Primero fue Carlos Castilla del Pino. Luego José-Miguel Ullán. Y, por último, hace poco más de un mes, Alejandro Rossi. Sus muertes no por anunciadas fueron menos dolorosas para quienes les leímos y admiramos desde una distancia cómplice. De los tres, sin duda el menos conocido en España es Rossi, autor de un puñado de libros memorables que se mueven en ese difícil terreno fronterizo entre el ensayo y la ficción que inauguró Borges. A pesar de que compartimos algunos amigos (con Juan Malpartida en primer lugar), nunca tuve la oportunidad de conocerle personalmente. No sé si lamentarlo. Sospecho que los nervios o el exceso de respeto y admiración me habrían jugado una mala pasada.
Fue Juan, precisamente, quien me animó a escribir este artículo sobre el primero y acaso el mejor de sus libros, Manual del distraído (1978; Anagrama, 1997). Un artículo que se publica ahora en la revista El Summum gracias a la amable invitación de Miguel Barrero y en el que he tratado de explicar, o de explicarme, la fascinación con que he leído y releído sus páginas desde que Fernando Menéndez (de esto hace como doce años) me regalara un ejemplar en la edición de Anagrama. Como la revista se ve poco fuera de Asturias, lo cuelgo ahora en esta bitácora a modo de homenaje y despedida a su autor. También como una invitación a leer sus libros. Porque sólo hay alguien más afortunado que quien ha leído un buen libro: quien está a punto de leerlo.
La fábula del escéptico
Alejandro Rossi
Manual del distraído es un título de apariencia contradictoria y se presta muy bien al juego de la glosa o el comentario de texto. Eso mismo intenta Octavio Paz al compararlo brevemente con Manual de espumas, de Gerardo Diego, o Juan Villoro al afirmar que «un manual distraído es un recetario contra las recetas», desplegando así su presunta contradicción. Mi afición a las invenciones etimológicas me lleva a urdir otro juego y preguntarme qué hay detrás de la palabra «distraído». Tal vez la distracción no sea otra cosa que una variante de la reticencia o la resistencia, una forma sutil de impedir que nos empujen de acá para allá, de ser traídos y llevados como mercancía por las obligaciones y compromisos de nuestro paso por el mundo. El «distraído», en fin, es una figura en la sombra, alguien que se reserva y se resiste a los llamados externos, que obedece tan sólo su propio impulso interior: que no es traído, sino que llega a un sitio por decisión propia.
Se entiende así que Paz dijera que «entre manual y distracción no hay contradicción sino inconexión». Nada impide o tiene de extraño que un distraído tenga manual, y hasta podemos entender el libro como el testimonio de un orden secreto, de una actitud vital perfectamente asumida y puesta en práctica. El título, pues, más que contradictorio es desafiante, con la breve redondez de una declaración de principios. Rossi lo emplea para decirnos que hay «método» en su imprevisión, o mejor: que la imprevisión, sus vueltas y revueltas incesantes, es el método que más estima, la ley del deseo y la atracción, el camino regido por los imanes del mundo. Una cosa es escribir «sin planes», según confiesa Rossi en su «Advertencia», y otra muy distinta que el libro resultante no esconda o encarne un plan determinado, un mapa secreto de la existencia según su autor. El mismo Paz, en El arco y la lira (lo recuerda Julieta Campos en el primero de los cinco prólogos que acompañan la edición española del libro de Rossi), escribió que «distracción quiere decir atracción por el reverso de este mundo, [lo que hay] detrás de la vigilia y la razón». Ese reverso es, también, lo que hay detrás de la superficie, de las apariencias: la distracción es una forma de la reticencia porque sospecha de los llamados de atención demasiado evidentes. La palabra ostentosa, la proclama sentimental o la toma de partido excesiva le inspiran una desconfianza inmediata y lo llevan por el camino de la voz baja y lo secreto, de lo familiar que un día nos deslumbra, del pudor que se ejercita en la ironía, de la concisión abismada y el homenaje dubitativo, del fragmento duro como piedra y el adjetivo insospechado.
