelve a ella
sin anclaje posible en sitio alguno.
Soy el furtivo, en suma.
El tiempo nos devora,
nos consume, vacía de nosotros
todo aquello
que acaso contenemos de valioso:
envidia nuestros cuerpos, la materia
donde el recuerdo tiene asiento
y nos permite ir y venir
por las calles de los años
con secreta libertad.
Por tal razón
hay que vivir con disimulo,
perdido entre la multitud
pero a un palmo de ella
para que así no nos advierta el tiempo
y que pase de largo
y sin embargo se deje ver
ante nosotros: sus testigos,
sus observadores, sus escribas.
Aunque nadie
nos haya confirmado en nuestro puesto,
y precisamente porque nadie lo ha hecho.

Álvaro Valverde
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jueves, mayo 12, 2011

vagamundeando

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La inteligencia brilla más sutilmente cuando es cómplice y trata de alumbrar, de acompañar, de hacer comprender. Así lo demuestra el escritor Jaime Priede en la reseña de Perros en la playa que ha publicado en el diario La Nueva España. «Vagamundeo», se titula, haciéndose eco de un neologismo que evoco en el libro. Pero también sus lecturas críticas son el vagabundeo de alguien que disfruta compartiendo afinidades, convergencias, y esta no es una excepción. Gracias, Jaime, viejo amigo.
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domingo, abril 17, 2011

perros en plasencia

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En nuestro querido mundo literario, como en el mundo en general, hay dos clases de personas: los que dan, los que siempre ofrecen más de lo que uno espera o merece, y los que controlan (el contacto, el abrazo, el elogio), los que se reservan y no dicen y guardan siempre algún cálculo en la manga. Estos segundos son legión y no vale la pena nombrarlos. ¿Para qué? El mundo es suyo, están en todas partes y sus criterios de ahorro y de eficiencia saben convertir casi cualquier vínculo en una transacción económica.

Tiene uno la suerte, por el contrario, de contar con no pocos amigos entre los primeros, y uno de ellos es el poeta y novelista Álvaro Valverde, que ha tenido la gentileza y la generosidad de comentar, en público o en privado, todos mis libros desde aquel lejano y primerizo La anatomía del miedo que publiqué en 1994. Ahora lo hace con Perros en la playa, y su comentario atestigua una complicidad y una comprensión profundas de lo que guardan sus páginas. Un reconocimiento, en suma. Ha sabido entender muchas de las líneas de fuga que hacen del libro lo que es, ver sus partes integrantes y la sombra que arrojan al leerlas. Como siempre, por lo demás. Muito obrigado, Álvaro. Y no te despistes, que espero ese poema.
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miércoles, marzo 30, 2011

perros en la playa / el libro

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Bueno, después de algunas semanas de trabajo intenso ordenando, corrigiendo, maquetando, corrigiendo una vez más, compaginando los textos con los espléndidos dibujos de Javier Pagola, revisando con celo maniático portada, contraportada y página de créditos (de ahí mis ocasionales ausencias de esta página), Perros en la playa está finalmente impreso y publicado. Colgué la portada en la columna de novedades hace unas semanas pero es ahora cuando puedo anunciar cabalmente su aparición. Un libro que reúne toda mi escritura fragmentaria desde 2004, en parte adelantada en esta bitácora, y que ahora se me aparece como una especie de diario de convalecencia, el relato elíptico de unos años difíciles que parecen estar teniendo un final feliz o algo que se le parece bastante.

Lo cierto es que no puedo estar más satisfecho con el resultado: Joaquín Gallego, maestro del diseño gráfico, ha hecho un trabajo impecable, un prodigio de elegancia y buen gusto; la editora Carmen Pérez ha leído el manuscrito original y lo ha maquetado con buen ojo y mejor criterio; y el pintor Javier Pagola ha aceptado acompañarme en esta singladura con un puñado de dibujos en los que alienta su ironía, su ferocidad, su gusto innegable por la vida (así el dibujo de portada, que parte de una mancha de tinta para sugerir el vago retrato de un derviche o un mago oriental). El fruto de todo este trabajo colectivo es un libro de más de 200 páginas que tiene un poco de todo: poemas, aforismos, reflexiones y apuntes ensayísticos, estampas costumbristas y hasta algún relato incipiente (soy tan poco narrativo que mis ocasionales excursiones al género las disfruto como unas auténticas vacaciones). He dejado fuera las traducciones de poetas de habla inglesa; si los dioses –es decir, los editores– quieren, saldrán aparte.

El libro lo publica La Oficina de Arte y Ediciones, lo distribuye Antonio Machado Libros y estará en librerías –espero– dentro de diez o doce días. Copio seguidamente la ficha técnica por si queréis buscarlo o pedirlo a vuestro librero de confianza. Pero no quiero cerrar esta entrada inequívocamente publicitaria sin antes expresaros mi más sincero agradecimiento por vuestra lectura y los comentarios que habéis dejado en la página a lo largo de estos cuatro años y medio; sin vosotros este viaje habría sido muy distinto, y desde luego menos soportable.


Jordi Doce, Perros en la playa
(Notas, poemas y aforismos 2004-2010
con 22 dibujos de Javier Pagola)
La Oficina, Madrid, 2011
224 págs.
ISBN: 978-84-937948-8-0
PVP 14 €