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lunes, diciembre 16, 2019

anáfora / 2





Me llegan algunos comentarios de amigos sobre la entrevista que me hizo el poeta Carlos Iglesias Díaz para la revista Anáfora (Carlos, por cierto, acaba de obtener el Premio de la Crítica que concede la asociación de escritores asturianos; toda una alegría para él y sus lectores). Entre las parejas de pregunta-respuesta que han quedado fuera de la versión final o editada, quisiera rescatar estas dos, que parten de Seamus Heaney y Geoffrey Hill para hablar un poco de escritura, en general, y de la mía en particular. Y son palabras que, en última instancia, se ajustan como un guante a muchas entradas de esta bitácora.


Al abordar el estudio conjunto y comparativo de los poemas en prosa de Seamus Heaney y Geoffrey Hill, opones la transparencia y el afán de verosimilitud propios del género frente a la retórica más artificiosa del poema en sí mismo. Por otro lado, tú eres un asiduo cultivador del poema en prosa, bien en diarios –La vibración del hielo (2008)– como en libros misceláneos –Perros en la playa (2011)–. ¿Qué te atrae del poema en prosa, en tu doble vertiente de lector y autor, y qué retos específicos te plantea a la hora de traducirlo?

Tengo la impresión de que el poema en prosa es una de las formas que toma la pelea constante de la modernidad entre el verso (más rítmico, más artificioso, más sutil y contrapuntístico) y la prosa. Dice Charles Simic que «El poema en prosa es una bestia mítica como la esfinge. Un monstruo hecho de prosa y poesía», pero no estoy muy de acuerdo. El problema reside en esa equivalencia falsa entre «verso» y «poesía». Lo contrario de la prosa es el verso, no la poesía, que puede aparecer donde quiera. Faltaría más. Yo creo que este tipo de debates formales deberían estar superados a estas alturas: poema en prosa, verso libre, serialidad, fragmentación, etcétera. Otra cosa es que se quieran superar en falso, sin tener una idea clara de lo que es o lo que supone la forma poética. Pero esa es otra cuestión.

Yo creo que todos, como poetas, hemos envidiado esa espaciosidad de la prosa, ese don para meter mundo y decirlo sin afectación, sin artificio aparente. Por cada gran poema que hemos leído podríamos invocar un pasaje en prosa igualmente memorable que persiste en la memoria como un talismán. Quizá no lo recordemos palabra por palabra, pero sabemos que está ahí, que existe, y podemos volver a él.

Sé que otros lectores pueden no estar de acuerdo, pero yo siento que Perros en la playa es un libro esencialmente de poesía. De hecho, es la poesía que quise hacer después de la decepción que me produjo, casi al momento de publicarse, Gran angular. Siento que hay menos poesía ahí que en Perros…, que es un cuaderno de notas, de reflexiones y mini ensayos, de aforismos… No veo cesura ni distancia entre esos dos modos de escritura. Hay una continuidad.


Siguiendo en la estela de Heaney y, en concreto, de su célebre poema «Digging» (Cavando), ¿crees que la tarea del traductor consiste justamente en cavar y horadar el lenguaje en busca de nuevos matices de los que antes carecía?

Yo creo que la imagen del «cavar» ha sido muy importante para mí como descripción del proceso de escritura. La idea de que uno empieza escarbando, apartando maleza y piedrecillas hasta que tropieza con algo. Algo de lo que tirar. Y la escritura entonces se parece a coger una pala y profundizar en los alrededores de ese algo, hasta que lo tienes delante de los ojos en forma de poema. Otra imagen posible es la del ovillo: uno encuentra un cabo suelto y tira de él hasta desplegarlo. Me gustó mucho el modo en que lo describió Martín López-Vega al reseñar Nada se pierde. Decía que los poemas, «que a menudo parten de un detalle, siempre dibujan, a partir de ese detalle, un mundo complejo, como una secuencia de adn». Martín entendió, me parece, la naturaleza obsesiva y hasta machacona de esa búsqueda. Pero la imagen del «cavar» también me atrae porque supone un esfuerzo físico, una cosa de porfía y de empeño. Bueno, todo eso está en un poema temprano como «Laurel», bastante explícito al respecto. En general, toda poética que incluya una visita a la tierra, a la oscuridad o al lado de sombra del mundo, tiene mi asentimiento.

jueves, noviembre 21, 2019

entre




Mañana viernes se presenta en Oviedo el número 18 de la revista de creación y crítica Anáfora, que dirigen desde Asturias Pablo Núñez y Candela de las Heras. Se incluye en sus páginas una larga entrevista que el joven poeta Carlos Iglesias Díez me hizo este verano (por escrito) a propósito de La puerta verde y que recoge algunas de las ideas que exploramos en la presentación del libro en Oviedo.