La prosa de Rossi se instala justo debajo de la piel del mundo con un cosquilleo interrogante; no es una autopsia ni una revisión médica exhaustiva, no exige bisturí ni placas radiográficas, sólo levanta un poco la alfombra y nos deja ver el polvo que se amontona bajo las apariencias. La imagen proviene de un poema de Charles Simic donde alguien «barre la suciedad del siglo diecinueve / y la esconde en el veinte», y evoca la naturaleza inerte y envenenada de ciertas herencias, o de parte de ellas: lugares comunes, fórmulas vacías, palabras degradadas, maneras de no pensar o de negar el pensamiento. Cuando Rossi, en su «Advertencia», dice que Manual del distraído «huye de los rigores didácticos pero no de la crítica», tiene muy en cuenta que la crítica es el modo más alto de la didáctica y el único medio con que contamos para limpiar y renovar nuestro pasado. La distracción de Rossi es un antídoto contra los tópicos disfrazados y las fórmulas especiosas que tanto abundan en la plaza pública, una mueca burlona que desvela el hueco de lo que pasa por reflexión y no es más que un reflejo adquirido. El tono de fastidiosa parsimonia que recorre estas páginas (el mismo que motiva tantas precauciones, tantos matices y reservas y apartes) es el de quien elige hacer camino por su cuenta y, llegado el caso, prefiere andar solo a volar en avión con multitudes abotargadas. La imagen es exagerada y no estaría completa sin mencionar la gracia y bonhomía con que Rossi exhibe su escepticismo. Esta gracia y bonhomía le salvan de caer en la amargura y compensan sus pocas ilusiones sobre nada ni nadie. El exceso de lucidez no conduce, en su caso, a los enfebrecidos páramos de un Cioran o un Beckett; la conciencia del absurdo universal no produce una prosa fracturada o enferma de anemia, como (exagerando un poco) la de algunos contemporáneos franceses. No parece casual que los tres primeros nombres propios que aparecen en Manual del distraído (en «Confiar») sean Boswell, Berkeley y el doctor Johnson: la tradición empírica de la que incluso Berkeley forma parte es el humus donde prende el pensamiento de Rossi. En este sentido, el párrafo final de «Confiar», ensayo inaugural del libro y hábil refutación de la espiral disolvente que plantó Nietzsche, es toda una declaración de principios: «Creer en el mundo externo, en la existencia del prójimo, en ciertas regularidades, creer que de algún modo somos únicos, confiar en determinadas informaciones, corresponde no tanto a una sabiduría adquirida o a un conjunto de conocimientos, sino más bien a lo que Santayana llamaba la fe animal, aquella que nos orienta sin demostraciones o razonamientos, aquella que, sin garantizarnos nada, nos separa de la demencia y nos restituye a la vida». Esta fe animal (muy próxima a la «fe de carretero» de Unamuno) es lo que protege a Rossi de caer en el error de Narciso: «cualquier acto supone la presencia de objetos, cuerpos y rostros». O, lo que es mismo, Rossi sabe que toda expresión tiene un referente y que nadie piensa sólo, pues todo pensar es un diálogo y afirma la existencia del prójimo. Como ha escrito recientemente Juan Malpartida, en frase muy bella: «Quien piensa camina entre los hombres, se sienta a la mesa, refuta al desconocido, acude al ágora».
Rossi es el primero en advertir la naturaleza miscelánea de Manual del distraído. Libro de acarreo y balance contable de una producción dispersa en revistas (muy principalmente Plural), este manual mezcla y disfraza los géneros: hay ensayos que se visten de narraciones y relatos que adoptan un tono ensayístico, fragmentos reflexivos o enigmáticos, apuntes del natural y homenajes que dudan entre el elogio y la elegía. La unidad, desde luego, es más estilística que temática, como afirma el propio autor y han subrayado sin falta sus comentaristas. Se han ponderado con razón la elegancia y sutileza de la prosa, la exactitud impredecible de los adjetivos, muy en la línea de Borges, el fino humor de las elipsis y los sobreentendidos, su tono distanciado y refractario al patetismo y la exhibición sentimental. Pero la imagen final que da esta descripción, con ser justa, excluye un elemento de suma importancia para evaluar Manual del distraído: su naturaleza conversacional, la sensación que produce de que el autor se ha sentado a la mesa y nos habla en confianza. Aunque Rossi tiende a ser considerado a writer’s writer, su prosa rebasa el ámbito de la página y se convierte en trasunto de una charla entre conocidos. La voz que habla es locuaz y sus palabras esconden ese breve fuego con que a veces alguien a quien conocemos vagamente se apresta a desvelar un asunto íntimo: la ironía es amable, el tono se mantiene en un cauce de cortesía y civilidad, los escrúpulos del puntilloso excluyen la prisa y la impaciencia.
