Hace justamente veinte años, en
octubre de 1992, en una de mis primeras visitas a la librería Waterstone’s
de Sheffield, encontré Groundwork:
Selected Poems and Essays, una antología de la poesía y los ensayos de Paul
Auster editada por Faber & Faber. Sorpresa mayúscula. Los ensayos ya los
conocía por la edición española de Edhasa (El
arte del hambre), pero la poesía –seca, lapidaria, trabada como un nudo
gordiano– fue un descubrimiento y no tardé en ensayar los primeros borradores
de una traducción que pasaría por muchos otros antes de ver la luz, en
Pre-Textos, en la primavera de 1996 (el título del libro era, y sigue siendo, Desapariciones). Fue mi estreno como
traductor de poesía en una editorial comercial, y aún recuerdo los cinco días
que pasé en casa escribiendo la introducción, lleno de dudas, poniendo una
palabra tras otra como quien levanta una pared a pulso. Era final de enero y
anochecía a las cuatro de la tarde. De vez en cuando salía a dar una vuelta
para despejar la cabeza, pero el frío y la nieve endurecida de las aceras no
tardaban en hacerme regresar. Alguien, delante de mi ventana, había dejado una
señal de tráfico indicando la presencia de obras: una enorme placa triangular
con la silueta de un hombre hundiendo su pala en un montón de tierra. Después
de pasar el día frente al ordenador (con el ratón girando como una rueda de
molino), la presencia de aquella señal ante mi casa parecía un gesto de
complicidad, un aviso.
Dos años después Anagrama, en su
colección de bolsillo, reunió en un solo volumen (Pista de despegue) los poemas y ensayos de Auster, estos últimos
traducidos por María Eugenia Ciocchini. Aproveché la ocasión para revisar con
detalle mi trabajo y el resultado fue un libro muy distinto, casi una reescritura.
No sé si muchos se dieron cuenta; en realidad, ambas ediciones han convivido a
lo largo de casi quince años y cada cual tiene su razón de ser, sus lectores.
Las veo como hermanas mellizas, semejantes entre sí y también a sus padres (en
este caso, los poemas originales), pero con personalidades distintas y no
siempre conciliables que pueden incluso reñir cuando la ocasión lo exige.
Ahora Seix-Barral se ha embarcado en el
proyecto de dar la Poesía completa de
Paul Auster. Lo de «completa» requiere una explicación. Se trata, en efecto,
del libro de Pre-Textos más cerca de treinta inéditos, pero todo él –también la
introducción– ha sido revisado sin piedad, como si lo hecho hasta ahora no
hubiera sido más que un borrador o un trabajo preparatorio. Dieciséis años no
pasan en balde, y más cuando se trata de una poesía tan dura y exigente como la
de Auster: una poesía en la que cada palabra cuenta, donde los silencios y las
elipsis no dejan de hablar y que apenas si deja entrever las circunstancias y
motivos que animan su escritura. Una poesía abstracta, podría decirse, si no
fuera porque está gobernada por el ojo, por un mirar constante en dirección al
mundo, como si Auster hubiera aprendido la lección de Alechinsky o de Bradley
Walker Tomlin (a quien dedica justamente un largo poema) para crear conjuntos
donde la sensualidad de las formas y la tentación figurativa convive con un
fuerte impulso abstracto.
Hace unos días el ABC Cultural, además de publicar una larga y muy recomendable entrevista con Paul Auster, dio en primicia tres breves poemas (inéditos) del
libro que llegó a las librerías este pasado lunes. Por su
intensidad, por su cortante delicadeza, están quizá entre lo mejor del
conjunto, y me parece oportuno citarlos de nuevo para cerrar esta nota. Nos
recuerdan que el Auster novelista fue una vez un aprendiz en el taller del
silencio, un joven obsesionado por pesar y sopesar cada palabra, alguien para
quien cantar era imposible pero que empleó la poesía para aprender a contar. Y que todo lo que ha contado desde entonces sería bastante menos seductor si no hubiera convivido antes con el misterio de las palabras, del mundo, y del espacio que separa unas de otro.
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Bradley Walker Tomlin |
descripción de octubre
Los abatidos, ilusorios robles
de nuestro norte celestial, cálido como piedra, irguiéndose
en el aire endeudado
de sangre que prospera
en torno a estos viñedos casi en sazón. Más lejos aun
que la ebriedad que habremos respirado,
el ala de una urraca ha de girar
hasta prenderse en nuestra sombra.
Ven
a por la calderilla de tristeza
que tengo para ti.
de sombra a sombra
Contra la fachada del atardecer:
sombras, fuego y silencio.
Ni siquiera silencio, sino su fuego,
la sombra
que arroja un respirar.
Para entrar en el silencio de este muro
debo dejarme atrás a mí mismo.
visible
Bobinas de relámpagos, desovilladas
en la noche escindida de invierno: truenos
tirados por estrellas, como si
tu fantasma hubiera pasado, ardiendo,
por el ojo de una aguja y se hubiera afinado
hasta la transparencia con la seda
de la nada.
trad. J. D.