Como tiendo a ser prolijo y hasta exhaustivo, la entrevista original se me fue de las manos y hubo que «cortarla» ligeramente. No me resisto a compartir uno de los fragmentos que han quedado fuera. No solo es el más autobiográfico de todos, Burnside mediante, sino que rima –me parece– con el tono de algunas entradas recientes de este blog (en realidad, las explica parcialmente). Aprovecho para agradecerle a Carlos Iglesias su interés y su lectura atenta. No fue fácil responder a algunas de sus preguntas, pero el esfuerzo valió la pena.



Carver Street, Sheffield, ca. 1992


En tu glosa de la poesía de John Burnside, haces referencia a esos espacios suburbiales donde no están bien definidos los límites entre el campo y la ciudad, el adentro y el afuera, el transcurso del tiempo y su detención. Son escenarios frecuentes en tus propios poemas («Paris-Texas», «Highland», «Lugar del amor», «Desierto de los Monegros», «Invernal», entre otros muchos) y en los de los autores a quienes traduces. ¿Qué significan para ti esa clase de «no-lugares»? ¿Crees que su carácter mestizo y fronterizo guarda alguna similitud con el proceso de traducir?

Creo que tienes razón al señalar esa correspondencia entre mi interés por Burnside y mi fascinación por esos lugares intermedios, esos espacios suburbiales que ya aparecen en un libro tan temprano como La anatomía del miedo («Carver Street» es otro ejemplo que me viene a la cabeza). Por un lado, es una fascinación de orden fotográfico y cinematográfico: crecí con toda esa mitología norteamericana del cine y el rocanrol (desde Badlands de Malick a Paris, Texas de Wenders pasando por la mirada urbana de Cassavetes o el primer Scorsese). Esa imagen de la «tiniebla en el confín de la ciudad», por citar el célebre disco de Springsteen, ha sido icónica para mí. Pero hay también una raíz de índole biográfica: cuando llegué a Sheffield en septiembre de 1992, la ciudad salía de una crisis socioeconómica y de identidad muy intensa por culpa del nuevo orden thatcheriano. Parecía un escenario de una película de Ken Loach. La ciudad se extendía en infinitos barrios residenciales a partir de un centro diminuto, tomado por franquicias comerciales, bloques de oficinas y edificios administrativos. El campus de la universidad era un segundo foco de actividad que rivalizaba con el centro de la ciudad, y recuerdo muy bien que entre esos dos nudos se extendía una red de calles y callejas casi vacías, sin apenas comercios ni viviendas: solares abandonados, viejos garajes y fábricas de ladrillo rojo, edificaciones de la época victoriana que habían albergado talleres, almacenes, destilerías… Te confieso que dediqué muchas tardes a caminar por esos barrios, fascinado. Y no tardé en establecer una correspondencia entre ese Sheffield decadente y el Gijón post-reconversión industrial, esas zonas del Gijón portuario y suburbial que se extendía hacia Veriña… Llegué a escribir un libro de poemas con el título de Las ciudades rotas a partir de esta correspondencia. Los poemas no eran gran cosa y el libro quedó inédito (o lo destruí, no me acuerdo bien).

Esos lugares entre, esos espacios intermedios (no me gusta mucho la expresión no-lugar, o al menos me parece más apropiada para ámbitos como los pasillos y las salas de espera de los aeropuertos, por ejemplo), siempre me han seducido. Y los sigo buscando una y otra vez aquí en Madrid; me doy cuenta al leer muchas de las entradas de mi blog. Me parecen espacios llenos de posibilidades, espacios a medio hacer que la imaginación puede colonizar más ampliamente. Supongo también que son espacios que convienen a mi soledad o mi misantropía… Además, el que sean lugares humanizados (y también, en ocasiones, fuertemente urbanizados) hace que el tipo de apertura, de iluminación, que ofrecen tenga una fuerza muy particular. A veces me parece que escribo porque no puedo ser pintor…

Respecto a esa analogía que estableces entre mi búsqueda de esta clase de lugares y mi trabajo como traductor, la verdad es que no lo había pensado. Está bien visto. En general, nunca me ha gustado aparecer en primer plano o estar en el centro de la escena: prefiero los márgenes, la banda, el pasar ligeramente desapercibido. Si a eso le sumas el componente didáctico, el afán de compartir descubrimientos… Si hubiera una explicación psicológica para lo que hago, o cómo lo hago, iría por ahí.