No sé si Gustavo Guerrero es el único que ha llamado la atención sobre este punto, pero su comparación entre el «manual» y los relatos incluidos en La fábula de las regiones me parece irreprochable: «Retrospectivamente, La fábula… arroja una luz muy precisa que ilumina nuestra lectura de Manual del distraído y pone de relieve la trama no menos dialogística de aquellos textos en los cuales la disquisición filosófica lleva a menudo el tono de la confidencia y la crónica, el de un encuentro entre viejos amigos». Y añade, con palabras que glosan otras del propio Rossi (al comienzo de «Relatos»), que el atractivo de estas páginas estriba en «contar una historia que siempre repetimos de la misma manera, sin preocuparnos mucho por la veracidad de los hechos o por las causas de que la narración se organizara de ese modo; contarla como si formara parte de nuestro repertorio familiar y como si todos nuestros amigos ya la hubiesen escuchado con más o menos cortesía». La despreocupación del cuentista es también la de quien ha pasado mucho tiempo con sus pensamientos y no distingue entre diálogo y soliloquio, precisamente porque pensar es siempre cosa de dos. Con frecuencia, sumidos en la reflexión, nos descubrimos hablando a solas, musitando algún reparo, una respuesta. La escritura morosa de Rossi tiene algo de este ritmo tentativo del que piensa en voz alta y convierte la charla en una confesión improvisada. La frontera, desde luego, no es fácil de establecer. Al comienzo de «Por varias razones», el autor confiesa que «todo el día, desde que me despierto, pensar es una actividad que practico con desesperación y desgano. Un vagón que se precipita por una montaña rusa. El más leve contacto con la realidad desencadena esa furia interior». Hablar a solas con otro, compartir sin más preámbulo el soliloquio que nos devana, es tal vez un alivio, una forma espontánea de la liberación. Y explica también el alto concepto de la amistad que tiene Rossi: el amigo es quien escucha y comprende, el que disculpa nuestros defectos y potencia nuestras virtudes, el que hace innecesarias ciertas explicaciones y se niega a traicionar nuestra franqueza; el amigo, en fin, como lector ideal, o mejor: el lector como amigo en ciernes, envuelto en el tono de complicidad que Rossi adopta sin esfuerzo aparente.
Pero mi descripción de Manual del distraído no estaría completa sin mencionar el espíritu lúdico de su autor. Rossi es un empírico que acepta el mundo externo y lo convierte en campo de juegos: el puntapié a una piedra con que el doctor Johnson demostró la existencia de la materia es ahora un baile de piernas donde la piedra hace de balón. Esta voluntad de juego tiene varios disfraces: la sonrisa irónica, el guiño travieso, el circunloquio que pospone infinitamente cualquier resolución, el aparte teatral, el detalle caprichoso o estrambótico. Pero también se desprende de una actitud vital que consiste en no tomarse demasiado en serio a uno mismo. El escritor Alejandro Rossi no carece de orgullo ni de cierta dosis de altivez bien entendida, la de alguien que no «soporta a los necios impunemente» (y así lo vemos página tras página estableciendo una distancia prudente con el mundo, desplegando su sorna maliciosa), pero al mismo tiempo no deja de reconocer, de hacer explícitos incluso, sus propios fracasos y limitaciones. La coquetería con que lo hace no debe engañarnos. Esta mezcla de orgullo y modestia es la de quien no se siente en modo alguno inferior a los mejores entre sus contemporáneos, al tiempo que percibe, ya sin resentimiento, su incapacidad para igualar los logros del pasado. Es una percepción exagerada, desde luego, porque uno, por lúcido que sea, no puede estimar el valor exacto de su trabajo, pero que lleva finalmente a cierta actitud de resignación y tal vez de indiferencia. Como Antonio Machado, también Rossi parece estar diciéndose en ocasiones que «el arte es largo y además no importa», pero lo hace con la entereza del que sabe que «los actos negativos casi siempre son narcisos y retóricos». La franqueza consigo mismo y la conciencia aguda de sus propias limitaciones le producen cierto desánimo, pero no la pérdida de su ecuanimidad. Y el humor, en última instancia, viene a salvarle con sus inyecciones de relativismo y su risa disolvente.
La ironía y la voluntad de juego de Rossi se manifiestan, sobre todo, en su manejo de la hipérbole. Manual del distraído abunda en globos que se inflan sin otro motivo que hacerlos estallar, como si la única forma de revelar la miseria de la realidad fuera contraponerla a un paisaje idealizado y sin fisuras. El ejemplo más visible lo tenemos en «Enseñar», donde la crítica a la enseñanza universitaria toma como punto de partida una viñeta de perfección imposible:
Los profesores dictan clases intensas, fogosas, medulares, con una dialéctica perfecta, mientras los alumnos escriben en sus cuadernos con una sensación de entusiasmo, plenitud, descubrimiento. Callan cuando es necesario, distinguen netamente entre una plaza y un aula, no se distraen, no conversan con el compañero, jamás les pasa por la cabeza que es interesante dejar el propio nombre grabado en las maderas de las bancas. El profesor conoce a sus alumnos, sabe lo que cada uno de ellos ha leído, cuáles son las diversas dificultades con las que tropiezan, es capaz de reconstruir y corregir el proceso mental que condujo a una conclusión errónea. Tiene experiencia y no desconoce, por consiguiente, la importancia de un elogio, gradúa los estímulos, fomenta la convicción de que los esfuerzos no pasan desapercibidos. Revisa los trabajos, los compara con los anteriores, los comenta y, desde luego, también los critica. Pero no los destruye, porque sin ser un ángel no es un carnicero; señala los defectos y no le lastiman las cualidades…
El propio autor confiesa más tarde que la viñeta «huele a utopía», pero eso no le impide prolongarla durante más de una página, empleando en ella su declarado «amor al detalle» y la descripción minuciosa. Rossi sabe perfectamente que su estampa es una idealización y que es injusto recurrir a ella para desvelar la insuficiencia de lo real. Pero su actitud esconde, en rigor, una nostalgia profunda y casi desmedida por un estado de perfección que corresponde, tal vez, a la memoria común del paraíso. Ese paraíso, en Rossi, no es tanto recuerdo simbólico de una infancia olvidada (recordemos el tono desconcertado con que el narrador invoca un episodio infantil en «Relatos»), como vívida conciencia de la armonía posible. Su nostalgia no se proyecta hacia el pasado ni es otra forma de la esperanza: no cabe refugiarse en otro tiempo pues nada nos invita a pensar que la realidad sea menos mísera para quien se sitúa en su presente respectivo. Diría, más bien, que esa nostalgia tiene que ver con su pasión por el lenguaje, con su creencia en la capacidad de la palabra para cifrar realidades alternativas. Según Rossi, todo aquello que ha sido dicho y que puede ser dicho existe. El Paraíso existe porque algunos lo imaginaron y está cifrado en palabras que nos permiten, a su vez, imaginarlo. Leer, escribir, son formas del consuelo y maneras de saciar, hasta cierto punto, nuestra nostalgia de armonía. Pero la brecha, apenas reparada, se abre con más fuerza desde el instante en que la perfección es empleada como vara de medir (y golpear): fuera del lenguaje no hay ni puede haber ideal.
El escéptico que hay en Rossi esconde, pues, un nostálgico de realidades que sólo existen en la literatura. Esto, en cierto modo, lo condena al ámbito de la glosa y la paráfrasis. Su tarea es leer entre líneas y moverse con astucia entre algunas visiones escogidas. Manual del distraído practica el arte sutil de la glosa con maestría y generosidad, apoyándose en una voluntad crítica que desdeña las apariencias solemnes y la calderilla de los lugares comunes. Creo que fue Roberto Juarroz quien escribió a una vez que «fuera del poema el poema me parece imposible». Yo diría, jugando con la cita del poeta argentino, que Rossi ha escrito el libro de un escéptico que deja de serlo al escribir.